09. El Contrato Social. Libro I, capítulos 6 y 7

Capítulo 6

Del pacto social

Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino sólo unir y dirigir las que existen, no han tenido para conservarse otro medio que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida’ a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:

“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental, al cual da solución el contrato social.

Por tanto, si se aparta del pacto social lo que no pertenece a su esencia, encontramos con que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo.

En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma de este modo por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad[1] y toma ahora el de República o de cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado, cuando es pasivo, Soberano, cuando es activo, Poder, al compararlo con otros semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y en particular se llaman Ciudadanos, en cuanto son partícipes en la autoridad soberana, y Súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean en su total precisión.

Capítulo 7

Del soberano

Por esta fórmula se ve que el acto de asociación entraña un compromiso recíproco de lo público con los particulares, y que cada individuo, contratante por de así decirlo consigo mismo, se halla comprometido en un doble aspecto; a saber, como miembro del Soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al Soberano. Pero aquí no se puede aplicar la máxima del derecho civil de que nadie está obligado a cumplir los compromisos contraídos consigo mismo; porque hay mucha diferencia entre obligarse para consigo mismo o con un todo de que se forma parte.

Hay que señalar también, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos respecto al soberano, a causa de los dos diferentes aspectos bajo los que cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al Soberano para consigo mismo, y que por consiguiente, va contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no puede infringir. Al no poder considerarse más que bajo un solo y mismo aspecto, se halla entonces en el caso de un particular que contrata consigo mismo: de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo cual no significa que este cuerpo no pueda comprometerse perfectamente respecto a otro en cuanto no se oponga a dicho contrato; porque respecto al extranjero se vuelve a ser un simple, un individuo.

Pero al no extraer su ser sino de la santidad del contrato, el cuerpo político o el soberano no puede obligarse nunca ni siquiera respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como enajenar alguna porción de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto porque el que existe sería aniquilarse, y lo que no es, nada produce.

Tan pronto como esta multitud se encuentra así reunida en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo; aún menos ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan de ello. Así el deber y el interés obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que dependan de él.

Ahora bien, al no estar formado el soberano más que por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y luego veremos que no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, por el solo hecho de serlo, es siempre todo lo que debe ser.

Pero no ocurre lo propio con los súbditos para con el soberano, el cual, pese al interés común, nada respondería de los compromisos de aquellos si no encontrara medios de asegurarse de su fidelidad.

En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o diferente de la voluntad general que tiene como ciudadano. Su interés particular puede hablarle de forma muy distinta que el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente puede hacerle considerar lo que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y mirando a la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, puesto que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer cumplir los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

A fin, pues de que este pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente el compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le obligará a ser libre, porque esa es la condición, que dando cada ciudadano a la patria le garantiza de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y la única que hace legítimos los compromisos civiles, que sin eso serían absurdos y tiránicos y estarían sometidos a los abusos más enormes.

[1] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente: la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses. aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás. Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos porque no tienen una verdadera idea de él como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el delito de lesa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d’Aumbert no se ha equivocado. y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve las cuatro clases de hombres -hasta cinco contando a los extranjeros- que se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano. (Nota de Rousseau).