4. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Todos solemos decir que somos personas y que, en consecuencia, no se nos debe tratar como cosas. Decimos de nosotros que somos personas y que, por ello, tenemos dignidad.

Pero, ¿realmente sabemos lo que queremos decir? ¿Sabemos lo que esto implica?

Esas son las grandes preguntas que nos van a guiar en lo que sigue.

1. El término “dignidad

Lo primero es clarificar el sentido de nuestra palabra. El término “dignidad” se utiliza para indicar que algo tiene valor en sí mismo. Ese valor es absoluto. Es decir, reviste de tal forma a su portador que lo configura como fin en sí mismo. Es fin y no medio. Por eso, la dignidad se reconoce pero no se utiliza. Lo digno es valioso-en-sí pero no valioso-para.

Pero la dignidad puede ser innata o adquirida. Así distinguimos:

1) Dignidad ontológica. Cuando nos referimos al “valor absoluto” que manifiestan ciertos seres por el mero hecho de ser.

2) Dignidad moral. Es el “valor absoluto” adquirido a través del ejercicio moral.

3) Dignidad real. El “valor absoluto” que otorgamos a quienes ocupan ciertos puestos de responsabilidad en la estructura social.

Desde esta distinción podemos establecer una serie de afirmaciones:

1. Hablar de Dignidad Humana es hacerlo de Dignidad ontológica. Es decir, si la vida humana es digna, lo es en razón de lo que es. Es por tanto innata, no adquirida.

2. No debemos confundir Dignidad ontológica con Dignidad moral. La primera es la condición de posibilidad de la segunda. Además, la Dignidad moral no añade nada a nuestro valor absoluto sino a nuestra calidad moral. Nosotros podemos ser mejores o peores personas pero no más o menos personas que cualquier otro ser humano. En consecuencia, el mayor asesino del mundo es tan persona como el mayor santo. “Es mejor ser –como dice el viejo adagio- un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”. Pero ambos tipos morales (Sócrates y el cerdo satisfecho) son igualmente personas.

3. Tampoco debemos incurrir en el error de confundir Dignidad ontológica con Dignidad real. Yo no me hago persona por el trato que me otorgan los demás en razón del puesto que ocupo en el organismo social. La persona nace, no se hace. Afirmar que Dignidad real es sinónimo de Dignidad humana, como hace por ejemplo Peter Singer y la Bioética Utilitarista es una petición de principio porque si la condición de persona es algo que se otorga quien lo otorgue tiene que considerarse a sí mismo persona. Pero, ¿en función de qué? ¿De su pertenencia al cuerpo social que le reconoce como tal? ¿Qué es antes, entonces?

2. La Dignidad de la Vida Humana como dato presente en nuestra conciencia (psicológica y moral)

¿Tenemos algún dato que nos lleve a afirmar que nuestra dignidad es ontológica, es decir, que por el mero hecho de ser miembros de la especie humana tenemos valor absoluto, somos fines y no medios?

Quizás el primer dato que se nos muestre esté en nuestra propia conciencia psicológica. El ser humano es un ser autoconsciente. Se sabe a sí mismo. ¿Y qué sabe de sí?

Desde luego que es un ser vivo. Pero no estoy hablando de mera biología. Esa es una de las grandes mentiras a las que el cientificismo imperante nos ha condenado tras la aceptación de la maldita “reducción galileana”. Galileo redujo todo a lo puramente matematizable, medible, cuantificable. Y, desde ahí, la Modernidad cayó en el craso error de matematizar todo, hasta la vida. ¿Qué es un sistema vivo? Un sistema autorregulado, homeostático. ¿Y cómo saber del equilibrio del sistema? Mediante análisis de las proporciones de las sustancias que debe tener en su sangre. Y, ¿qué es tal análisis sino un mero proceso matemático?

Y yo pregunto, ¿es eso lo que se nos da en nuestra autoconciencia? Parece que no. Nos percibimos a nosotros mismos como Vivientes. Como seres que tenemos Vida –no sólo biológica- sino una Vida peculiar que se nos muestra como única, irrepetible e insustituible. Todos nos sabemos así. Todos sabemos que nuestra Vida es vida no sólo biológica sino biográfica, personal, vida personal.

Además, si atendemos a nuestra conciencia moral –que se nos da por más que intentemos negarla-, podemos encontrar algún que otro dato más acerca de la naturaleza de nuestro ser personal:

a. Imaginemos que hay un atentado. A consecuencia de ello se desencadena una revuelta popular que, presumiblemente, traerá como consecuencia algún que otro muerto. La forma de evitarla sería atrapar al terrorista lo antes posible. El problema es que no sabemos quien ha sido. ¿Sería moralmente lícito buscar un “chivo expiatorio” a quien cargarle el atentado? ¿Conviene que un inocente muera para evitar un desastre mayor? ¿Deberíamos actuar así? Nuestra conciencia responde que podríamos hacerlo pero que no es moralmente aceptable.

¿Qué es lo que se nos muestra aquí? No otra cosa que no es moralmente aceptable porque las personas son fines en sí mismos y nunca meros medios instrumentales. Es decir, una persona no es una cosa. (Exactamente lo mismo que se nos da cuando analizamos el caso de la prostitución. La prostituta se degrada a sí misma porque acepta ser reducida a mero medio a cambio de una gratificación económica). Recordemos: lo que se nos da con claridad meridiana es que persona y cosa no son comparables. Entre ambos hay un salto cualitativo.

b. Pero, además, el caso del chivo expiatorio nos presenta algo más. Las personas somos totalidades, macrocosmos, no meros casos de una especie ni tampoco partes de un todo. Existimos en razón de nosotros mismos y no en razón de una totalidad superior llamada especie humana, sociedad o cosmos. Cualquier intento de utilizar a una persona, aunque sólo sea una, en favor de la especie o del cuerpo social supone la negación de la persona y es un atentado contra la dignidad de toda persona.

Que cada persona es una unitotalidad y que, por tanto, el valor de cada una de ellas es inconmensurable (es decir, no valen más las vidas de dos personas que la de una, ni de la de tres, ni la de un millón...) es algo que defendieron nítidamente los primeros pensadores cristianos frente al pensamiento griego que sostenía que cada miembro de la especie humana es parte de un orden mayor, el del Cosmos.

Por eso escribía Gregorio de Nisa: “ (Algunos) filósofos han imaginado cosas miserables e indignas de la magnificencia del hombre en un intento de ennoblecer el momento humano; en efecto, han dicho que el hombre es un microcosmos compuesto de los mismos elementos del todo y con este esplendor del nombre han querido hacer el elogio de la naturaleza, olvidando que de este modo otorgaban al hombre características semejantes a las del mosquito y el ratón (…) ¿Qué grandeza tiene, pues, el hombre, si lo consideramos imagen y semejanza del cosmos?”[1].

Otro capadocio, Gregorio Nacianceno, responde a la pregunta: “El hombre fue creado como un segundo mundo, un mundo grande en uno pequeño”[2].

Pero hacer esta afirmación –que la persona es incomunicable, en terminología filosófica- no supone negar la realidad relacional del ser humano. No se puede hablar de persona, sino de personas. Toda persona se nos da referida hacia otra pero no como medio, sino como fin. De ahí que la relación amorosa sea el paradigma de toda relación auténticamente personal.

c. Nuestro “chivo expiatorio” nos muestra aún más: que cada persona pertenece a sí misma y no a ninguna otra o lo que es lo mismo “persona est sui iuris et non alterius iuris”. (La persona es sujeto de derechos y no objeto de los mismos. Tiene derechos en razón de sí y no en razón de otro).

3. La incomunicabilidad de la Persona Humana y su Dignidad

De todos los datos que hemos resaltado es urgente prestar atención al segundo de los dados a nuestra conciencia moral: las personas no existen como meros casos sustituibles de una especie ni como meras realizaciones de un tipo ideal sino en razón de sí mismos. Cada persona humana es incomunicable.

Es el ser humano un ser curioso. Las cosas pertenecen a una especie siendo meros casos de un conjunto. Casos plenamente repetibles y, por ello, sustituibles. Así, podríamos decir de las cosas que son individuos, meros casos de una especie. (Una cosa es indivisa en razón de que es mera parte de un todo).

Los animales añaden algo más sobre las cosas. Un animal pertenece a su especie a través de una relación genealógica. Para pertenecer a la especie los animales tienen que proceder unos de otros. Hay aquí una cierta diferencia entre cada uno de los especímenes, la diferencia está en que procede de éste y aquél animal y no de otro. Pero esa diferencia se nos da como externa, como extraña al espécimen mismo, no como absolutamente propia de él. (Un animal es indiviso en razón de que procede de otros que a su vez proceden de otros pero en último extremo está remitido a la especie, por eso es un espécimen).

Sin embargo, en la persona humana hay algo más. No aparecemos como individuos ni tampoco como especímenes, aunque con estos últimos tengamos más que ver. Sólo puedo pertenecer a la especie humana siendo yo. Un yo único, irrepetible e insustituible con nombre y apellidos, con rostro concreto. Un yo que aporta una novedad irrepetible a la propia especie. Novedad que, en su unicidad y mismidad irrepetible es un todo absoluto, plenamente indivisible, incomunicable e inefable que en cuanto macrocosmos viviente es apertura hacia los otros macrocosmos que le rodean, igualmente mismos, indivisos e incomunicables pero, del mismo modo, absolutamente trascendentes. Es, por tanto, esa incomunicabilidad que se expresa como absoluta-pertenencia-a-sí-mismo la que funda la especie. Es, por tanto, al revés del mundo de las cosas y del mundo animal donde la especie se funda desde arriba (o bien desde la realización de la esencia común o bien desde la procedencia genealógica). Aquí no. Es la propia incomunicabilidad personal la que fundamenta la especie. Siendo yo y en mi apertura constitutiva a los otros yoes es como soy miembro de la especie humana. Apertura constitutiva que se debería manifestar no en la mera reunión de individuos (comunidad) sino en la comunión entre los seres humanos. Es pues, la especie humana una especie cuya máxima expresión específica es –y debería ser- la comunión que da un sentido nuevo a las relaciones genealógicas que también se dan en el ser humano y que no son relaciones de progenie sino de maternidad y paternidad. Siendo así que podríamos afirmar sin lugar a dudas, como bien hace Spaemann, que para la condición personal “sólo puede y debe haber un criterio: la pertenencia biológica a la especie humana”. (Criterio biológico, que no biologista. Criterio biológico que supera la reducción galileana porque debe ser comprendido desde todo lo dicho hasta aquí).

Se nos da aquí, en la incomunicabilidad, la clara visión de lo que es la dignidad del ser humano. La persona en razón de lo que es nos muestra como esencial a sí su valor absoluto. Es pues, su dignidad, dignidad ontológica y no real. Por eso, toda vida humana es digna, porque toda ella es vida personal. Es decir, no puede haber vida humana sin vida personal. En consecuencia, toda vida humana es digna desde el momento de su aparición hasta el de su muerte porque toda ella es personal siempre.

4. Conclusión

Después de nuestro recorrido debemos ya concluir: Somos personas, no nos hacemos personas. Somos seres únicos, irrepetibles, insustituibles o unitotalidades o macrocosmos o seres incomunicables o inefables que estamos siempre referidos hacia los otros como personas. Y en eso que mostramos, porque lo somos, brilla nuestro valor absoluto, nuestra dignidad. Y fulgura ahí desde el momento de nuestra concepción y hasta el momento de nuestra muerte. Y he ahí que, en consecuencia, reconocer a un individuo como caso biológico de la especie humana no es reconocerlo como mero espécimen, sino como persona.

Es nuestra misión recordar, por activa y por pasiva, como decía Séneca, que el hombre es un ser sagrado para el hombre[3]. Sagrado, en el que reside la dignidad, el valor absoluto de ser persona, portador de un rostro único, irrepetible e insustituible.

[1] GREGORIO DE NISA De hominis opificio, cap. 16 en Patrologia Graeca, 44, 180 A.

[2] GREGORIO NACIANCENO Oratio 38, 11 en Patrologia Graeca, 37, 324 A.

[3] “Homo, sacra res homini” SÉNECA. Cartas morales a Lucilio, Epístola XCV. Orbis. Barcelona, 1984, vol. 2, p. 97.