EL ESCÁNDALO DEL MAL (Paul Ricoeur)

Fecha de publicación: 07-jul-2010 14:15:14

Quiero decir lo igualmente agradecido y conmovido que me siento de que se me acoja en esta comunidad, que es un resumen de la casa de mis antepasados. Y también de tener que hablar aquí en honor de Emmanuel Lévinas, colega mío, amigo mío y maestro nuestro[*].

El tema que se nos ha propuesto compartir desafía las certezas, los dog­matismos, y nos lleva a entrelazar nuestros desconciertos. Por eso en mi exposición no se encontrará sin duda el sello de una tradición establecida. Pues, si bien tenemos algunas tradiciones bien constituidas en lo que con­cierne al mal moral, al pecado, no las tenemos en absoluto en lo que res­pecta al mal padecido, al sufrimiento, o, dicho de otro modo, a la figura del hombre víctima, más que a la del hombre pecador. El hombre pecador da mucho que hablar; el hombre víctima, mucho que callar.

Querría primero determinar aquello que constituye verdaderamente un escándalo para el pensamiento y un desafío para la fe, es decir, precisa­mente ese mal que no se deja encerrar en el mal moral.

Mal moral y mal físico

Pienso, en efecto, que hay que empezar por restituir al mal físico su carácter peculiar, por separarlo de esa ganga que se llama mal en general. Que hay que luchar, por tanto, contra la tendencia a colocar bajo una mis­ma rúbrica «mal moral» y «mal físico», sin perjuicio de reflexionar ulteriormente sobre las fuerzas que impulsan siempre a reconstituir esa nebu­losa del mal.

Del lado del mal moral, las condiciones nos son bien conocidas. Pri­mero, un agente susceptible de ser tenido por responsable: es el elemento de imputación; luego, una violación de un código ético aceptado por la comu­nidad: es el elemento de acusación; y, por fin, la aplicación de una censura: es el elemento de castigo, que —no lo olvidemos— consiste ya en hacer sufrir. Del lado del mal físico, las condiciones son otras. Frente a la impu­tación, el padecer; frente a la acusación y al acusador, la víctima y su ver­dugo; frente a la censura y al castigo, la queja y el lamento. Entonces ¿por qué esa confusión entre las dos experiencias, si son tan diferentes? ¿Es sim­plemente una flaqueza de nuestro lenguaje? Por una parte, sin duda (y hago aquí alusión para los filósofos al expediente adoptado por Kant, al principio de su Ensayo sobre el Mal Radical, de distinguir entre das Böse y das Übel). Pero, aparte de que Kant habla mucho de das Böse y nada de das Übel, queda por explicar por qué los dos términos son tan difíciles de dis­tinguir. ¿Es porque las dos experiencias están extraordinariamente enreda­das? Tampoco esto es dudoso. En efecto, en la medida en que el hombre hace padecer al hombre, el sufrir nace de un cierto modo del obrar; la mal­dad, la violencia, producen el sufrimiento. Y, además, el sufrir —como la misma palabra pena indica— resulta «legítimamente» —o así por lo menos lo creen los hombres— de la acción. Al menos por estas dos razo­nes las dos formas del mal están tan estrechamente mezcladas que uno puede preguntarse qué parte tendría verdaderamente el mal físico si se lle­gase a eliminar el increíble cúmulo de sufrimiento que los hombres infli­gen a los hombres. Pero pienso que es necesario indagar más hondamente la razón de esta perpetua reconstitución de la unidad del mal. Todo sucede como si fueran las mismas fuerzas demoníacas las que a la vez engendra­ran el hacer el mal y el padecer el mal, como si el mal fuera un misterio, una especie de Urgrund del que no se viese aflorar más que dos fragmentos separados, el obrar mal y el sufrir.

Es esta última sugestión la que me pone en camino de la reflexión que aquí ofrezco. Y ¿qué se comporta, entonces, como custodio de la confusión entre las dos figuras del mal? En mi opinión, es el mito. Es la resistencia del mito en nosotros la que hace que tengamos tanta dificultad en disociar el mal físico del mal moral. Si insisto tanto en este punto es porque la Biblia me parece orientarnos en la dirección contraria a la del mito. Por mito entiendo, claro está, un modo de pensamiento más fundamental que el folklore o la leyenda, a saber, los grandes relatos fundacionales que, en relación con el problema del mal, presentan el triple carácter siguiente. En primer lugar, dicen cómo han empezado todas las cosas —e insisto en la palabra todas; el mito atañe así de modo indiferencia do al ethos y al cos­mos', así ocurre, por ejemplo, en los mitos babilónicos, que cuentan en un relato único y comprensivo el nacimiento del mundo y, al mismo tiempo, el de la miserable condición del hombre. En segundo lugar, el mito, así como no distingue entre el ethos y el cosmos, no distingue tampoco entre el bien y el mal. La fuente de todas las cosas se sitúa, por su parte, más allá del bien y del mal. Pero sobre todo —e insisto en este tercer rasgo del mito, con el que el pensamiento bíblico se encuentra en permanente debate— el mito obliga, ante cualquier problema, a pensar en términos de origen: del origen de todas las cosas, del origen del bien y del mal, como acabamos de decir. Lo propio del mito es, por tanto, el llevarnos hacia atrás, cuando nuestro problema frente al mal es, si así puedo decirlo, el pensar hacia adelante, hacia el futuro. Volveré luego a este punto. Querría antes insistir en la fuerza y el prestigio de un pensamiento que tira de esta manera para atrás hacia el origen, con el fin de evaluar bien así el precio que hay que pagar por un pensamiento que renuncie a la cuestión del origen.

El mito como respuesta

En efecto, la fuerza del mito, en oposición a su apariencia irracional, está en parecer explicar; y así parece responder a la queja cuando ésta se erige en interrogación enderezada a los dioses. ¿Por qué el mal? ¿Por qué tanto mal? ¿Por qué yo? ¿Por qué mis hijos? ¿Por qué los niños? (En el pen­samiento hindú la muerte de los niños es como el resumen de todas las figuras del mal, la piedra de toque del mal). En suma, en cierta manera, el mito responde. Si uno se entrega —como hice yo con miras a un artículo para la Enciclopedia de la Religión de Mircea Eliade— a una investigación de género comparativo, el mito aparece como un fabuloso laboratorio de respuestas y explicaciones. No hay hipótesis que no haya sido ensayada —desde las más profundas a las más descabelladas— para explicar el ori­gen del mal. El mito, considerado como estructura de pensamiento, parece, así, caracterizado por su pretensión de saciar la inquisición del «porqué». De ahí viene su persistencia, mucho más allá de aquello que ha dado en llamarse el pensamiento primitivo. La explicación mítica se abre camino, a través de nuestra cultura occidental, principalmente por el canal de la gnosis, que ha influido en varias culturas durante siglos. Recuérdese la cuestión de los maniqueos: unde malum? —¿de dónde viene el mal?— a la que San Agustín se esfuerza por responder. Y sigue siendo esta insistente cuestión del origen la que domina las teodiceas racionales de Leibniz e incluso de Hegel: piénsese a este respecto en el tema hegeliano de la «astu­cia de la razón», de la que Leopold von Ranke decía que era «indigna de Dios e indigna del hombre». La cuestión del origen se insinúa hasta en un pensamiento que es sin embargo hostil a toda teodicea racional, como lo es el de Karl Barth, que fue maestro mío y lo es todavía en muchos aspec­tos. Para el gran teólogo protestante el mal es esa «nada» (das Nichtige) que no es obra de Dios, en el sentido de que Dios lo hace todo bueno, pero que supone sin embargo lo que Barth llama «la mano izquierda» de Dios, toda cuya realidad consiste en no haber sido querido por Dios, pero en existir por el mero hecho de no haber sido querido. Bajo esa extraña metáfora de «la mano izquierda» de Dios, ¿no es la fuerza del mito la que se deja sentir en ese incesante retorno a la cuestión de «¿cómo ha empezado eso?».

Decía antes que el pensamiento hebraico, al menos en su línea princi­pal, resiste con todas sus fuerzas a esta inclinación del pensamiento hacia el origen; con todo, no escapa a ésta, al ser tan grande la fuerza de persua­sión del mito; incluso si la subvierte del modo que mostraré más adelante, recompone a su manera la seducción de aquella bajo la forma del tema de la retribución. En efecto, la retribución es, a su modo, una teodicea: si padecéis es porque habéis pecado. Aquí tenemos el núcleo de lo que Hegel, oponiéndose a Kant, llamaba la visión moral del mundo. Ahora bien, es verdad que es esta visión moral del mundo la que rige una buena parte de las imprecaciones proféticas y, en lo esencial, la historiografía deuteronómica. Es precisamente la crisis de la idea de retribución la que está en el centro del Libro de Job. Este puede compararse con una experiencia de pensamiento que adopta como hipótesis el plus de un sufrimiento absolu­tamente injusto. La tesis de la retribución se ve quebrada por esta hipótesis misma. La sabiduría marca aquí la conclusión de una línea de pensamien­to inversa a la del mito, en la medida en que el tema de la retribución resta­blece la estructura de pensamiento del mito dentro de una concepción de la historia y del mundo radicalmente opuesta al mito. Lo que aflora con la sabiduría es el tema de una impugnación por ambas partes, mediante la que el hombre le lleva a Dios a juicio, así como Dios hace el incesante pro­ceso del hombre. Arruinando así la tesis de la retribución, la sabiduría pone al descubierto el escándalo del mal: la víctima no quiere ser consola­da, al menos en el sentido del pensamiento mítico.

Más allá de la retribución

La cuestión que el pensamiento hebraico me parece plantear es, enton­ces, ésta: ¿cómo pensar contra el mito y más allá de la retribución? Esta cuestión me sugiere tres temas de reflexión.

Primer tema: ¿qué precio hay que pagar por un pensamiento que renuncia a la cuestión del «porqué»? El principio de la respuesta me pare­ce ser éste: para un pensamiento así, el mal es una categoría de la acción y no de la teoría. El mal es aquello contra lo que se lucha cuando se ha renunciado a explicarlo. Pero hay que confesar que el precio que pagar es más elevado de lo que se suponía: el mal se vuelve a encontrar como un dato inexplicable, como un hecho bruto; aludo aquí a un tema antiguo de Emmanuel Lévinas, desarrollado al principio de El Tiempo y el Otro (cua­tro conferencias pronunciadas en el Collége Philosophique de Jean Wahl en 1947); ese tema es el del existir sin el existente, si llamamos existente a ese ser que surge y transforma el puro hecho de existir en acto libre y voluntario; el existir sin el existente es el «hay» bruto. ¿No es ésta la figura misma del mal? Hay el mal. Mas no sé decir por qué. Semejante confesión de ignorancia me parece que tiene un valor liberador considerable. Y aquí menciono el penetrante librito del rabino Kuschner When bad things happen to good people. A las personas que sufren y se hallan tan dispuestas a acusarse de alguna falta desconocida, el verdadero pastor de almas les dirá: Dios desde luego no ha querido eso; no sé por qué; no sé por qué...

Esta ignorancia del origen me parece que tiene un sólido fundamento bíblico. Dejemos de lado provisionalmente los once primeros capítulos del Génesis. El estilo general de la Biblia me parece que está determinado por la estructura hondamente conflictiva entre el obrar divino y el obrar humano, cual si la Biblia ignorase todo estado de cosas diferente de aquel en que el obrar halla una resistencia ya ahí. Esta estructura conflictiva me parece que rige para todos los «géneros» literarios entrelazados en la Biblia. Así, en el plano prescriptivo, tenemos el mandamiento de «no matarás». La presuposición del mandamiento es ésta: hay ya asesinato. Cosa que el «género» narrativo confirma. En lo esencial, la historia se desa­rrolla como una historia de sangre y de lágrimas; el fratricidio aparece como algo primitivo; en cierto modo, el primer mal es el asesinato de Abel por Caín. A todo lo largo de los relatos bíblicos la relación entre hermanos revela que es asesina. A este respecto, el exégeta judío americano Robert Alter me parece haber dado en el clavo en su libro The Art of Biblical Narrative. La fuente misma del relato, dice, es una suerte de distensión del tiem­po, creada por una especie de separación que siempre renace entre el de­signio de Dios y la obstinación humana; no hay historia en la Biblia que no aborde algo así como la inevitabilidad de un designio (recuerdo la dis­tinción que hace Isaiah Berlin entre lo inevitable y lo necesario) y lo que R. Alter acaba de llamar la obstinación humana. Esta separación, presupues­ta siempre, hace que el mal esté siempre ya ahí.

De la queja a la alabanza

El «género» profético no contradice esta estructura narrativa: la pala­bra profética es por depronto un «hablarás contra...». El consuelo viene después. En cuanto al himno, que atraviesa toda la Biblia pero se concen­tra en el Salmo, se edifica sobre la polaridad de base entre la queja y la ala­banza. Es verdad que el movimiento va de la queja a la alabanza —ven­dremos a esto después—, mas la queja esta ya ahí, como estructurando el discurso a título primitivo, sin poder ser jamás eliminada. Se objetará a todo esto que la Biblia incluye un mito de creación. Esto es verdad. Pero los relatos bíblicos de creación difieren fundamentalmente de los mitos de los que se toman en que constituyen el grandioso prólogo de un drama esencialmente vuelto hacia el futuro y, más precisamente, a la elección de Abrahán en Génesis 12. En este sentido anuncian la posibilidad de una humanidad que se encuentra ella misma desde el origen confrontada con el mal. Por lo demás, puede uno preguntarse —pero no sé si Emmanuel Lévinas me seguirá en este punto— si la alusión al tohu wa bohu no significa que, bajo la figura del caos original, el mal está siempre ya ahí, como aque­llo con lo que combate un acto de creación que es el principio de un acto de redención.

Recientemente he encontrado una confirmación de estas opiniones en el libro totalmente extraordinario de Northrop Frye The Great Code. North­rop Frye no es un exégeta, sino un crítico literario que ofrece a sus estu­diantes de inglés su propia inteligencia de la Biblia para una mejor com­prensión de la literatura inglesa misma, que, como es sabido, se halla impregnada de pensamiento bíblico. Pues bien, El Gran Código —expre­sión tomada de William Blake— estriba en la bipolaridad fundamental de todo el simbolismo bíblico. No cesan de oponerse figuras negativas a figu­ras positivas, aquellas organizadas en una progresión ascendente desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Esas figuras negativas son el caos, la serpien­te, la cautividad de Egipto, el medio marino con su fundamental hostilidad y sus monstruos, la deportación, el servidor sufriente, la cruz de Cristo, las figuras demoníacas de la historia (Edom, Roma, etc.). Northrop Frye ve la Biblia, tal como está organizada en el Canon primero judío y luego cristia­no, como recorrida por un vasto movimiento ascendente que presenta altos y bajos, en una serie de figuras en U en que las crestas positivas res­ponden a las crestas negativas cuya breve enumeración acabamos de hacer. De este modo, para una lectura atenta al simbolismo básico de la Biblia y al vínculo tipológico que une a las figuras entre sí, la bipolaridad figurativa, si cabe expresarse así, es el presupuesto mismo del discurso bíblico. Pero, en esta estructura bipolar, el mal es siempre lo que es dejado atrás por el movimiento fundamental que lleva hacia adelante el movimien­to de las figuras, —movimiento polarizado por la figura del Mesías.

«A pesar de...»

Segundo tema de reflexión: ¿qué es, pues, pensar hacia adelante, hacia el futuro, a costa de un silencio acerca del atrás, acerca del origen? Es, en primer lugar, como se ha sugerido más arriba, mantener el mal en la di­mensión práctica. El mal —una vez más— es aquello contra lo que lucha­mos; en este sentido, no tenemos más relación con él que esta relación de «contra». El mal es lo que es y no debería ser, pero de lo que no podemos decir por qué es. Es el no deber ser. Y diría aún esto: el mal es la categoría de lo a pesar de... Este es precisamente el riesgo de la fe: creer a pesar de...; y encuentro en Tillich, teólogo protestante a quien admiro mucho, el recono­cimiento expreso de esta categoría del «a pesar de...». En esto el teólogo da cuenta exactamente de la experiencia auténtica de los creyentes corrientes: ninguno de nosotros diría —me parece— que cree en Dios —si se encuen­tra en ese caso— para explicar el mal. Si nos interrogamos unos a otros, confesaremos sin duda que es siempre a pesar de... como creemos. (Conoz­co una pequeña comunidad cristiana que en su confesión de fe, de estruc­tura por otra parte trinitaria, comienza cada uno de sus artículos por: a pesar de esto, a pesar de aquello, creo en..., diciendo tres veces a pesar de). Mas ¿no es éste el movimiento que antes advertíamos en la Biblia, orienta­do del Génesis hacia el Apocalipsis? Ese movimiento ascendente ¿no se halla acompasado por una serie de «apesares» que ocupan el lugar de los «porqués»? Pero, sea lo que fuere de esta semejanza entre la estructura de la fe y la de la Escritura, yo diría que el que puede decir que cree a pesar de la objeción del mal encuentra en Dios la fuente de su indignación sin bus­car en él la satisfacción de su necesidad de explicar.

Tercer tema: ¿me atreveré a decir, para concluir, que más allá de ese «contra» y de ese «a pesar» que pueden aceptar las comunidades diversa­mente instruidas por la Biblia, se abre el espacio secreto de una sabiduría personal, de una sabiduría que no puede enseñarse a los demás sino a cos­ta de convertirse inmediatamente en una falsificación y en una mistifica­ción? No podemos decir nada a los demás sobre su sufrimiento. Pero, aca­so, una vez confrontado con el nuestro propio, podemos decir: así sea. Una vez más diré que esto no puede enseñarse, so pena de reconducir al otro a la autoacusación y a la autodestrucción. Me atrevo a sugerir que este movi­miento del pensamiento y del corazón es acaso el que realiza en su conclu­sión el Libro de Job. Pues, ¿de qué podría Job —considerado justo— arre­pentirse sino únicamente de haberse quejado? Entonces, mas sólo enton­ces, se comprende en qué sentido puede decirse de Job que ha llegado a amar a Dios «por nada», haciendo así perder al Satán del cuento popular su apuesta inicial... Amar a Dios por nada es salir por completo del ciclo de la retribución, del que el lamento queda todavía cautivo en tanto que me quejo de la injusticia de mi suerte. Puede ser que aquí esté la última respuesta al «problema» del mal: en llegar al extremo de la renuncia al deseo, al deseo mismo cuya lesión engendra la queja; la renuncia al deseo de ser recompensado por las propias virtudes; la renuncia al deseo de no ser alcanzado por el sufrimiento; la renuncia al componente infantil del deseo de inmortalidad, que haría aceptar la propia muerte como un aspec­to de esa cuota de lo negativo que Karl Barth llamaba das Nichtige. Y acaso ese horizonte de la sabiduría hace que vuelvan a cruzarse el Occidente judío y cristiano y el Oriente búdico en un punto situado muy lejos hacia adelante, en el común camino del dolor y del renunciamiento.

No querría, sin embargo, separar estas experiencias solitarias de sabi­duría de la lucha ética y política contra el mal, que puede reunir a todos los hombres de buena voluntad. En relación con esta lucha, la experiencia puramente personal de la renuncia se asemeja a esas acciones de resisten­cia no violenta que son anticipaciones, en forma de parábolas, de una con­dición humana en la que, suprimida la violencia, el enigma del verdadero sufrimiento se pondría sencillamente al descubierto.

Paul Ricoeur

(Universidad de París-Nanterre)

[*] Ponencia del autor en una mesa redonda organizada por «Les Nouveaux Cahiers» el 2 de febrero de 1986 en la Escuela Normal Israelita Oriental de París como homenaje a Emmanuel Lévinas.