3. EL VALOR

1. El valor como dato originario de nuestra acción moral

El estudio del valor moral es importantísimo para la ética. Ya hemos dicho que nuestra voluntad busca el bien y que el bien moral se nos muestra como objetivo. Ese carácter objetivo se da a nuestra voluntad como importante y como importante en sí mismo.

En el lenguaje coloquial cuando captamos la importancia de algo decimos que es valioso. Por tanto, captar la importancia del bien moral es captar su valor.

En este sentido podríamos afirmar que el valor es un dato, el dato primario y originario con que nos presenta lo que nuestra acción moral busca, su objeto, su fin. Y también en este sentido podemos decir que el valor es el primer motivo de nuestra acción moral, es lo que lo mueve, decir que algo es deseable para nuestra voluntad implica inmediatamente un juicio en el que se justifica ese carácter de deseable, un juicio de valor, que nos hace captar la importancia de ese objeto que se nos presenta a la voluntad.

Así, si tuviéramos que dar una primera definición de valor tendríamos que decir que el valor moral es aquello que es captado como importante y que mueve a nuestra acción moral.

2. Las tres categorías de la “importancia”

Sin embargo, hay que precisar más esta definición y, por ello, tenemos que distinguir tres tipos de importancia:

a. Lo subjetivamente importante.

b. Lo importante en sí. (Lo objetivamente importante).

c. Lo importante en sí y para la persona. (El bien objetivo para la persona).

a. Lo subjetivamente importante es lo placentero o lo útil. Aquello que nos produce placer en razón de sí mismo o en razón de su utilidad. Ahí radica su importancia. Pero en el momento en que el placer decae o el objeto se convierte en inútil deja de ser importante.

Por ejemplo, un buen café será subjetivamente importante para mí en tanto que me gusta no así para otro al que el café le resulta desagradable. Y, además, será importante sólo en tanto en cuanto me apetece o me puede apetecer. Esto es, cuando quiero obtener el placer que me produce su agradable sabor.

b. Frente a lo subjetivamente importante se encuentra lo importante en sí. Si yo analizo la importancia de un acto de amor, como por ejemplo el sacrificio voluntario del Padre Maximiliano Kolbe al pedir ser sustituido por otro preso condenado a morir de hambre, me doy cuenta de que su importancia radica en sí mismo. No depende en absoluto del placer. Sin embargo ese acto es positivamente importante. Nosotros no lo valoramos con los calificativos agradable o desagradable, para este acto reservamos otros como bueno o valioso.

Así, el mismo lenguaje nos muestra la propia originalidad de este tipo de actos. Su impronta radica en la objetividad. Son así y no pueden ser de otro modo.

c. Nuestras dos distinciones anteriores quedarían incompletas si no distinguiéramos también lo importante en sí y para la persona.

Cuando, por ejemplo, un naufrago se salva de morir ahogado surge espontáneamente el agradecimiento. Si analizamos su agradecimiento, nos damos cuenta de que nos muestra algo distinto de lo subjetivamente importante y de lo importante en sí. Nuestro náufrago al agradecer descubre que él ha recibido un don particularmente importante: salvar la vida.

Y, desde luego, su experiencia de este don no es simplemente la alegría de salvar la vida (subjetivamente importante) ni el reconocimiento del valor de la vida en sí misma (objetivamente importante). Es algo distinto. Es la importancia que el valor de la vida en sí mismo tiene para él en ese momento. Es, por lo tanto, una profundización personal en el conocimiento objetivo del valor. Profundización que no hace relativo el valor sino que lo hace brillar en todo su objetivo esplendor. Es así, por ejemplo, lo que también acontece en el amor. Es claro que nosotros captamos el valor objetivo de una persona como algo importante en sí (objetivamente importante) pero cuando recibo la gracia de amar a esa persona accedo de manera única al brillo propio de su valor, a aquello que le hace único, irrepetible e insustituible.

Es por ello que hay que recordar que lo importante en sí y para la persona está enganchado a lo importante en sí mismo. Si no existiera esto último, no podría existir lo primero.

Ahora bien, ¿cómo discriminamos la moralidad de una acción? Parece claro que esa discriminación sólo es posible atendiendo a la segunda categoría de la importancia: lo importante en sí, lo objetivamente importante. (Ya que, en último término, no se puede alcanzar lo importante en sí y para la persona más que como una subcategoría de lo importante en sí).

Y esto es lo que en ética se denomina valor moral. Efectivamente, el valor moral (o el valor relevantemente moral) pertenece a aquello que hemos llamado lo importante en sí mismo.

Los actos que realizan los valores morales se llaman moralmente buenos o simplemente buenos, siempre y cuando no olvidemos que el término bien se utiliza aquí en sentido moral. El bien moral, por tanto, es la realización, la concreción del valor moral o del valor que, aunque en principio no sea moral, puede adquirir relevancia moral. (Así, por ejemplo, el valor vital de la salud puede, en el caso de que uno sepa que con ciertas acciones atenta directamente contra él, puede adquirir relevancia moral. Entraríamos así en el complejo problema de las relaciones esenciales entre los valores que nosotros no podemos abordar aquí).

Ni que decir tiene, después de esta rápida consideración, que los valores morales se nos presentan como objetivos. Por tanto, los valores morales son independientes de los gustos propios o ajenos. Los valores morales simplemente son así y uno puede con su entendimiento conocerlos, con su voluntad realizarlos y con su corazón responder afectivamente a ellos.

En este sentido podríamos afirmar que el valor moral sobresale entre los valores porque da sentido a los actos humanos. Es decir, el valor moral nos habla de lo que debemos ser, de ese proyecto propio, contenido en nuestro ser personal, que debemos realizar para ser personas en plenitud. Es decir, no somos sólo miembros de una especie, la humana, sino personas singulares, únicas e irrepetibles con un proyecto singular, único e irrepetible que tenemos que realizar para poseernos totalmente, para sernos, para ser lo que realmente somos. Eso es lo que nos presenta el valor moral, nuestro deber-ser.

3. Características del valor moral

Intentemos caracterizar mejor el valor moral. Si atendemos a él, podremos observar, al menos, que nos presenta las siguientes notas:

a. Materia. Todo valor tiene un contenido. No es lo mismo un valor que otro: el valor de la fidelidad no es lo mismo que el valor de la honestidad. Sus contenidos son distintos. En ese sentido podríamos decir que los valores se diferencian unos de otros por su contenido. Todos son valores pero lo son de forma diversa.

b. Polaridad. Los valores siempre se nos presentan en pareja. Es decir, cuando conocemos un valor, al mismo tiempo conocemos su negación correspondiente, su disvalor. Es decir, cuando conozco qué es la lealtad, al mismo tiempo conozco lo que no es: la deslealtad. Y además, conozco que lo que debe ser realizado es el valor y lo que debe ser evitado es su disvalor correspondiente. Esto es muy importante, pues nos proporciona un conocimiento de lo que es bueno o malo sin tener necesidad de realizarlo. Es decir, yo puedo conocer que el asesinato es moralmente malo porque atenta contra el valor absoluto de la vida humana sin necesidad de cometer un asesinato, más aún, aun cuando nadie hubiera cometido un asesinato en la historia de la humanidad, yo, y todo hombre, podría conocer la maldad del asesinato.

c. Jerarquía. No todos los valores se me presentan como igualmente buenos o igualmente preferibles. Ellos mismos se me dan en una distinta altura y profundidad. Es decir, yo sé que no es lo mismo asesinar que mentir. El valor contra el que se atenta en un asesinato (el valor absoluto de la vida de la persona) es más alto que el valor contra el que se atenta en un acto de mentir (la veracidad). Evidentemente, ninguno de esos actos son moralmente buenos pero su maldad moral presenta una diferencia de grado porque el valor contra el que se atenta es distinto en altura y en profundidad.

Esto nos hace ver que los valores están ordenados, jerarquizados y que es importantísimo conocer adecuadamente el orden real de los valores, así como las relaciones esenciales entre ellos, ya que la calidad de la acción moral depende en cierto modo también del lugar que ocupe el valor que se realiza o no en la jerarquía. Esto es fundamental en la educación moral: no sólo hay que conocer qué es un valor y cuáles son los valores sino, además, la jerarquía de los valores y las relaciones esenciales que se dan entre ellos.

d. Objetividad. Los valores morales son el bien en sí. Se nos presentan a sí mismos revestidos del carácter de bien y por eso son deseables. Pero este carácter de bien no se lo otorgo yo, me lo dan ellos y me lo dan por encima de mis gustos y de mis preferencias. Se me dan como objetivamente preferibles, si no los prefiero sé que no estoy haciendo lo que debo y mi conciencia lo delata. En este sentido, los valores se manifiestan ante mi conciencia como buenos y por eso preferibles (deseables).

e. Dota de sentido a la acción moral y a la persona. Sobre esta característica que presenta el valor moral ya hemos incidido hasta la saciedad de una forma u otra. El valor moral otorga sentido a la acción moral. Hemos dicho que el fin de la voluntad, su objeto directo, es el bien. Y también hemos dicho que el bien no es más que la encarnación, la realización del valor moral. El bien supone que lo que debía ser (el valor) ya es. Por eso, sin valor, no habría acción moral. Pero si la persona es un sujeto moral, podemos afirmar que la persona para plenificarse necesita de la acción moral y del bien (del valor realizado). Por tanto, la vida del hombre, su naturaleza entendida como proyecto, no tendría sentido; sería un absurdo sin el valor. Por eso, afirmamos que el valor dota de sentido a la acción moral y a la persona.

f. Universalidad y Singularidad. Los valores morales se nos presentan al mismo tiempo dotados de universalidad y de singularidad. Son universales porque su llamada va dirigida a todos y singulares porque es oída de una forma peculiar por cada uno. Su llamada universal afecta a mi persona directamente, me dirigen una llamada a mí, en primera persona. Así, hay que resaltar la objetividad de los valores morales y, al mismo tiempo, que estos son personales. Los valores morales sólo pueden ser portados por personas y se nos dan, son dones, para nuestro desarrollo personal. Es decir, los valores morales no son abstracciones, son realidades universales que piden ser encarnados por personas concretas y de un modo singular.

g. Sólo se pueden realizar de forma desinteresada. Entramos en una de las grandes paradojas que presenta el valor moral. Los valores morales se nos dan para nuestro desarrollo como dones y hay que recibirlos como tales. Es decir, el valor moral tiene un carácter de regalo, de gratuidad, de gracia manifestando así su carácter de fin y no de medio. Y como tal fin hay que aceptarlo. No se le puede utilizar.

Me explico. Yo no puedo buscar el valor moral como medio para mi realización personal, sino que tengo que quererlo por él mismo, tengo que seguir su llamada libremente y sin esperar nada a cambio. La consecuencia de este desinterés es que el valor moral se realiza en mi acción y en mi persona. Realizo acciones moralmente buenas y alcanzo mérito moral, me hago moralmente bueno. Pero el valor moral sólo puede encarnarse en mis acciones y en mi persona desinteresadamente. Si lo busco interesadamente, no encarno realmente el valor ni en mi acción ni en mi vida. Es decir, mi acción en su vertiente objetiva podrá ser considerada como buena desde fuera, pero en su vertiente personal yo mismo seré consciente –aun cuando sea muy en el fondo de mi conciencia- de que mi acción no porta ese valor y, desde luego, no lo encarno en mi vida. Me convertiría en un fariseo moral. Bueno de cara a los demás, pero hediondo por dentro.

h. Obligatoriedad. Quizás esta sea la característica más relevante que muestran los valores morales. Se nos presentan como moralmente obligatorios, debidos. Es decir, no sólo nos piden ser realizados sino que su llamada es imperativa: “¡Debes hacerme real!”. “¡Tienes que encarnarme!”. “¡Realiza mi contenido!”.

Y desde luego esta llamada se percibe de forma clara. No hay quien intuya realmente un valor moral y no la perciba. Así, la obligatoriedad que muestra el valor moral nos introduce directamente en el estudio de una cuestión fundamental en ética: la obligación moral.

4. Aproximación al estudio de la obligación moral

Intentaremos caracterizar qué entendemos por obligación moral.

En primer lugar, tenemos que afirmar que la obligación moral no es coacción física. La coacción es sufrida pasivamente pero la obligación moral respeta mi libertad; es más, la supone: ata a mi libertad de elección sin imponerle una necesidad. Precisamente en esto reside su paradoja: se impone sin forzar.

También tenemos que afirmar que la obligación moral no se percibe viniendo del exterior, como algo que se le impone al sujeto moral desde fuera. La obligación moral proviene de la intimidad de la propia persona, está inscrita en ella, me afecta, me exige y lo hace porque la obligación moral no es algo ajeno a mí, es mi obligación.

Tampoco podemos considerar la obligación como una presión de la sanción: “Estoy obligado a hacer esto porque si no, seré sancionado”. ¿Es que acaso yo no cometo un asesinato porque si lo hiciera, me meterían en la cárcel? Considerar así la obligación moral es no comprender las exigencias de la vida moral, tampoco la dimensión moral de la persona y, mucho menos, a la misma persona. Supone estar instalado en una concepción, cuando menos, infantil de la moralidad o, lo que es peor, en un relativismo social en el que la coerción se impone como absurda justificación de una falsa moralidad que no es más que un mero guardar las formas –un contrato social de no agresión mutua- y que degenera en una absurda moralina, donde es más importante, por ejemplo, no fumar o no comer hamburguesas que el respeto a la vida.

Atendiendo a lo dicho podemos dar un paso más y afirmar que la obligación moral es una exigencia del valor que tiene que encontrar un fiat, un sí, en la interioridad libre del sujeto moral que se traduzca en un stare, un permanecer, en la elección cotidiana de los actos morales que realizar. Así, y sólo así, podemos afirmar que el hombre es autónomo.

Expliquemos qué queremos decir. Hemos insistido en que el querer humano busca el bien, ésta es la tendencia natural de la voluntad. Por tanto, por una parte tengo una tendencia no libre hacia el bien (voluntas ut natura), pero por otra parte yo soy el que con su libertad (voluntas ut ratio) tiene que concretar esa tendencia que busca el bien en general pero desconoce el bien particular. Así, la libertad debe elegir y debe elegir el valor previamente conocido que le exige ser realizado; aunque puede desoír su llamada y no elegirlo. Si lo elige, su tendencia natural queda completada por la libertad y el hombre se obedece a sí mismo –obedeciendo las exigencias del valor moral-, y crece. Por lo tanto, es la propia persona la que escoge el valor que se le presenta como obligatorio. Si lo escoge haciendo un ejercicio de razón y voluntad, podemos decir que, en cierto modo, la persona es dueña y señora de sus actos, escoge sus fines, y, por tanto, se los da a sí misma porque los percibe como exigencias interiores de su propia persona. Es por ello que tiene sentido afirmar que la persona es autónoma, que no está esclavizada ni por nada, ni por nadie.

¿Qué podemos decir, por tanto, acerca de la naturaleza de la obligación moral?

a. Es una exigencia de la razón que comprende lo que la persona debe ser y la llamada exigente del valor y que propone a la libertad –no impone- esa exigencia para que ésta haga justicia a la naturaleza humana trayendo al ser el valor moral a través de la acción. La obligación moral se nos presenta de forma absoluta e incondicional. Al fin y al cabo, no es más que la presentación ante nuestra razón de la absolutez e incondicionalidad del valor moral, de su objetividad (necesidad) y universalidad.

b. La obligación moral es la fuerza persuasiva del valor moral que pide nuestra colaboración y que nos la exige para poder plenificarnos. Si desatendemos esta llamada, el valor moral no será traído al ser y estaremos desobedeciendo su llamada, desobedeciéndonos a nosotros mismos y, en consecuencia, perjudicándonos; haciéndonos “enanos morales” que castran toda la riqueza que llevan en su propia persona. Esta incondicionalidad se nos presenta de forma inexcusable a todos y cada uno de los seres humanos y en todas y cada una de las situaciones en que el valor moral nos llama. (Quizás por esta razón Seifert ha llegado a afirmar que la obligación moral es un motivo primario de nuestra acción moral frente a la captación del contenido de valor moral como objeto de nuestra voluntad).

5. Conclusión

Nos hemos acercado al dato del valor moral y hemos descubierto que no nos podemos acercar al hecho moral sin que se nos dé. El valor moral nos llama, nos pide ser realizado, nos obliga respetando nuestra libertad porque en el fondo es un regalo. Si lo traemos al ser, realizamos la promesa que llevamos inscrita en nuestra persona: la promesa de ser auténticos, de alcanzar una vida buena, una vida lograda (eudaimonía).