EL LECTOR NO COMÚN (Georges Steiner)*

Fecha de publicación: 19-abr-2012 11:07:20

Le philosophe lisant de Chardin fue acabado el 4 de diciembre de 1734. Se piensa que es un retrato de Aved, pintor amigo de Chardin. El tema y la pose, un hombre o una mujer leyendo un libro abierto sobre una mesa, son frecuentes. Ellos forman casi un subgénero de los interiores caseros. La composición de Chardin tiene antecedentes en las miniaturas medievales donde la figura de San Jerónimo o de algún otro lector ilustra el texto que embellece. El tema se repite habitualmente hasta bien entrado el siglo XIX (son testigos el celebrado estudio de Courbet sobre Baudelaire leyendo, o los varios lectores retratados por Daumier). Pero el motivo de le lecteur o la lectrice parece haber gozado de una prevalencia particular durante los siglos XVII y XVIII y constituye un vínculo, del cual fue representativa la producción total de Chardin, entre la gran época de los interiores holandeses y el tratamiento de temas domésticos en el estilo clásico francés. En sí mismo, por lo tanto, y en su contexto histórico, Le philosophe lisantencarna un tópico común tratado convencionalmente (aunque por un maestro). Considerado con respecto a nuestro propio tiempo y a nuestros códigos de sensibilidad, sin embargo, esta afirmación ‘ordinaria’ indica, en casi todo detalle y principio de significado, una revolución de valores.

Considérese primero la indumentaria del lector. Es inconfundiblemente formal, incluso ceremoniosa. La capa y el sombrero de pieles sugieren brocado, una insinuación corroborada por el brillo mate pero aureado de la coloración. Aunque claramente en casa, el lector está ‘coiffed’ —una palabra arcaica que transmite la nota requerida de casi toda ceremonia heráldica (que la forma y tratamiento del bonete de pieles muy probablemente deriven de Rembrandt es, principalmente, un punto de interés para la historia del arte). Lo que importa es la elegancia enfática, la vestimenta deliberada del momento. El lector no encuentra el libro casual o desarregladamente. Está vestido para la ocasión, un proceder que dirige nuestra atención al esquema de valores y sensibilidad que relaciona ‘vestidura’ (vestment) e ‘inversión’ (investment). La cualidad primaria del acto, de la auto-investidura del lector antes del acto de lectura, es de cortesia, un término sólo imperfectamente traducido por ‘cortesía’. Leer, aquí, no es fortuito, movimiento no premeditado. Es un encuentro refinado, casi galante, entre una persona privada y uno de esos ‘invitados importantes’ cuya entrada en casas mortales es evocada por Hölderlin en su himno Como en un día festivo y por Coleridge en una de las más enigmáticas glosas que él añadió a The Rime of the Ancient Mariner. El lector se reúne con el libro con una nobleza de corazón (eso es lo que cortesia significa), con una gentileza, un escrúpulo de bienvenida y regocijo, de los cuales la manga rosada, posiblemente de terciopelo o aterciopelada, y la capa y el bonete de pieles, son los símbolos externos.

El hecho de que el lector lleve un sombrero es de una resonancia peculiar. Los etnógrafos todavía no han explicado los diversos significados por descubrir en la distinción entre aquellas prácticas religiosas y rituales que exigen al participante estar cubierto, y aquellas en las cuales él está descubierto. En las tradiciones hebraica y grecorromana el adorador, el consultor del oráculo, el iniciado… está cubierto cuando se aproxima al texto sagrado o al augurio. Así está el lector de Chardin, como para hacer evidente el carácter numinoso de su acceso al libro, de su encuentro con él. Discretamente —y es en este punto donde el eco de Rembrandt puede ser pertinente—, el bonete forrado sugiere el tocado del estudioso Cabalista o Talmúdico cuando busca la llama del espíritu en la fijeza momentánea de la letra. Tomado junto con la bata de piel, el bonete del lector implica precisamente aquellas connotaciones de ceremonia del intelecto, de la tensa aprehensión del significado por la mente, que inducen a Próspero a ponerse sus vestimentas de corte antes de abrir sus libros mágicos.

Obsérvese después el reloj de arena al lado del codo derecho del lector. Estamos de nuevo ante un motivo convencional, pero tan cargado de significado que un comentario exhaustivo casi abarcaría una historia del sentido occidental de la invención y de la muerte. Como Chardin lo sitúa, el reloj de arena declara la relación entre el tiempo y el libro. La arena se filtra rápidamente por el estrecho del reloj (un deslizamiento cuyo tranquilo término invoca Hopkins en un punto clave de la mortal turbulencia de The Wreck of the 'Deutschland). Pero, al mismo tiempo, el texto dura. La vida del lector es medida en horas, la del libro en milenios. Este es el escándalo triunfante primeramente proclamado por Píndaro: ‘cuando la ciudad que celebro haya perecido, cuando los hombres a quienes canto hayan desaparecido en el olvido, mis palabras perdurarán.’ Esta es la presunción a la cual el exegi monumentum de Ovidio dio expresión canónica y que culmina en la suposición hiperbólica de Mallarmé según la cual el objeto del universo es Le Livre, el libro final, el texto que trasciende el tiempo. El mármol se deshace. El bronce decae, pero las palabras escritas —aparentemente el más frágil de los medios de comunicación— permanecen. Ellas sobreviven a sus engendradores —Flaubert gritó contra la paradoja por la cual él yacía muriendo como un perro mientras la ‘puta’ Emma Bovary, su criatura, nacida de letras sin vida rayadas sobre un pedazo de papel, continuaba viva. Hasta ahora sólo los libros han burlado la muerte y han satisfecho lo que Paul Eluard definió como la compulsión central de los artistas: le dure désir de durer(de hecho los libros pueden incluso sobrevivir a sí mismos saltando fuera de la sombra de su propio ser inicial: hay traducciones vitales de lenguas hace tiempo extintas). En la pintura de Chardin el reloj de arena, una forma doble con su sugerencia icónica del toro o figura de ocho horizontal de infinito, modula exacta e irónicamente entre la vita brevis del lector y la ars longa de su libro. Mientras él lee, su propia existencia decae. Su lectura es un vínculo en la cadena de continuidad de ejecuciones que garantiza —un término al cual sería digno retornar— la supervivencia del texto leído.

Pero aun cuando la forma del reloj de arena es binaria su sentido es dialéctico. La arena que cae a través del vaso expresa a la vez la naturaleza de la palabra escrita que desafía al tiempo y cuán poco tiempo hay para leer. Aun los más obsesivos lectores pueden leer sólo una mínima fracción de la totalidad de textos del mundo. No es verdadero lector, no es philosophe lisant, quien no ha experimentado la fascinación llena de reproche de las grandes estanterías de libros no leídos, de las bibliotecas en la noche de las cuales Borges es el fabulador. No es lector quien no ha escuchado, en su oído interior, la llamada de los cientos de miles, de los millones de volúmenes que permanecen en las bodegas de la Biblioteca Británica, o de la Widener, pidiendo ser leídos. Pues hay en cada libro una partida contra el olvido, una apuesta contra el silencio, que puede ser ganada sólo cuando el libro es abierto de nuevo (pero en contraste con el hombre el libro puede esperar siglos para el azar de la resurrección). Todo lector auténtico, en el sentido delineado por Chardin, carga dentro de sí un molesto peso de omisión, de las estanterías pasadas de prisa, de los libros cuyo dorso ha cepillado de pasada, en ciega prisa, con sus dedos. Una docena de veces me he sentido abrumado ante la leviatánica historia de Sarpi del Concilio de Trento (una de las obras fundamentales en el desarrollo de la discusión religioso - política de occidente); o ante laopera omnia de Nikolai Hartmann en su majestuosa encuadernación; nunca manejaré las dieciséis mil páginas del diario de Amiel (profundamente interesantes) actualmente en publicación. Hay muy poco tiempo en ‘la biblioteca que es el universo’ (frase mallarmeana de Borges). Pero los libros no abiertos nos llaman, no obstante, en un requerimiento tan silencioso pero insistente como es el deslizamiento de la arena en el reloj. Que el reloj de arena sea una imagen tradicional de la muerte en el arte y la alegoría occidentales indica la doble significación de la composición de Chardin: la vida posterior del libro y la brevedad de la vida del hombre sin quien el libro yace sepultado. Repitiendo: las interacciones de significado entre el reloj de arena y el libro son tales como para comprender mucho de nuestra historia interior.

Nótense luego los tres discos de metal frente al libro. Casi ciertamente son medallas o medallones de bronce usados para aplanar, para mantener lisa la página (en infolios las páginas tienden a arrugarse y levantarse en las esquinas). No creo que sea muy fantasioso pensar en esos medallones como retratos de caballería, o diseños heráldicos, o lemas, siendo ésta la función natural de las artes numismáticas desde la antigüedad hasta la moneda o medallón conmemorativos acuñados hoy. En el siglo dieciocho, como en el Renacimiento, el escultor o grabador usaba esas pequeñas circunferencias para concentrar, para hacer incisivo en un sentido literal una celebración de renombre cívico o militar, para dar a una alegoría mitológico - moral un pronunciamiento lapidario, duradero. Por eso nosotros encontramos en la pintura de Chardin el presentimiento de un segundo código semántico principal. El medallón también es un texto. Puede datar o recomponer palabras e imágenes de gran antigüedad. El relieve o grabado en bronce desafía la envidia mordiente del tiempo. Es estampado con significado como lo es el libro. Puede haber retornado a la luz, como sucede a las inscripciones, papiros, rollos del Mar Muerto, desde una larga estancia en la oscuridad. Esta textualidad lapidaria es perfectamente representada en el undécimo de los Mercian Hymns de Geoffrey Hill:

Coins Handsome as Nero's; of good substance and weight. Offa Rex resonant in silver, and the names of his moneyers. They struck with accountable tact. They could alter the king's face.

Exactness of design was to deter imitation; mutilation if that failed. Exemplary metal, ripe for commerce. Value from a sparse people, scrapers of salt - pans and byres.

Pero el ‘metal ejemplar’, cuyo peso, cuya gravedad literal, mantiene abajo la arrugada, frágil página, es él mismo, como dijo Ovidio, efímero, de breve duración, comparado con las palabras sobre la página. Exegi monumentum: ‘Yo he erigido un monumento más duradero que el bronce’ dice el poeta (recuérdese el reprise sin igual de Pushkin de la divisa de Ovidio), y al situar las medallas ante el libro Chardin invoca exactamente el asombro y paradoja antiguos de la longevidad de la palabra.

Esta longevidad es afirmada por el libro mismo, que proporciona a la pintura su centro de composición y su foco de luz. Es un infolio atado, de una apariencia que contrasta sutilmente con la del lector. Su formato y física son los de la magnificencia (en el período de Chardin es más que probable que un volumen de infolios fuera encuadernadoporsu propietario, y habría llevado su insignia). No es objeto para el bolso o para la sala de espera de un aeropuerto. La postura del otro infolio detrás del reloj de arena sugiere que el lector está examinando una obra de varios volúmenes. El trabajo serio bien puede abarcar varios tomos (me obsesionan los ocho volúmenes, no leídos, de la gran historia diplomática de Europa y de la Revolución Francesa, de Sorel). Otro infolio aparece detrás del hombro derecho del lecteur. Los valores constitutivos y los hábitos de sensibilidad están patentes: ellos suponen grandeza de formato, una biblioteca privada, el encargo y subsecuente conservación de la encuadernación, la vida de la letra, de un modo canónico.

Inmediatamente en frente de las medallas y el reloj de arena observamos la pluma del lector. La verticalidad y el juego de luz en las plumas enfatizan el papel composicional y sustantivo del objeto. La pluma cristaliza la obligación primaria de respuesta. Define la lectura como acción. Leer bien es contestar al texto, ser contestante al texto, ‘contestabilidad’ que reúne los elementos cruciales de respuesta y responsabilidad. Leer bien es entrar en reciprocidad responsable con el libro que es leído, es embarcarse en total intercambio (‘maduro para el comercio’ dice Geoffrey Hill). La doble concentración de luz sobre la página y en la mejilla del lector encarna la percepción de Chardin del hecho primigenio: leer bien es ser leído por aquello que leemos. Es ser responsable hacia el texto. La palabra obsoleta ‘responsion’, que significa, como todavía lo hace en Oxford, el proceso de examen y respuesta, puede ser usada para resumir las varias y complejas etapas de lectura activa inherentes a la pluma.

La pluma es usada para poner notas marginales (marginalia). Marginalia son los indicios inmediatos de la respuesta del lector al texto, del diálogo entre el libro y él mismo. Ellas son las huellas activas de la corriente de discurso interior —laudatoria, irónica, negativa, aumentativa— que acompaña el proceso de lectura. Las marginaliapueden, en extensión y densidad de organización, llegar a rivalizar con el texto mismo, llenando no solamente el propio margen, sino los bordes superior e inferior y los espacios entre líneas. En nuestras grandes bibliotecas hay contra - bibliotecas constituidas por marginalia, y por marginalia sobre marginalia,que sucesivas generaciones de auténticos lectores taquigrafiaron, codificaron, garabatearon o pusieron con elaboradas florituras a lo largo, arriba, abajo y entre las líneas horizontales del texto impreso. Usualmente, las marginalia son el quicio de la doctrina estética y de la historia intelectual (obsérvese la copia que Racine hizo de Eurípides). De hecho, ellas pueden encarnar un acto mayor de autoría, como hacen las marginalia de Coleridge, de publicación próxima. La anotación bien puede hacerse en el margen, pero es de un tipo diferente. Las marginalia siguen un discurso o disputa impulsivos, quizás desafiantes del texto. Las anotaciones, usualmente numeradas, tenderán a ser de un carácter más formal, colaborador. Serán hechas, cuando sea posible, en el pie de la página. Elucidarán este o aquel punto del texto; citarán autoridades paralelas o subsecuentes. El escritor de marginalia es, incipientemente, el rival de su texto; el anotador es su sirviente.

Este servicio encuentra su más exigente y necesaria expresión en el uso de la pluma del lector para corregir y enmendar. Aquel que pasa sobre errores de imprenta sin corregirlos no es un mero inculto: es un perjuro del espíritu y del sentido. Bien podría ser que en una cultura secular la mejor manera de definir una condición de gracia sea decir que es una en la cual uno no deja sin corregir las errata, tanto literales como sustantivas, en los textos que uno lee y maneja, a quienes vienen tras nosotros. Si Dios, como Aby Warburg afirmó, ‘está en el detalle’, la fe yace en la corrección de los errores de imprenta. La enmienda, la reconstrucción epigráfica, prosódica, estilística, de un texto válido en lugar de uno espurio es un arte infinitamente más exigente. Como A. S. Housman proclamó en su ensayo “The Application of Thought to Textual Criticism” de 1922, “esta ciencia y este arte requieren en los estudiosos más que una mente simplemente receptiva; y de hecho la verdad es que ellos no pueden ser enseñados en absoluto: criticus nascitur, non fit.” La conjunción de aprendizaje y sensibilidad, de empatía con el escrúpulo original e imaginativo que produce una justa enmienda es, como Housman vino a decir, de rarísimo orden. Las apuestas son altas y ambiguas: Teobaldo pudo haber ganado inmortalidad cuando sugirió que Falstaff murió ‘parloteando acerca de campos verdes’ —pero ¿es la enmienda correcta ? El editor de textos del siglo XX que ha sustituído ‘brightness fell from her hair’ por el ‘brightness falls from the air’de Thomas Nashe pudo estar acertado, pero es, seguramente, de los perjudicados.

Con su pluma, le philosophe lisant transcribirá desde el libro que lee. Los extractos que hace pueden variar desde la más breve de las citas hasta las voluminosas transcripciones. La multiplicación y la diseminación del material escrito después de Gutenberg incrementan de hecho la extensión y variedad de la transcripción personal. El clérigo o caballero de los siglos XVI y XVII apunta en su libro de texto, common-place-book, florilegium o breviario personal, las máximas, ‘frases taffeta’, sententiae, giros ejemplares de alocución o tropos de maestros clásicos o contemporáneos. Los ensayos de Montaigne son un tejido vivo de ecos y citas. Hasta finales del siglo XIX —un hecho testificado por hombres y mujeres tan diversos como John Henry Newman, Abraham Lincoln, George Eliot o Carlyle— era costumbre entre los jóvenes y entre los lectores consagrados, a lo largo de toda su vida, transcribir oraciones políticas extensas, sermones, páginas en verso o prosa, artículos de enciclopedia y capítulos de narraciones históricas. Tal recopia tuvo diversos propósitos: el mejoramiento del propio estilo, el aprovisionamiento deliberado en la mente de ejemplos preparados de argumentación o persuasión, el apoyo de la memoria exacta (un asunto cardinal). Pero, sobre todo, la transcripción comporta un compromiso total con el texto, una reciprocidad dinámica entre el lector y el libro.

Es este compromiso total el epítome de los diversos modos de respuesta: marginalia, anotación, corrección y enmienda textuales, transcripción. Juntos generan una continuación del libro que es leído. La activa pluma del lector determina ‘un libro en respuesta a’ (los vínculos de raíz entre respuesta (reply) y réplica (replication) son pertinentes). Esta respuesta ofrecerá un espectro total desde el facsímil —que es aquiescencia total— y el desarrollo afirmativo hasta la negación y la contra-afirmación (muchos libros son anti-cuerpos de otros libros). Pero la verdad principal es esta: latente en todo acto de lectura cabal está la compulsión a escribir un libro en respuesta. El intelectual es, muy simplemente, un ser humano que tiene un lápiz en su mano cuando lee un libro.

Envolviendo al lector de Chardin, su infolio, su reloj de arena, sus medallones grabados, su pluma preparada, está el silencio. Como sus predecesores y contemporáneos en la escuela de pintura de interiores, nocturnos y naturalezas muertas, particularmente en el norte y este de Francia, Chardin es un virtuoso del silencio. Él nos lo hace presente, le da peso táctil en su cualidad de luz y tejido. En esta pintura particular el silencio es palpable: en el tupido material del mantel y la cortina, en el porte lapidario de la pared de fondo, en la piel amortiguante del traje y bonete del lector. La genuina lectura demanda silencio (Agustín, en un famoso pasaje, recuerda que su maestro, Ambrosio, fue el primer hombre capaz de leer sin mover los labios). La lectura, como Chardin la pinta, es silenciosa y solitaria. Es un vibrante silencio y una soledad colmada por la vida de la palabra. Mas la cortina está pintada entre el lector y el mundo (el término clave pero erosionado es ‘mundanidad’).

Habría muchos otros elementos en la pintura sobre los cuales comentar: el destilador o retorta, con sus implicaciones de indagación científica y su obvio impulso composicional; el cráneo en la repisa, a su vez un símbolo convencional en los estudios de académicos y filósofos y, quizás, un icono adicional en la articulación de la mortalidad humana y la supervivencia del texto; la posible interacción (aquí no tengo certeza en absoluto) entre la pluma y la arena en el reloj de arena, siendo la arena usada para secar la tinta en la página escrita. Pero incluso una mirada superficial a los principales componentes del Le philosophe lisant de Chardin nos dice de la visión clásica del acto de lectura —una visión que podemos documentar y detallar en el arte occidental desde las representaciones medievales de San Jerónimo hasta el final del siglo XIX, desde Erasmo ante su atril hasta la apoteosis de Le Livre de Mallarmé.

¿Y, ahora, qué del acto de lectura? ¿Cómo se relaciona con los procedimientos y valores inherentes a la pintura de Chardin de 1734 ?

* * *

El tema de la cortesia, del encuentro ceremonioso entre lector y libro implícito en la ropas usadas por el philosophe de Chardin, es ahora tan remoto como para ser casi irrecapturable. Si nos topamos con él en alguna parte será en las funciones ritualizadas, inevitablemente arcaicas, como la lectura en la iglesia o el solemne acceso a la Torah, con la cabeza cubierta, en la sinagoga. Informalidad es nuestra contraseña —aunque hay una mordedura penetrante en la pulla de Mencken según la cual muchos que se creen emancipados están meramente desabotonados.

Mucho más radicales y de mayor alcance como para inhibir un resumen adecuado son los cambios en los valores de temporalidad tal y como ellos figuran en la colocación que hace Chardin del reloj de arena, el infolio y la calavera. La relación total entre el tiempo y la palabra, entre la mortalidad y la paradoja de la perennidad literaria, crucial para la alta cultura desde Píndaro hasta Mallarmé y autoevidentemente central en la pintura de Chardin, se ha alterado. Esta alteración afecta las dos líneas esenciales de la relación clásica entre el autor y el tiempo por un lado, y entre el lector y el texto por el otro.

Bien puede ser que los escritores contemporáneos continúen abrigando la escandalosa esperanza de la inmortalidad, que sigan vertiendo palabras en la esperanza de que durarán no sólo más allá de su propia muerte sino por siglos venideros. La presunción —en ambos sentidos, común y técnico— todavía tiene eco, aunque con característica ironía, en la elegía de Auden a Yeats. Pero si tales esperanzas persisten no son profesadas públicamente; menos aún proclamadas al viento. El manifiesto Pindárico - Horaciano - Ovidiano de la inmortalidad literaria, con sus innumerables repeticiones en el canon occidental, ahora rechina. La misma noción de fama, de gloria literaria conseguida en desafío a la muerte y como rechazo a ella, abochorna. No hay mayor distancia que la existente entre el tropo del exegi monumentum y el hallazgo reiterado de Kafka de que la escritura es una lepra, una enfermedad lúgubre y cancerosa que debe ser ocultada a los hombres comunes y de buen sentido. Sin embargo, la tesis de Kafka, por ambivalente y estratégica que haya sido, es la que cualifica nuestra aprehensión de la proveniencia inestable y quizás patológica, y del status de la obra de arte moderna. Cuando Sartre insiste en que incluso el más vital de los personajes literarios no es más que un agregado de marcadores semánticos, de letras arbitrarias en la página, está buscando desmitologizar, de una vez por todas, la lastimera fantasía de Flaubert acerca de la vida autónoma, acerca de la vida después de su muerte, de Emma Bovary.Monumentum: el concepto y sus connotaciones (‘lo monumental’) ya han pasado a ser parte de lo irónico. Este pasaje está marcado, con tristeza maestra, en “This Scribe, My Hand”, de Ben Belitt —con su reflexión sobre las tumbas de Yeats y Shelley en Roma, cercanas a la Pirámide de Cestius:

I write, in the posthumous way,

on the flat of a headstone

with a quarrier's ink, like yourself;

an anthologist’s date and asterisk,

a parenthetical mark in the gas

of the pyramid builders,

an obelisk whirling with Vespas

in a poisonous motorcade.

Nótese la exactitud de ‘the posthumous way’; no la voie sacrée al Parnaso que los poetas clásicos situaron para su obra y, por una inferencia exaltada, para sí mismos.‘The gas of the pyramid builders’ permite, en realidad invita a, una interpretación vulgar: ‘the hot air of the pyramid builders’, grandilocuencia vacía. No son las abejas de Platón, portadoras de divina retórica, las que atienden al poeta, sino Vespas(‘avispas’) estrepitosas, contaminantes, cuyo ácido aguijón descompone el monumento del poeta, incluso mientras los valores tecnológicos de masas que ellas encarnan descomponen el aura de su obra. Ya no miramos textos, excepto en artificio mandarín, como negando la muerte personal. ‘All is precarious’, dice Belitt.

A maniac

waits on the streets. Nobody listens. What

must I do? I am writing on water…

La desolada frase es, por supuesto, de Keats. Pero era negada, a la vez, en la afirmación de Shelley de la inmortalidad en “Adonais”, una negación que Keats esperaba y, de algún modo, anticipó. Tales negaciones suenan huecas hoy (‘the gas of the pyramid-builders’).

El lector responde a este deterioro irónico. Para él, también, la noción de que el libro que tiene en frente sobrepasará su propia vida, que prevalecerá contra el reloj de arena y la caput mortuumen la repisa, ha perdido inmediatez. Esta pérdida envuelve el tema completo de la auctoritas, del status normativo, prescriptivo, de la palabra escrita. No es sobre - simplificación identificar el ideal clásico de cultura, de civilidad, con aquel de la transmisión de un canon, con aquel del estudio de textos programáticos o canónicos por cuya autoridad generaciones sucesivas prueban y validan la conducción de su vida (las ‘piedras de toque’ de Matthew Arnold). La polis griega se vio a sí misma como el medio orgánico de los principios, de las presiones sentidas del precedente heroico - político derivado de Homero. En ninguna juntura la fibra de la cultura e historia inglesas es separable de la ubicuidad en tal cultura e historia de la Biblia del Rey Jaime, The Book of Common Prayer y de Shakespeare. La experiencia colectiva e individual encuentra un espejo ordenador en una guirnalda de textos; su autorealización era, en el pleno sentido de la palabra, ‘libresca’ (en la pintura de Chardin la luz es arrojada al libro abierto y proyectada desde él).

Las culturas ilustradas actuales son difusas e irreverentes. Ya no es un movimiento natural ir a un libro para buscar orientación. Desconfiamos de la auctoritas —el escrito o escritura imperiosos, el núcleo de lo autoritario en la autoría clásica— precisamente porque ella ambiciona inmutabilidad. Nosotros no escribimos el libro. Aun nuestro más intenso y penetrante encuentro con él es experiencia de segunda mano. Esto es lo esencial. El legado del Romanticismo es de enérgico solipsismo, del desarrollo del yo desde la inmediatez. Un credo singular de espontaneidad vitalista conduce desde el aserto de Wordsworth de que ‘un impulso desde un bosque primaveral’ pesa más que la suma de las bibliotecas hasta el slogan de los estudiantes radicales en la Universidad de Francfort en 1968: ‘que no haya más notas a pie de página’. En ambos casos la polémica es la de la ‘vida de la vida’ contra la ‘vida de la letra’, de la primacía de la experiencia personal contra la cualidad de derivada de aún la más profundamente sentida de las emociones literarias. Para nosotros la frase ‘el libro de la vida’ es una antinomia sofística o un cliché. Para Lutero, quien la usó en un punto decisivo de su versión delApocalipsis,y quizás para el lector de Chardin, esa fue una verdad concreta.

Como objeto el libro mismo ha cambiado. Excepto en circunstancias académicas o anticuarias pocos de nosotros nos hemos topado, y mucho menos usado, la suerte de tomo que es meditado por el lecteur de Chardin. ¿Quién, hoy, tiene libros encuadernados privadamente? Implícito en el formato y atmósfera del infolio, como lo vemos en la pintura, está la biblioteca privada, la pared de estantes con libros alineados, escaleras de biblioteca, atriles, que es el espacio funcional de la vida interior de Montaigne, de Evelyn, de Montesquieu, de Thomas Jefferson. Este espacio, a su vez, entraña relaciones económicas y sociales distintivas: como entre los empleados domésticos que limpian y lustran los libros y el maestro que los lee, o entre la privacidad santificada del estudioso y el terreno, más vulgar, en el cual la familia y el mundo exterior realizan su vida ruidosa e inculta. Pocos de nosotros conocen tales bibliotecas, y menos aún las poseen. Toda la economía, la arquitectura de privilegio, en las cuales el acto clásico de lectura tuvo lugar, ha llegado a ser remoto (nosotros visitamos la librería Morgan en Nueva York o una de las grandes casas de campo inglesas para ver, aunque en una escala magnificada, lo que una vez fue la organización efectiva de la alta cultura libresca). El apartamento moderno, principalmente para los jóvenes, simplemente carece de espacio, de superficie en las paredes para hileras de libros, para los infolios, los cuartos, las opera omnia en varios volúmenes de los cuales el lector de Chardin ha seleccionado su libro. De hecho, es llamativo en qué medida el espacio para los discos y grabaciones ocupa ahora el lugar previamente reservado para libros (la substitución de lectura por música es uno de los factores principales y más complejos en los cambios actuales de la sensibilidad occidental). Donde hay libros, además, habrá en mayor o menor medida libros en rústica. Ahora no puede haber duda de que ‘la revolución del libro en rústica’ ha sido una pieza liberadora y creativa de tecnología que ha ampliado la riqueza de la literatura y restaurado la disponibilidad de completas áreas de material, parte del cual es incluso esotérico. Pero hay otra cara de la moneda. El libro en rústica es, físicamente, efímero. Acumular libros en rústica no es ensamblar una biblioteca. Por su misma naturaleza el libro en rústica preselecciona y antologiza la totalidad de la literatura y el pensamiento. No tenemos, o sólo raramente, la obra completa de un autor. No tenemos lo que la moda actual considera como sus productos inferiores. Sin embargo, solamente es auténtico el acto de lectura cuando conocemos íntegramente a un escritor, cuando vamos a él con especial, aunque quejumbrosa, solicitud por sus carencias, y así construimos nuestra propia visión de su presencia. Maltratado en nuestro bolsillo, descartado en la sala de espera del aeropuerto, sacudido entre improvisados cuñalibros de ladrillos, el libro en rústica es tanto una maravilla de empacado como una negación de amplitud de forma y espíritu, afirmado expresamente en la escena de Chardin. “Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito en el anverso y en reverso, sellado con siete sellos”. ¿Puede un libro en rústica tener siete sellos?

Nosotros subrayamos (particularmente si somos estudiantes o apresurados reseñadores). Algunas veces garabateamos alguna nota en el margen. Pero cuán pocos de nosotros escribe marginalia en el sentido de Erasmo o Coleridge, ¡cuán pocos anotan con copioso rigor! Hoy solamente enmienda el epígrafo o bibliógrafo entrenado o el estudioso textual, es decir: quien encuentra el texto como una presencia viva cuya vitalidad continuada, cuya vida y resplandor de ser dependen de un compromiso colaborador con el lector. ¿Cuántos de nosotros están equipados para corregir incluso la más crasa metedura de pata de una cita clásica, o para notar y rectificar aún el más pueril error de acento o medida —aunque tales meteduras de pata y errata abundan incluso en las ediciones modernas de mejor reputación—? Y ¿quién entre nosotros se preocupa en transcribir, o en escribir para el contento personal y la comisión a la memoria, las páginas que le han hablado más directamente, que lo ‘han leído’ más escrutadoramente?

La memoria es, por supuesto, el eje. La ‘responsabilidad al’ texto, la comprensión y la respuesta crítica a la auctoritas del modo en que ellos informan el acto clásico de lectura y la descripción que Chardin hace de él dependen estrictamente de ‘las artes de la memoria’. Le philosophe lisant, como los hombres cultivados a su alrededor en una tradición que corre desde la antigüedad clásica hasta aproximadamente la primera guerra mundial, conocerá los textos by heart (una expresión que merece atención cercana). Ellos sabrán de memoria considerables segmentos de la Escritura, de la liturgia, del verso épico y lírico. Las formidables hazañas de Macaulay en este aspecto —aún siendo un niño de edad escolar había confiado a la memoria una gran cantidad de poesía latina e inglesa— eran solamente una instancia elevada de una práctica general. La habilidad para citar la Escritura, para recitar de memoria largos tramos de Homero, Virgilio, Horacio u Ovidio, para captar al instante una cita de Shakespeare, Milton o Pope, generó la textura compartida de ecos, de reconocimiento y reciprocidad intelectuales y emotivos sobre los cuales el lenguaje de la política, la ley y las letras Británicas fue fundado. Conocer de memoria de las fuentes latinas, de La Fontaine, de Racine, de los llamados de trompeta de Victor Hugo, ha dado al tejido total de la vida pública francesa su carga retórica. El lector clásico, el lisant de Chardin, sitúa el texto que lee al interior de una pluralidad resonante. El eco responde al eco, la analogía es precisa y contigua, la corrección y la enmienda portan la justificación del precedente escrupulosamente recordado. El lector responde al texto sacando de la densidad articulada de su propia reserva de referencia y recuerdo. Es una insinuación antigua, formidable, la de que las Musas de la memoria y de la invención son las mismas.

La atrofia de la memoria es el rasgo imperante en la educación y la cultura de la mitad y final del siglo XX. La mayoría de nosotros ya no puede identificar, mucho menos citar, incluso los pasajes centrales bíblicos o clásicos que no son solamente el guión que subyace a la literatura occidental (desde Caxton hasta Robert Lowell la poesía en inglés ha portado en su interior el eco implícito de la poesía previa) sino que han sido el alfabeto de nuestras leyes e instituciones públicas. Las más elementales alusiones a la mitología griega, al Antiguo y Nuevo Testamentos, a los clásicos, a la historia antigua y a la europea, se han vuelto herméticas. Pequeños trozos de texto llevan ahora vidas precarias sobre grandes pilares de notas al pie. La identificación de la fauna y la flora, de las principales constelaciones, de las horas y tiempos litúrgicos de los cuales dependen íntimamente, como C. S. Lewis mostró, la más nuda comprensión de la poesía, del drama y de la novela occidentales, desde Boccacio hasta Tennyson, es ahora conocimiento especializado. Ya no aprendemos de memoria. Los espacios interiores están mudos o atiborrados con trivialidad estridente. (No le pregunte ni siquiera a un relativamente bien preparado estudiante por el título de “Lycidas”, que le diga qué es una égloga, que reconozca siquiera una de las alusiones a Horacio o ecos de Virgilio y Spencer que dan a las primeras cuatro líneas del poema su significado, el significado del significado. La escolarización hoy, sobre todo en Estados Unidos, es amnesia planificada).

Las fibras de la memoria sólo pueden ser estiradas donde hay silencio —el silencio tan explícito en el retrato de Chardin. Aprender de memoria, transcribir fielmente, leer cabalmente… es estar en silencio y en medio de silencio. Este orden de silencio, en este instante de la sociedad occidental, tiende a convertirse en un lujo. Se requerirán futuros historiadores de la conciencia (historiens des mentalités) para estimar la disminución en nuestros rangos de atención, las difuminaciones de concentración nacidas del simple hecho de poder ser interrumpidos por el timbre del teléfono, por el hecho secundario de que la mayoría de nosotros —salvo por restricciones de resolución estoica— contestará el teléfono sin importar lo que podamos estar haciendo. Necesitamos una historia de los niveles de ruido, de la disminución en aquellas masas naturales de silencio, no solo nocturnas, que todavía envolvían las vidas diarias de Chardin y su lector. Estudios recientes sugieren que el setenta y cinco por ciento de los adolescentes en los Estados Unidos leen con ruido de fondo (un radio, una grabadora, un televisor a la espalda o en el cuarto de al lado). Más y más jóvenes y adultos confiesan ser incapaces de leer un texto serio sin un fondo de sonido organizado. Sabemos muy poco de las maneras como el cerebro procesa e integra estímulos competitivos simultáneos para ser capaces de decir justamente lo que este insumo electrónico hace en los centros de atención y conceptualización comprometidos en la lectura. Pero es al menos plausible suponer que las capacidades para la comprensión exacta, la retención, la respuesta energética que teje nuestro ser con el del libro están drásticamente erosionadas. Tendemos a ser, a diferencia del philosophe lisant de Chardin, lectores de tiempo parcial, lectores a medias.

Sería fatuo esperar la restauración del complejo de actitudes y disciplinas instrumentales en lo que he llamado ‘el acto clásico de lectura’. Las relaciones de poder (auctoritas), la economía del ocio y del servicio doméstico, la arquitectónica del espacio privado y el silencio protegido que permiten y rodean este acto son ampliamente inaceptables para las pretensiones populistas e igualitarias de las sociedades de consumo occidentales. Esto, de hecho, conduce a una anomalía preocupante. Hay una sociedad u orden social en el cual muchos de los valores y hábitos de sensibilidad implícitos en el óleo de Chardin están aún operando; en los cuales los clásicos son leídos con atención apasionada; en los cuales unos pocos medios de comunicación de masas compiten con la primacía de la literatura; en los cuales la educación secundaria y el chantaje de la censura inducen a la constante memorización y a la transmisión de textos de recuerdo a recuerdo. Hay una sociedad que es libresca en el sentido fundamental, que discute su destino por referencia perpetua a los textos canónicos, y cuyo sentido del registro histórico es a la vez tan compulsivo y tan vulnerable que emplea una verdadera industria de falsificación exegética. Estoy aludiendo, por supuesto, a la Unión Soviética. Y este solo ejemplo podría bastar para mantener ante nuestras mentes perplejidades tan viejas como las de los diálogos de Platón sobre las afinidades entre el gran arte y el poder centralizado, entre la alta educación y el absolutismo político.

Pero en el occidente democrático - tecnológico, hasta donde uno puede decir, la suerte está echada. El infolio, la biblioteca privada, la familiaridad con las lenguas muertas, las artes de la memoria, pertenecerán, crecientemente, a los pocos especializados. El precio del silencio y la soledad se elevará. (Parte de la ubicuidad y el prestigio de la música derivan precisamente del hecho de que uno puede oírla mientras está con otros. La lectura seria excluye aún a los propios íntimos). Las disposiciones y técnicas simbolizadas por Le philosophe lisant ya se han vuelto académicas, en el sentido propio del término. Ellas se dan en las bibliotecas universitarias, en los archivos, en los estudios de profesores.

Los peligros son obvios. No sólo mucho de las literaturas griega y latina, sino porciones substanciales de las letras europeas, desde la Commedia hasta Sweeney Agonistes (un poema que, como muchos otros de T. S. Eliot, es un palimpsesto de ecos) han salido del alcance natural. Sujeto a la conservación académica y a la visita ocasional y fragmentaria de los estudiantes universitarios, obras que fueron una vez inmediatas para el recuerdo educado llevan ahora la fastidiosa media vida de aquellos violines Stradivarius mudos tras el cristal de la colección Coolidge en Washington. Amplios terrenos de tierra antes fértil están ya más allá de cualquier restablecimiento. ¿Quién, sino los especialistas, lee a Boyardo, Tasso y Ariosto, aquel mezclado linaje de la épica italiana sin el cual ni la noción de Renacimiento ni la de Romanticismo tienen mucho sentido? ¿Es Spencer todavía una presencia cardinal en nuestro repertorio de sentimiento, como lo fue para Milton, para Keats, para Tennyson? Las tragedias de Voltaire son, literalmente, un libro cerrado; sólo los estudiosos pueden recordar que esas obras dominaron el gusto y estilo europeos de expresión pública durante casi un siglo, que es Voltaire, no Shakespeare ni Racine, quien acapara los escenarios serios desde Madrid hasta San Petersburgo, desde Nápoles hasta Weimar.

Pero la pérdida no es sólo nuestra. La esencia del acto pleno de lectura es, como hemos visto, de dinámica reciprocidad, de respuesta a la vida del texto. El texto, incluso inspirado, no puede tener ser significante si no es leído (¿qué chispa de vida hay en un Stradivarius no tocado?). La relación del verdadero lector con el libro es creativa. El libro tiene necesidad de él como él necesita del libro —una afinidad de confianza exactamente expresada en la composición de la pintura de Chardin. Es en este sentido, perfectamente concreto, como cada genuino acto de lectura, como cada lecture bien faite, son colaboradoras con el texto. Lecture bien faite es un término definido por Charles Péguy en su incomparable análisis de la verdadera instrucción (en el Dialogue de l'histoire et de l'âme païenne de 1909):

Un lecture bien faite … n'est pas moins que le vrai, que le véritable et même et surtout que le réel achèvement de l'œuvre; comme un courounnement, comme une grâce particulière et coronale … Elle est ainsi littéralement une coopération, une collaboration intime, intérieure … aussi une haute, une suprême et singulière une déconcertante responsabilité. C'est une destinée merveilleuse, et presqu' effrayante, que tant de grands œuvres, tant d'œuvres de grands hommes et de si grands hommes puissent recevoir encore un accomplissement, un achèvement, un couronnement de nous … de notre lecture. Quelle effrayante responsabilité, pour nous.

Como Péguy dice: ‘¡Qué terrible responsabilidad !’, pero también ¡qué incomparable privilegio!; saber que la supervivencia de aún la más grande literatura depende de une lecture bien faite, une lecture honnête. Y saber que este acto de lectura no puede ser dejado a la sola custodia de los especialistas mandarines.

Pero ¿dónde estamos nosotros para encontrar verdaderos lectores, des lecteurs qui sachent lire?Nosotros, así lo espero, tendremos que entrenarlos.

Llevo conmigo una visión de ‘escuelas de lectura creativa’ (‘escuelas’ es una palabra, con mucho, demasiado pretenciosa; una habitación tranquila y una mesa serían suficientes). Tendremos que comenzar por el más simple, y por tanto más exigente, nivel de integridad material. Debemos aprender a descomponer y a analizar la gramática de nuestro texto, pues como Roman Jakobson nos ha enseñado, no hay acceso a la gramática de la poesía, al nervio y la fibra del poema, si uno es ciego a la poesía de la gramática. Tendremos que re - aprender métrica y aquellas reglas de medición familiares a todo escolar educado de la era Victoriana. No tendremos que hacerlo por pedantería, sino por el hecho abrumador de que en toda poesía, y en una amplia proporción de prosa, el metro es la música dominante del pensamiento y de la sensibilidad. Nosotros tendremos que despertar los anestesiados músculos de la memoria, para redescubrir en nuestros yoes comunes y corrientes los enormes recursos de recuerdo preciso y la delicia que viene del texto que tiene hospedaje seguro en nuestro interior. Buscaríamos adquirir aquellos rudimentos de reconocimiento mitológico y escriturístico, de recuerdo histórico compartido, sin el cual es difícilmente posible, excepto por el constante recurso a notas más y más laboriosas, leer adecuadamente una línea de Chaucer, de Milton, de Goethe o, para ofrecer una instancia deliberadamente modernista, de Mandelstam (quien parece ser uno de los maestros del eco).

Una clase en ‘lectura creativa’ procedería paso a paso. Comenzaría por la cuasi - dislexia de los actuales hábitos de lectura. Esperaría alcanzar los niveles de competencia informada prevalente entre los bien educados en Europa y Estados Unidos a finales, por decir algo, del siglo XIX. Aspiraría, idealmente, a aquel achêvement, a aquel compromiso acabado y coronado en el texto del cual habla Péguy y del cual son ejemplares esos actos completos de lectura como el de Mandelstam de Dante o el de Heidegger de Sófocles.

Las alternativas no son consoladoras: vulgarización y ruidosos vacíos del intelecto por un lado, y la retirada de la literatura a repisas de museos por el otro. El bosquejo indigno de la trama o la versión predigerida y trivializada de los clásicos por un lado, y las variaciones ilegibles por el otro. La alfabetización debe luchar por reconquistar el terreno medio. Si falla en hacerlo, si une lecture bien faitese vuelve un artificio del pasado, un gran vacío entrará en nuestras vidas, y no experimentaremos más la tranquilidad y la luz del cuadro de Chardin.

* El texto, primero de los ensayos recogidos en No Passion Spent, libro de Steiner publicado en 1996 por Faber & Faber (Londres), fue leído como la primera de las Conferencias Ben Belitt, en Bennington College, en octubre 3 de 1978. Originalmente fue editado en bellos ejemplares de circulación restringida, que llevan por título The Bennington Chapbooks In Literature, publicados en memoria de William Troy.