2. EL BIEN

El regreso de Troya fue complicado para Ulises: diez años a merced de los dioses y los mares, y siempre acechado de peligros. Cada vez que su nave atracaba en tierra extraña, una misma inquietud: "¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son sober­bios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dio­ses?"

Desde los orígenes, la conducta humana se enfrenta a la doble posibilidad de ser, precisamente, "buena" o "mala", digna o indigna del hombre. La libertad implica siempre el riesgo de escoger tanto una conducta como otra. Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de con­seguirlo.

1. Necesidad de la ética

La diferencia esencial entre el hombre y los demás animales no consiste en un órgano diferente, en algo equivalente a las alas, las aletas, el pico o las garras. La novedad descansa sobre unas cuali­dades tan reales como inmateriales: la inteligencia y la libertad o, dicho de otro modo, en la libertad inteligente. Tan reales que nos hacen pertenecer a la especie homo sapiens. El hombre y el mono, por ejemplo, tienen una diferencia genética mínima: no llega al 2%. En cambio, la diferencia existencial supone un abismo. Salvar esa distancia representaba algo más que bajar del árbol. El salto no era de la rama al suelo sino del suelo a la conquista del mundo. Ésa fue la tarea de la inteligencia.

Sólo un animal inteligente y libre como el ser humano es capaz de ver las múltiples posibilidades que encierra la realidad. En la rama no está escrito el arado que podría ser. Los metales no piden ser convertidos en automóviles. El agua no es energía eléctrica. Y sin embargo, el hombre extrae de la realidad estas y otras muchas posibilidades. A través de la libertad inteligente el mundo se multi­plica en mil mundos: es el progreso. Pero, además, la diferencia quizás más marcada está en que sólo el hombre distingue el "bien" y el "mal", lo que es conforme o disconforme con su dignidad, y sólo él —y no los demás animales, ni siquiera el mono— es y se hace responsable de sus actos.

¿Y si la posibilidad que escogemos no es positiva? En esa radiografía de Nueva York que refleja La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe nos relata que cada año eran detenidas en el Bronx cuarenta mil personas entre las que había delincuentes, desequilibrados, alcohólicos, y también buenas gentes en el fondo, todos ellos dete­nidos por algún tipo de enfurecimiento irrefrenable. Pero había tam­bién otras personas de quienes lo mejor que podía decirse es que eran indignas de ese nombre.

Es un hecho de experiencia común que con frecuencia no elegi­mos bien o no sabemos elegir bien. De ahí que sea necesaria una brújula que nos oriente en el confuso y agitado mar de la vida: eso es la ética. Y por la misma razón, si el homínido se convierte en homo sapiens, no le queda otra alternativa que convertirse en homo ethicus. Es decir, no le queda más remedio que diseñar un mundo justo y habitable. Para ello se requiere elegir el bien; respetar la realidad; respetarse a sí mismo y a los demás; actuar conforme a la naturaleza de las cosas; abrir los ojos y aprender a mirar y valorar lo que nos rodea; procurar el bien común; vivir en armonía con la naturaleza; fomentar una actitud de diálogo y tolerancia; a ser soli­dario con las necesidades de los otros; a respetar los derechos de los demás; estar dispuesto a sufrir, y a entregarse, y a amar. En resumen: sostener un esfuerzo inteligente al servicio del equilibrio personal y social. Y se quieren emplear palabras claras: hacer el bien y evitar el mal.

2. Más razones

¿Es importante la ética? Aunque ya lo hemos dicho, vale la pena repetir que la ética es importante en grado sumo. ¿Por qué?

• Porque somos inteligentes: no nos gobierna el instinto ni la sensibilidad.

• Porque somos libres y queremos escoger bien.

• Porque el hombre hace honor a su condición de sujeto sujetan­do sus actos, llevando las riendas de su conducta, conduciéndose.

• Porque somos responsables de nuestros propios actos y deci­siones.

• Porque estamos compuestos de inteligencia y libertad.

• Porque necesitamos vivir en sociedad.

• Porque queremos alcanzar el fin, la perfección de nuestra pro­pia naturaleza.

• Porque somos seres humanos.

• Porque somos personas.

• Porque queremos ser felices y el mal nos esclaviza.

Si pasamos del "por qué la ética" al "para qué", podríamos res­ponder de forma parecida:

• Para vivir como lo que somos: personas.

• Para hacer un mundo justo y habitable.

• Para procurar el bien común.

• Para vivir en sociedad y en paz.

• Para respetar a los demás y ser respetados.

• Para ser felices.

Ya ves que la ética es el arte de construir nuestra propia vida, y como no vivimos aislados sino en convivencia, con nuestras accio­nes éticas, también construimos la sociedad y, con nuestra falta de ética, nos dañamos a nosotros mismos y perjudicamos a la socie­dad. Por tanto, nos encontramos quizás ante el más útil de los conocimientos humanos, ante el más necesario: porque nos permite vivir como seres humanos. Por eso Sócrates afirmó que la Ética es "la ciencia de las ciencias".

3. División de opiniones

La ética busca el bien. Aunque la palabra "bien" no significa lo mismo para todos, todos tendemos y aspiramos por encima de todo al bien. Por eso debemos preguntamos qué es lo que hace que las cosas, las acciones y la vida sean buenas: es decir, en qué consiste el bien.

Las respuestas son múltiples. Desde los tiempos de la Grecia clásica se ha dicho que el bien es el placer, y el placer la ausencia de dolor físico y de perturbación anímica. Pero también la Grecia clásica reconoció que las cosas 110 son tan sencillas: muchas acciones y conductas profundamente buenas no están libres de dolores ni de sorpresas y desasosiegos. Piénsese, por ejemplo, en el esfuerzo por superar con buenas calificaciones un curso escolar, en la paciente tarea de educar a los hijos, en el camino hasta llegar a ser un buen profesional, en el trabajador que se gana la vida en un barco o en una mina, y en tantos otros trabajos. ¿Acaso las llamas son un placer para el bombero? ¿No es un bien su trabajo aunque no sea placentero? El bien se puede definir como lo que conviene a una cosa, lo que la perfecciona, lo que se adaptada al fin de un ser. Como es lógico, no todo lo que perfecciona a uno perfecciona a otros (comer hierba perfecciona a la vaca, pero no al hombre), aunque esto no significa que el bien sea siempre subjetivo: la necesidad del aire que respiramos o del agua que bebemos no es un capricho, es una verdad independiente de nuestra opinión subjetiva. De modo similar, valores objetivos como la paz o la justicia seguirán siendo valiosos para todos aunque algunos pretendan negarlos.

4. Superación del relativismo

Aceptamos en teoría la universalidad de ciertos bienes. Sin embargo, cuando se quiere hablar del bien, de lo bueno, surge siempre, como hemos visto, cierta división de opiniones. Y surge también, contra la unanimidad, la discrepancia del relativismo al afirmar que no hay bienes objetivos, ya que existen culturas que tienen o han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavi­tud, la poligamia, etc. El relativismo representa la objeción a la búsqueda racional del contenido objetivo, que no subjetivo, de la palabra "bueno".

Pero esta objeción parece ignorar que la discusión sobre la vali­dez general del bien comenzó, precisamente, con el descubrimiento de estos hechos. Los griegos del siglo V antes de Cristo ya empeza­ron a juzgar admirables o terribles las costumbres de los pueblos vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la que cotejar las distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la llamaron fisis, que signi­fica "naturaleza". Siguiendo el criterio de lo natural, encontraron, por ejemplo, que la costumbre de las jóvenes escitas que se corta­ban un pecho resultaba peor que su contraria.

Pero lo interesante es que ya buscaron una medida universal- mente válida del buen o mal comportamiento. Pues bien: en todas las culturas existen deberes y derechos entre padres e hijos, se valo­ra la gratitud, la lealtad a la palabra dada, la compasión con el débil, la superioridad del perdón frente a la venganza, se desprecia la mentira, se defiende la vida, se aprecia el valor en el combate, la entereza de ánimo ante la adversidad, la imparcialidad del juez, etc.

Sin embargo, el relativismo condena como represiva toda norma moral, y exige que cada uno intente ser feliz como le parezca. Pero no es tan sencillo, pues la vida humana no se vive espontáneamen­te.

Además, la regla del propio gusto entra siempre en conflicto con los gustos de los demás porque como dice el refrán, "en yendo contra mi gusto / nada me parece justo". Si cada uno va a lo suyo,

Nunca se podrán superar los conflictos de intereses. Por fortuna, a diario se solucionan innumerables conflictos grandes y pequeños, y ello sólo sucede cuando los interlocutores están dispuestos a ceder y rectificar sus personales puntos de vista.

El filósofo Robert Spaemann, en un programa de la radio ale­mana, explicaba admirablemente la forma más sencilla de superar el relativismo. Si, por ejemplo, colisionan los derechos de fumado­res y no fumadores que están en una misma habitación, y el con­flicto se resuelve a favor de los no fumadores, eso no ocurre porque éstos sean mejores personas, sino porque la salud que invocan tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se somete a este juicio, aun cuando le desagrade, por la sencilla razón de que comprende que es así. Quien está dispuesto a aceptar esa manera de entender el valor que se opone a su inmediata satisfacción, es capaz de lo que se llama una acción ética.

5. Relativo no significa subjetivo

El mundo es una compleja red de conexiones entre hechos, objetos y personas que se relacionan en el espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es relativo: relativo a un antes, a un después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos, dentro, fuera. Relativo, sobre todo, al encadenamiento de causas y efectos que todo lo ata.

Pero relativo y relativismo no significan lo mismo. Más bien son conceptos opuestos, porque lo relativo también es objetivo: tú eres objetivamente un muchacho (o una chica) de quince años, pero también eres objetivamente un alumno de tus profesores, hijo de tus padres, amigo de tus amigos, nieto de tus abuelos, seguidor de un club deportivo, practicante de una determinada modalidad deportiva, amante de una música concreta, con los que estableces y te unen una serie de relaciones. Y cada cual te debe tratar como lo que objetiva y relativamente eres: el profesor no puede tratarte como si fueras su hijo, tus padres no pueden tratarte como si fueras su alumno, tu amigo no puede tratarte como si fueras su abuelo... El relativismo, por el contrario, tiende a identificar la realidad con el deseo; lo objetivo con "lo que a uno quisiera que fuese". Tiende a sustituir el parentesco real por un parentesco de conveniencia: "Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa", decía don Quijote.

Todo es relativo porque todo está relacionado; y al mismo tiem­po todo es objetivo en cuanto que es real, no subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una cultura, a una

función, a una talla, a un sexo: kimono, chilaba, túnica, toga, taparrabos, pan­talones vaqueros, frac. Pero en todos esos vestidos hay algo no relativo: el respeto a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos piernas y dos brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser diferentes, pero nin­guno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar.

La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, siendo unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso porque pretende que cada quien actúe según sus motivos y niega cualquier jerarquía real de valores. Abre así la puerta del "todo sirve". Con esa lógica, el drogadicto al que se le pregunta "¿por qué te drogas?" siempre puede responder "¿y por qué no?" Entendido como concepción subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética. Si se quiere "medir" las con­ductas, necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 ó 920, entonces el kilómetro no es nada. Si la ética ha de ser criterio para distinguir entre el bien y el mal, entonces dicho criterio ha de tener una aplicación universal.