LA ESTRELLA DE LA REDENCIÓN (Franz Rosenzweig)
Fecha de publicación: 06-jul-2010 13:00:20
ROSENZWEIG, Frank. La Estrella de la Redención. Sígueme. Salamanca,1997. 512 p.
Los dos libros más importantes del pensamiento judío contemporáneo son sin duda, permítanme decirlo así, La religión de la razón, a partir de las fuentes del judaísmo, de Hermann Cohén, y La Estrella de la Redención, de Franz Rosenzweig. Ambos aparecieron en Alemania nada más acabar la Gran Guerra del 14. Ambos se habían escrito en el período final de aquel cataclismo, de aquella primera Shoah europea. Cohén expresaba en su obra los frutos de sus trabajos últimos cuando, ya desprendido de la cátedra, de aquella ciudadela sitiada del neokantismo que era su Marburgo, había dedicado todas sus fuerzas, en Berlín, a mostrar cómo la doctrina de la autonomía práctica de la razón no sólo era esencialmente compatible con la enseñanza tradicional del judaísmo talmúdico, sino que, por una parte, hundía sus raíces en el mismo remoto suelo que éste -el profetismo del antiguo Israel- y, por la otra, quedaba incompleta hasta no recibir del judaísmo un suplemento capital de racionalidad. En otras palabras, la tesis de Cohén era que la razón judía es más amplia, más universal y, sobre todo, más racional que la razón moderna, en una medida análoga a como se relacionan desde un comienzo la razón en Grecia y los gérmenes de la razón en Israel. La religión de la razón, que no es otra cosa que el mesianismo racional del futuro, hoy tan sólo vislumbrado en ciertas tendencias del pensamiento socialista, vuelve a ser, a los ojos del anciano Cohén, la cumbre y el cumplimiento ideal de la obra de la razón. En el siglo ilustrado, sencillamente, la razón todavía estaba contaminada de mitología, es decir, de panteísmo. En el nuevo siglo, y más aún en el horizonte del futuro, la razón conseguirá recuperar sus puras raíces antimitológicas, antipanteístas; regresará al vigor perfecto que sólo va de la mano del monoteísmo riguroso.
Franz Rosenzweig se había encontrado, en el sentido estricto de esta palabra, con Hermann Cohén. En el momento de este encuentro, Rosenzweig había atravesado ya la primera gran crisis espiritual de su breve vida: tenía veintisiete años, se había doctorado en filosofía con una importante tesis sobre el pensamiento político de Hegel, había asimilado con enorme intensidad el legado literario de su patria alemana, se sabía en posesión de un gran talento artístico y acababa de reincorporarse con plenitud, definitivamente, al judaísmo después de haber estado a punto de hacerse bautizar en los meses recién transcurridos de 1913. La intensa discusión acerca de este giro existencial que había mantenido con su primo Eugen Rosenstock terminó en la experiencia del Día del Gran Perdón. En aquel 11 de octubre, Rosenzweig descubrió que ya no le era necesaria la conversión, lo que significaba que se le había vuelto de pronto imposible.
La segunda crisis fue para Rosenzweig la vivencia de la guerra, que se desarrolló a sus ojos como el fracaso consecuente del pensamiento hegeliano: la refutación del sistema por la historia y el final real del pensamiento de la Totalidad. En septiembre de 1917, desde el frente balcánico, Rosenzweig muestra que ha madurado en él el plan general de la obra de su vida. De hecho, La Estrella comienza a ser escrita casi exactamente un año después, en el hospital de retaguardia adonde había llevado a su autor la malaria. Eran las últimas semanas de aquel desastre con el que llegaba para Occidente y para el mundo el final de un gran arco histórico.
Muy influido por el giro personal de Cohén, más que por el contenido de sus últimas enseñanzas -de hecho, La religión de la razón se publicó, además, póstumamente: Cohén murió casi al tiempo que Rosenzweig empezaba a escribir La Estrella, y la última revisión de su libro esperó hasta 1919-, Rosenzweig cambió el rumbo de su misma vida profesional cuando salió de la experiencia decisiva de la redacción de La Estrella: en vez de integrarse en la universidad alemana, expresa su pensamiento distanciándose definitivamente de ella y fundando en Frankfurt, en 1920, el Freies Jüdisches Lehrhaus, donde enseñaron judaísmo, entre otros, Buber, Scholem y Fromm. Casi inmediatamente se iniciaron los nueve años de enfermedad -esclerosis lateral amiotrófica- que redujeron a Rosenzweig a un estado de parálisis física que él compensó, con verdadero heroísmo, mediante toda clase de ingenios que le permitieron continuar dictando ensayos y traducciones del viejo antecedente que era para él Yehudá Haleví.
¿Por qué nos interesa tanto el pensamiento de estos judíos que, sin ser sionistas siquiera, no atravesaron la noche de la Shoah? ¿No existirá, por esta misma circunstancia, un desfase irremediable entre ellos y el presente?
Es verdad que Levinas nos llevó a leer a Rosenzweig, y que Rosenzweig nos llevó a Cohén; pero lo que descubrimos luego es que Cohén y Rosenzweig, tan distintos, no reclaman atención únicamente a título de antecedentes de Levinas, sino, desde luego, por sí mismos.
El kantismo, revivificado con la doctrina de los profetas, convierte a Cohén en un durísimo adversario de la metafísica. En cambio, Rosenzweig es, más bien, imparcial adversario de los filósofos, los teólogos y los tiranos a la antigua usanza; de todos ellos al mismo tiempo porque, justamente, preconiza el advenimiento de un nuevo pensamiento que aúna de una forma inédita ciertos aspectos de la filosofía y ciertos componentes de la teología, y lo hace desde la perspectiva de una política de la paz como aún no se ha conocido en el mundo. De Rosenzweig, pues, no cabe decir que reemplace la ontología por la ética en el lugar de honor de la filosofía primera. Pero sí debe decirse eminentemente de él que es el debelador más radical de lo que Heidegger -secreto lector suyo- llamó luego la ontoteología de la tradición metafísica occidental.
Porque aquello contra lo que más decisivamente se alza todo en Rosenzweig es la convicción de que el tiempo no es un ingrediente esencial de la verdad. Hay una acción verdaderamente imposible: detener el paso del tiempo y permanecer parado en una pregunta. Una pregunta que se abismaría no en la longitud formidable del tiempo, sino en la profundidad intemporal del presente. Esa pregunta interroga a un elemento de la experiencia por su ser, por su esencia; y, por el hecho mismo de ser formulada, vuelve apariencia toda la experiencia. La verdad es pensada por esa pregunta como eterno fondo oculto de las apariencias que pasan: el ser es ahí lo invisible, lo que no transcurre, lo que sólo los conceptos forjados en el molde del pensamiento que ha pensado esa pregunta paralizadora pueden captar.
El pensamiento de este ser secreto, eterno y que no se ofrece a la luz de la experiencia, cree desde un principio que, al detener el curso de las cosas, puede concebir en el fondo de una cualquiera de ellas lo que la totalidad realmente es. El drama de la historia de los individuos y los pueblos, y aun del mundo mineral y de la vida irracional, es un drama últimamente innecesario. No es, en cualquier caso, verdadera intriga que implique a cada uno de esos individuos, sino sólo la tragicomedia de lo absoluto, que utiliza las apariencias con la violencia perfecta de la astucia; pero, aun así, se trata de un proceso que puede ser anticipado por el concepto que sea capaz de abismarse en la profundidad que sea menester.
De aquí que la primera consecuencia de tal filosofía sea el desdén de lo individual -o sea, de lo mortal- y la segunda sea el desdén de cualquier sabiduría que valore en grado sumo justamente la redención de lo mortal. La filosofía, ese pensar cuya primera frase en la historia comienza con las palabras "todo es...", se ríe del dolor de lo histórico y de las exageraciones de los profetas aunque lo haga con la mejor de las intenciones: hacer a los hombres olvidarse del mal por la vía de pedirles que se olviden asimismo del bien. ¿Qué son el bien y el mal, el dolor y la felicidad, la muerte y la vida, la pluralidad de los individuos, en la perspectiva de la Totalidad Absoluta?
Rosenzweig es, pues, un pensador existencialista. Si quisiéramos sugerirle que las tareas de la filosofía son problemas eternos, él nos respondería bruscamente que, muy lejos de eso, son cuestiones que la propia filosofía se propuso a sí misma y que ha tardado en solucionar unos dos mil quinientos años; pero que las ha resuelto en el sistema perfecto de Hegel. No hay que confundir la filosofía con el pensamiento. La filosofía se ha alimentado secretamente -hasta que Schopenhauer divulgó la "cosa" del miedo a la muerte- de su propio miedo a la muerte. Pero la situación, un poco cómica y un mucho trágica, es que el cumplimiento de la labor de la filosofía justamente no es sólo lo que permite al fin penetrar intelectualmente en su esencia, sino también la evidente demostración de que el problema que la hizo nacer está ahora tan intacto en su problematicidad como antes de todo este trabajo de milenios. La muerte es nada, porque el individuo es sólo fenómeno de la esencia. Éste es el humo azul que el pensar del Todo difunde, como el sueño pernicioso en torno de la angustia de lo terrenal; ésta es la mentira piadosa de la filosofía. Pero, cuando la mentira se hace máximamente poderosa, entonces revela su naturaleza de humo porque ahí sigue el hombre muriendo, sufriendo y gozando, y ahí continúa todavía la historia, de cuyos cataclismos nadie deberá atreverse ahora a decir que, desde una perspectiva de conjunto, son invariablemente triunfos de la razón.
Lo que Rosenzweig sostiene es que el miedo a la muerte ha paralizado al filósofo, aunque se le haya presentado bajo las formas de una pregunta teórica que parecía excavar la vida hasta su profundidad desconocida. La parálisis del asombro, la permanencia en la pregunta, la detención teórica en medio de la existencia, la búsqueda de lo sustancial debajo de los fenómenos, es también terror paralizante por la muerte. Cuando ella se presenta en el horizonte, el hombre exige en ese mismo momento una respuesta: se ve incapaz de esperar, de soportar su angustia, de llevarla consigo encima a lo largo del tiempo. Y es así como descubre el concepto del Todo, del Uno-Todo imperecedero. Gracias a que absolutamente nada es exterior al Uno-Todo -y, por tanto, el propio hombre angustiado, paralizado, que está pensándolo, tampoco-, el Uno-Todo está infinitamente amparado.
¿No es esto la calumnia de la finitud? ¿No es, en definitiva, la imaginación de la verdad eterna por puro querer creer, por pura debilidad ante la revelación dura de lo real? ¿No es también la cómoda absorción de la responsabilidad y la culpa individuales en la marcha inexorable de la historia gracias a la cual el Uno-Todo se autodespliega? ¿No es la divinización de la nada por no haber soportado lo satánico de la vida tal cual es? Es evidente que Rosenzweig ha aprendido mucho de su experiencia con el judaísmo, con la guerra y con su propia existencia, en buena medida debido a las lecciones recibidas de Nietzsche, de Kierkegaard y de Schopenhauer, a quienes expresamente nombra como sus antecesores en los umbrales del nuevo pensamiento. Debería también haber evocado al Schelling posterior a Las edades del mundo, de quien de hecho mantiene La Estrella sus mayores dependencias literarias.
La verdad es que el hombre, aun lleno de congoja por su finitud, se atreve normalmente, y debe atreverse, a dejarse vivir: debe permanecer en el miedo a la muerte, en vez de dejarse paralizar por él. Debe afirmar su voluntad de vida, en vez de huir a la aparente profundidad de volverse todo él pura pregunta. Justamente la capacidad de preguntar aún más allá de la filosofía la concede tan sólo nuestra fuerza para atrevernos a continuar vivos, afrontando una historia que se ha vuelto incomprensible, plantando cara a la muerte como a lo auténticamente desconocido. La muerte de cada uno, la posible nada de cada individuo: no una nada, sino tantas nadas como individuos vivos. Ahora bien, una nada que se multiplica no es nada, sino algo. "Sí la muerte es algo, en adelante ninguna filosofía ha de hacernos apartar de ello la vista, afirmando que presupone nada"(45). Digámoslo en otras palabras: hasta tal punto el hombre es un individuo, es por sí mismo excepción, epoché, que resulta ridículo pedirle que realice, al menos una vez en la vida, una abstención universal para arriesgarse a empezar a partir de nada. El pensamiento supone, ciertamente, una radical epoché que lo libere del peso muerto de lo tradicional, que le revele su radical diferencia respecto de la totalidad. Pero esta abstención o separación o individuación no es una obra de la inteligencia movida por la voluntad, sino que es la condición misma de la existencia. El Todo salta en pedazos no conceptualmente, sino existencialmente.
Y se disgrega, según las tesis de Rosenzweig, en las tres direcciones que sólo más adelante, dejándonos vivir pensando, realizando la existencia en la lucidez y la bondad, descubriremos que forman las puntas de la Estrella en la que se simboliza la vida en relación con las magnitudes separadas. Las tres puntas que son el Hombre, el Mundo y Dios: estas tres realidades que no se someten ahora ya a la pregunta de la vieja filosofía por su esencia, conforme a la cual no podrían ser todas sino, en el fondo, una y la misma sustancia -recuérdense las épocas de la filosofía: la reducción griega del hombre y de Dios al mundo; la reducción medieval del mundo y del hombre a Dios; la reducción moderna del mundo y de Dios al hombre.
Pero esta disgregación, esta destrucción del Todo creado por la filosofía, tiene algo de imposible, de forzado. Su resultado es, desde luego, la irreductibilidad del mundo a Dios o al hombre, la irreductibilidad de Dios al mundo o al hombre y la irreductibilidad del hombre a Dios o al mundo. El hombre es el hombre, el mundo es el mundo y Dios es Dios. Sin embargo, el estado de radical separación no es en absoluto el que conocemos en la vida diaria. Tal separación radical, en la que el hombre carece de relaciones con el mundo y con Dios, y lo mismo sucede correlativamente a Dios y al mundo, es más bien un supuesto -de índole muy nueva, para nuestros hábitos educados en la tradición filosófica- que una realidad. En ésta, en la realidad de nuestra existencia, estas magnitudes no tienen, por cierto, la relación que para ellas excogitó la filosofía, pero tampoco están libres de relación. ¿Cómo pensar esta verdad, que es tan de sentido común?
Rosenzweig ha identificado este "ya-siempre-pasado" de los elementos, ésta su verdad literalmente invisible -porque nunca ha habido un estado real en que los elementos hayan carecido de toda relación entre ellos-, éste su antiguo secreto, precisamente con los supuestos de lo que es presente, de lo que es visible, de lo que está patente: de la revelación. Y uno de los recursos esenciales entre los que le permitieron concebir su obra es haber sabido ver que, en el fondo de nuestra prehistoria cultural, en la Grecia arcaica y en las civilizaciones contemporáneas de la India y de China, realmente se pensaron -aunque ni entonces ni nunca fue tal pensamiento realidad experimentada en la vida- los elementos en su carácter de tales. La cumbre de ese pensamiento, ya en la linde misma de la filosofía, la halla Rosenzweig en la época clásica de Grecia: en el Dios del mito, en el héroe trágico, en el cosmos tal como lo ve la escultura del siglo V. Ningún hombre ha sido Orestes, mudo y sordo en su obstinación; los dioses vivos no han sido nunca tan sólo las figuras del mito: vida puramente arbitraria y poderosa; la experiencia de la naturaleza no ha sido jamás la irradiación perfecta de un cuerpo de Fidias o Policleto. India y China no habrían avanzado, en sus desarrollos espirituales respectivos, hasta los límites de la Grecia clásica, sino que habrían permanecido varadas en aspectos aún más rudimentarios de la constitución de los elementos de la existencia.
Éste es, en cambio, un drama, una intriga, como gustaba Levinas de escribir, tras los pasos de Rosenzweig; una intriga que se trama entre esas tres dramati personae: Hombre, Mundo, Dios. ¿Cómo se hace adecuadamente la fenomenología de una intriga? Precisamente contándola. Contándola como se cuenta un día -en este caso, el gran día del mundo-: no queriendo exponer sino lo que ha pasado y concediendo al tiempo tanta importancia como cada uno le concedemos realmente en esta vida nuestra que avanza hacia la muerte sin poder ser definitivamente paralizada por el escepticismo ni por la pregunta de la vieja filosofía. Aunque, si miramos con más cuidado, enseguida reconoceremos que la narración sólo nos sirve para el pasado. En el presente se trata más bien de diálogo que de relato; y en cuanto al libro que dediquemos al futuro, su lengua propia ha de ser la que hable en primera persona del plural. Para el pasado, él; para el presente, yo y tú; para el futuro, nosotros, un nosotros coral. Narración, diálogo y canto coral tienen algo en común: son lenguaje, y no pensamiento solitario. Son palabra que se deja aleccionar desde fuera, y no dialéctica de las autoobjeciones. Se trata de un pensar hablante, y no ya de un pensar pensante; su organon no es ya la lógica, sino la gramática. De aquí, por ejemplo, que la relación entre los elementos aisladamente tomados y su existencia con múltiples relaciones en la realidad presente -digámoslo como Rosenzweig: la relación entre la creación y la revelación- no se pueda exponer a la manera de la dialéctica hegeliana: los pasos que el tiempo da no son los que trama la lógica. Cuando sucede el presente, su supuesto -el secreto pasado de lo elemental- no hace la función de tesis que negar, sino la de aquello que debía ser renovado, sacado a la luz, invertido de la posición que conservaba en lo secreto.
Pero una fenomenología gramatical de la realidad, ¿en qué relación está con la verdad? ¿No es muy poco pedir al pensamiento que se atenga a tal fenomenología? ¿O es que la verdad coincide exactamente con la vida que un día será relatable? Rosenzweig, que en tantos aspectos anticipó la fenomenología hermenéutica y la filosofía de la existencia, se aparta aquí del camino que seguirán muchas de las direcciones de los pensamientos que le sucedieron. En primer lugar, porque aprecia en dos de los coros humanos del presente la potencia de haber permanecido anclados en un pensamiento lingüístico, dialógico y narrativo como el que él propugna: el judaísmo y el cristianismo. Aunque haya señalado él mismo en otras oportunidades que el judaísmo no es el objeto de su obra, sino el método de ella, y por más congruente con su posición general que sea entenderla procediendo de una tradición y revirtiendo en ella, Rosenzweig no quiere ser leído reducido a ningún "ismo". La verdad una sólo está, en la plenitud de su contenido, en el futuro eterno de Dios. Lo que Rosenzweig comprueba al examinar el judaísmo y el cristianismo es que la conjunción de los dos ofrece algo así como el anverso y el reverso, o mejor, la fuerza centrípeta y la fuerza centrífuga de una misma anticipación que se pretende eterna y que concuerda exactamente con los principios y las fuentes a las que tiene que recurrir, una vez culminada la tarea de la filosofía vieja, el nuevo pensamiento.
Sobre La Estrella de la Redención
Miguel García Baró
En Ars Brevis, 1998, pp. 129-136