03. TEORÍAS ANTROPOLÓGICAS: UNA VISIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA DESDE LA NOCIÓN DE "PERSONA".

Introducción: Una visión de la antropología filosófica desde la noción de persona.

Si hay algo que todos tenemos claro, es que somos Personas.

¿Y qué queremos decir cuando nos definimos como tales?

Básicamente que no somos cosas y no debemos ser tratados por nadie (ni aún por nosotros mismos) como tales y que nos percibimos como seres únicos, irrepetibles e insustituibles.

Pero llegar a comprender esto no ha sido, y no es, fácil. Por ello, vamos a abordar lo que la filosofía ha dicho acerca del ser humano desde esta perspectiva.

El hombre griego.

La areté homérica.

Homero a través de sus dos grandes obras épicas, la Ilíada y la Odisea, nos transmite la imagen ideal del hombre griego.

La palabra clave es areté. Esta es la fuerza, la fortaleza que nos distingue como los mejores (aristos) y que se expresa desde el haber nacido en una familia ilustre hasta en el ser favorecido con la protección de alguna divinidad hasta en la realización de proezas en la guerra o en la propia asamblea. Es la virtud (fuerza) que nos configura como héroes. Entendiendo por héroe como lo mejor que el ser humano puede llegar a ser.

Aunque aquí todavía no está claramente delimitado el sentido de la individualidad personal y ni siquiera la noción de libertad es cierto que ya se apunta a que el proyecto humano no es algo acabado, es algo que cada ser humano debe empeñarse en adquirir.

Sócrates y el descubrimiento de la individualidad irrepetible: La muerte moral.

Será Sócrates el que avanzando en esa dirección llegue al descubrimiento de la individualidad irrepetible del ser humano. Su descubrimiento lo recoge de forma magistral su dicho: “Es mejor padecer injusticia que cometerla”.

Sócrates descubre que la areté, virtud o fuerza suprema del hombre, consiste en su conformidad con la verdad y, en consecuencia, con la justicia.

De ahí que la muerte que debe ser temida es la que produce la vida en la injusticia, vida no conforme a la verdad. Esa muerte, peor que la muerte física, es la muerte moral.

Sócrates ha llegado a un gran descubrimiento: somos individuos irrepetibles que tenemos una responsabilidad ante nosotros mismos, conocernos en lo que somos, conocernos como buscadores de la verdad y de la justicia. En ello reside nuestra grandeza como seres humanos.

Platón y la individualidad del alma.

Siguiendo la estela socrática Platón sigue incidiendo en la individualidad. Pero atribuye dicha individualidad a lo genuinamente humano, el alma.

Platón es dualista. Considera que en la situación presente, la vida mortal en el mundo sensible, el ser humano es un compuesto de alma y cuerpo. Ese compuesto es accidental –debido a una culpa originaria del alma- y, como tal, prescindible. El hombre es un alma encerrada en un cuerpo que es su tumba. El cuerpo y, por tanto, el compuesto es mortal pero el alma es eterna y la tarea del hombre encadenado al cuerpo es liberar el alma con el fin de que retorne al mundo eterno (cosmos inteligible) del que procede.

Para ello debe seguir un proceso ascendente de conocimiento-recuerdo (anamnesis) y, al mismo tiempo, de purificación de las cadenas corporales (catarsis).

La unidad substancial de Aristóteles: el synolon.

Aristóteles afirma también la individualidad pero ésta no es propiedad del alma sino del hombre entero.

El estagirita considera que el hombre es una unidad substancial de cuerpo y alma. Ambos son sustancias incompletas que constituyen al ser humano. El cuerpo es la materia del alma y el alma su forma. No puede haber cuerpo sin alma ni alma sin cuerpo. Es decir, sin alma no hay hombre pero sin cuerpo tampoco lo hay. Así, antes del nacimiento no hay hombre y después de la muerte tampoco.

Por ello, la individualidad es propiedad del compuesto (synolon), del hombre y no de una de sus inseparables partes.

En el hombre es el alma la que informa (anima) al cuerpo. Ese alma es un alma racional que se define por la capacidad racional y por la voluntad y, a la vez, asume las funciones de las otros dos tipos de alma que constituyen al resto de los seres vivos, el alma vegetativa (propia de las plantas) y la sensitiva (constitutiva de los animales).

En conclusión, a lo más a lo que llega el mundo griego es a la constatación y a la afirmación de la individualidad que subyace a todos y cada uno de los seres humanos.

El hombre judío: Imagen y Semejanza.

Resulta muy interesante la aportación del judaísmo a la reflexión antropológica. Éste considera que el ser humano, cada uno de ellos, tiene valor absoluto (dignidad). La dignidad humana provienede que el hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, tal como narran los dos relatos de la creación del hombre contenidos en los capítulos 1 y 2 del Génesis –primer libro de la Biblia-.

Dios ha diferenciado al hombre y a la mujer del resto de los seres creados dejando, de una forma especial, su impronta en ellos.

Ambos tienen la misma dignidad y así se indica en ambos capítulos.

El capítulo 2 (el más antiguo, perteneciente a la tradición yavhista) comienza con la creación del hombre (haadam). Yavhé considera que no es bueno que el hombre esté sólo y por ello crea a los animales pero se da cuenta de que estos no llevan la impronta propia del hombre y por ello se decide a crear a la mujer. Para ello adormece a haadam y de su costado (qahal), no de su costilla como dicen algunas traducciones, crea a la mujer. El término hebreo qahal indica el costado y simboliza, por proximidad, al órgano que alberga el costado, el corazón. Para el pensamiento judío el corazón es lo que define al ser humano lo que contiene su impronta. En consecuencia, el texto quiere indicar a través de un relato mítico que el hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Tienen ambos la misma dignidad. Por ello al ver a la mujer exclama haadam:

“Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada varona (issah) porque del varón (is) es tomada”. (Gn. 2, 22-23).

(Nótese como el texto refuerza la común dignidad de hombre y mujer utilizando prácticamente el mismo término para el hombre y la mujer. El hombre es llamado is (varón) y la mujer issah (varona)).

El capítulo 1 (perteneciente a la tradición sacerdotal) vuelve a insistir en la común dignidad de todos los seres humanos. Para ello Dios crea toda la realidad y culmina la su obra con la creación del ser humano. Aquí crea al mismo tiempo al hombre y a la mujer indicando expresamente que ambos han sido formados a su imagen y semejanza:

“Creó, pues, Dios al ser humano (haadam) a imagen suya,

a imagen de Dios le creó,

macho (zakar) y hembra (unequebah) los creó”. (Gn. 1, 27).

Así pues, la primera afirmación antropológica judía es que el hombre y la mujer tienen dignidad, la misma dignidad, ya que ambos han sido creados a imagen y semejanza de Dios.

Aunque la mentalidad judía no está acostumbrada a hacer distinciones filosóficas no por ello su visión antropológica deja de ser interesante. Es consciente de la complejidad que presenta el ser humano y emplea términos diversos para intentar describirla pero con la única particularidad de que para el judío el hombre es una unidad que se manifiesta a través de sus diferentes funciones. De ahí que los términos indiquen funcionalidades de todo el hombre nunca partes de él.

Así distingue entre:

Basar (carne): La vitalidad orgánica que se manifiesta exteriormente en la corporeidad. Pero este término no indica sólo al cuerpo humano sino a la manifestación corporal del hombre entero.

Nefes (aliento): La idiosincrasia propia de cada ser humano. En lenguaje filosófico podríamos decir que su esencia personal. De nuevo esa idiosincrasia indica a la totalidad del hombre.

Ruah (viento): La impronta de Dios en el hombre, el espíritu de Yavhé. Lo que indica la apertura constitutiva del hombre a Dios y la presencia de Dios en el ser del hombre y de la mujer.

Pero la antropología judía queda seriamente afectada por una idea que quiere comprender el problema del mal pero que afectará a la consideración de que todos los hombres son igualmente dignos, ya que no logra distinguir adecuadamente entre dignidad ontológica y dignidad moral. Esa idea es la doctrina de la retribución.

El punto de partida de esta doctrina es la idea de justicia: el bueno debe ser feliz y el malo infeliz. (Idea que utilizará mucho más tarde Kant para mostrar la inmortalidad del alma y la existencia de Dios).

Los judíos, que todavía no creían en la inmortalidad del ser humano, pensaban que esta retribución debería ser manifestada por Yavhé. Así, al justo le irán las cosas bien pero el que sufre una desgracia de cualquier tipo (accidente, enfermedad, desgracia familiar, muerte repentina, etc.) recibe el pago a su condición de pecador.

¿Cuál es el problema? Que los judíos empiezan a confundir dignidad moral con dignidad ontológica y, a pesar de que todos los hombres son imagen y semejanza de Dios –dignidad ontológica-, partiendo de su condición moral –dignidad moral- comienzan a hacer categorías distinguiendo entre hombres de primera (los justos) y hombres de segunda (los pecadores) a los que, en muchos casos, uno no puede acercarse, ni tocarles, ni comer con ellos, etc. ya que convivir con ellos supone compartir su pecado. Así, aunque el judaísmo considera la alta dignidad de cada hombre, ésta queda tocada por la doctrina de la retribución.

Es verdad que la propia literatura sapiencial, comenzando por el libro de Job, pondrá en duda tal doctrina pero hasta que no aparezca en los siglos II-I a. C. la creencia en una vida posterior y en la resurrección (libros de los Macabeos, libro de la Sabiduría) no se empezará a cuestionar seriamente.

El hombre cristiano: hijo en el Hijo.

La forma de vivir, de actuar y la predicación de Jesús traerán un nivel mayor de profundidad en la comprensión del ser humano.

Jesús es un judío. Como tal asume la primera afirmación antropológica del judaísmo: el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios pero, sin embargo, se revela frente a la segunda. Jesús no admite la doctrina de la retribución: come con pecadores, habla con ellos, los toca, los cura y, además, los convierte en sus predilectos. Él ha venido a traer su mensaje a los pecadores y no a los justos. Con ello Jesús refuerza la idea de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios.

Pero si nos quedáramos aquí no comprenderíamos lo auténticamente revolucionario de la antropología cristiana.

Jesús se presenta, ante el estupor de los judíos, como Hijo de Dios. No sólo realiza las expectativas que los judíos tenían con respecto al Mesías esperado sino que se presenta con el poder de perdonar pecados (atributo divino), se considera a sí mismo más que Moisés y, por tanto, por encima de la Ley, como legislador supremo (sólo Dios es el legislador supremo) e insiste en que antes de Abraham él era.

Además de presentarse al mismo nivel que Dios, dice que ese dios siendo Uno está constituido por tres. Ese Dios es Abba (“padre con entrañas de madre”), Hijo y Espíritu Santo. Tres que tienen una relación peculiar entre ellos y que constituyen la divinidad.

La idea trinitaria de Dios es una de las grandes novedades del mensaje de Jesús pero todavía va más allá con una afirmación que tiene una gran repercusión antropológica.

Jesús afirma que todo lo que se hace a los niños, a los hambrientos, a los desposeídos, a los tristes, a los enfermos…, a todo hombre (a todo prójimo), a él se le hace.

Esa idea la expresará magistralmente la primera carta de Juan:

Si alguno dice: ‘Amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20).

Hay así una relación indisoluble entre el hombre y Dios. Y esa relación se articula en la figura del Hijo. El Hijo (Dios y hombre al mismo tiempo) acerca a Dios al hombre constituyéndole en hijo de Dios, hijo a través del Hijo. Jesús, el Hijo, es en quien se reconoce a cada hombre y a cada mujer la más alta dignidad. El hombre no es sólo imagen y semejanza de Dios, es hijo de Dios:

“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1).

Pablo y la universalización de la idea cristiana de hombre.

Saulo de Tarso, conocido como Pablo o S. Pablo, es la figura clave para comprender cómo el cristianismo se extendió por todo el mundo conocido no quedándose reducido a una mera secta dentro del judaísmo.

Pablo comprende el mensaje universalista de Jesús -“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19)- entendiendo, frente a la opinión de la comunidad de Jerusalén encabezada por Pedro, que la predicación del mensaje de Cristo debe ir dirigida a todos los hombres y no en primer lugar a los judíos y una vez que estos la hubieran aceptado al resto de los hombres.

Logra convencer, no sin grandes tensiones, a Pedro y comienza a extender el mensaje cristiano a lo largo de toda la cuenca del Mediterráneo. Así, en poco tiempo, el número de cristianos no judíos será superior al de los cristianos de origen judío.

El término persona.

Cuando esta realidad comienza a darse, surge un problema, ¿cómo explicar el mensaje cristiano –mensaje judío y con categorías judías- a un pueblo de cultura griega con otras categorías mentales distintas? Y, ¿cómo hacerlo sin adulterar el mensaje?

Surge así una tarea de profundización en las categorías griegas y de valoración de las mismas que dará lugar a la introducción de las ideas cristianas en la propia mentalidad griega. Para ello se valdrán de términos griegos a los que se dará un nuevo uso y, cuando no sea posible, se acuñarán nuevos términos.

Aquí comienza la historia del término persona. ¿De dónde y por qué se toma ese término? ¿Qué se quiere indicar con él?

Acerquémonos brevemente a su historia:

El origen de la palabra.

El origen de la palabra persona reside en el teatro griego. Persona (prósopon, en griego) era la máscara que utilizaban los actores y que tenía una doble función: la de encarnar de alguna forma el “personaje” que el actor representaba y, además, servía como “megáfono”. (Las máscaras estaban diseñadas de tal forma que servían para amplificar la voz. Los teatros eran al aire libre).

La persona como rol.

La palabra griega prósopon será traducida al latín por persona. Aquí la palabra persona, a imitación del papel que interpretaba el actor en el teatro, empieza a significar el rol social, el estatus social, el puesto, el papel que desempeña cada individuo en la sociedad. Designa por tanto no lo que es el hombre sino el papel que desempeña en el juego social.

La aportación de la filología alejandrina.

Al concepto de persona como rol social recurrió la filología alejandrina al establecer los roles gramaticales del hablante: el del que habla (primera persona), el del interlocutor –a quién se habla-(segunda persona) y el del que se hablasobre quién se habla- (tercera persona).

Los gramáticos latinos adoptaron esta misma terminología y hablaban de la “triple naturaleza de las personas” (triplex natura personarum): yo –la persona que habla -, tú –la persona a la que se habla- y él. –la persona sobre la que se habla -.

La jurisprudencia romana de la época imperial.

El derecho romano de la época imperial equipara hombre y persona.

La palabra persona designa el estatus especial del libre frente al esclavo, o del hombre frente a los animales y las cosas.

La palabra homo (hombre) se emplea, jurídicamente hablando, para referirse al esclavo, o sea, para el que pertenece a la especie humana sólo biológicamente.

Pero también se usa la palabra persona para designar aquello que no es cosa. Así todos los hombres, también los esclavos, son personas.

Podríamos decir que todos los usos hasta aquí nombrados de la palabra persona tienen en común referirse al hombre o a todos los hombres pero sin hacer referencia a su yo íntimo, a lo que le hace hombre, a su naturaleza.

La persona y los estoicos.

Parece que los estoicos van cambiando de perspectiva. Para ellos, la naturaleza humana tiene que realizarse a través de su rol social (persona). Sólo se puede ser plenamente hombre desde la realización de su persona. Pero aunque esto supone un paso importante se queda todavía en la superficialidad del papel debido al fatalismo (negación de la libertad) del estoicismo. (Hay que aceptar sin resistencia el destino universal).

El término “corazón”.

Es importante que nos refiramos al término bíblico corazón, al que ya hicimos referencia más arriba, para comprender la evolución de significado de la palabra persona.

En sentido bíblico corazón es la palabra que sirve para designar a la totalidad de ser humano. El corazón designa a lo más íntimo, al yo íntimo, que se decide “por el bien o por el mal”, “por la luz o las tinieblas”. Este descubrimiento bíblico será el que ilumine el significado moderno de persona.

La evolución teológica del término “persona”.

La evolución no ha terminado. La palabra persona reaparece en el s. IV en el ámbito teológico cristiano para resolver dos paradojas del propio mensaje cristiano.

La paradoja trinitaria.

La primera paradoja es la de hacer compatible el monoteísmo judío –hay un único Dios- con las palabras de Jesús equiparándose a Dios -“El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9)- y con la referencia al Espíritu de Dios (pneuma) como alguien distinto del Padre y del Hijo -“Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn., 15,26)-.

Así, los teólogos occidentales –a diferencia de los orientales- recurren a la distinción gramatical de tres personas. Puede ser del mismo hombre del que se hable ya sea en primera, segunda o tercera persona. Las personas son distintas únicamente por la situación relativa que ocupan en una situación de habla. Así llegan a afirmar que Dios es “una naturaleza y tres personas”.

La paradoja de Jesucristo.

La segunda paradoja por la que aparece el término persona estriba en el intento de explicar la doble naturaleza (humana y divina) de Jesucristo. Es decir, cómo explicar que Jesucristo sea al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre. La solución vendrá tras el concilio de Calcedonia y se expresará así: La unión individual de ambas naturalezas no consiste en la mezcla de las dos, sino en que ambas son tenidas por una persona. Esta persona que tiene esas dos naturalezas es divina.

Así, el concepto persona se une al concepto utilizado por los teólogos orientales en su reflexión trinitaria: hipóstasis. Con este término designaban a cada una de las manifestaciones de la unicidad divina: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Hablar de Jesucristo como persona es hablar de la hipóstasis del Hijo, de su persona divina. Hipóstasis y persona empiezan a designar lo característico de Jesucristo que no es Dios con apariencia de hombre sino persona divina que tiene naturaleza divina y humana: verdadero Dios y verdadero hombre.

Boecio: la persona como sustancia individual de naturaleza racional.

Es Boecio en el siglo VI el que aplica el concepto de persona para hacer referencia a la naturaleza del ser humano como consecuencia de su aplicación teológica para hacer referencia a la naturaleza trinitaria de Dios y al “soporte” de la doble naturaleza de Jesucristo.

Su definición de persona dice así: Sustancia individual de naturaleza racional. (Persona est naturae ratinonabilis individua substantia).

Sin entrar en más profundidades, lo que Boecio quiere es explicar en qué consiste la naturaleza humana. La persona es alguien, no algo. Con eso se quiere indicar que el término persona sirve para definir a un ser que es único, irrepetible, insustituible. Cada persona es tan persona como cualquier otra pero su ser persona es de forma exclusiva –una persona jamás podrá ser sustituida por otra, ni aun cuando sea su clon. (Esto es lo que indica el término filosófico sustancia individual).

San Agustín: El amor como centro de la vida personal.

Agustín de Hipona es el hombre de la interioridad. Su búsqueda de la verdad es una búsqueda personal que apunta hacia la interioridad. Y si profundizamos en ella, nos encontramos con que el hombre es portador de la verdad:

"No salgas fuera de ti; vuelve a ti; en el interior del hombre habita la verdad" (De vera religione, XXXIX, 72).

Y para Agustín esa verdad es Dios. Es por ello que en la interioridad es donde se encierra la imagen y semejanza de Dios. A saber, en el alma. No en el cuerpo, ni en el compuesto –la unión de cuerpo y alma-. En esa línea Agustín dice del hombre que es un alma que gobierna un cuerpo. Y es en el alma, en sus facultades, donde se encuentra la impronta divina.

Esas facultades son tres: memoria (mens), entendimiento (notitia) y voluntad (amor). La memoria es la autoconciencia, el entendimiento la capacidad de conocer y la voluntad es la libertad del ser humano.

Las tres facultades constituyen la imagen del Dios Uno y Trino en el ser humano. Así la memoria es imagen del Padre y, en consecuencia, desea la felicidad, el entendimiento es imagen del Hijo y, por ello, desea la Verdad y en la voluntad reside la imagen del Espíritu Santo por lo que desea el Bien.

Y por ser portador de la imagen divina podemos decir que el hombre es persona:

“En esta imagen que es el hombre, aunque posee tres facultades, es una persona; mas no así en la Trinidad donde existen tres personas: el Padre del Hijo, el Hijo del Padre y el Espíritu, del Padre y del Hijo” (De TrinitateXV, VII, 11).

Esta investigación del espíritu humano se traduce en Agustín en investigación sobre el amor. El amor es la clave de la antropología y de la ética agustiniana.

El amor es la fuerza de la voluntad. Y es la que media con las otras dos facultades, memoria e inteligencia, dando unidad a todas las operaciones del alma humana. Es, por tanto, el corazón del alma.

Pero hay dos tipos de amores:

a) La cupiditas o amor de concupiscencia que se dirige a la mera posesión, a la mera utilidad (uti) por sí misma, al mundo por el mundo. Este amor es amor desordenado que sólo produce tristeza (tristitia), infelicidad y amenaza también con destruir al propio mundo.

b) La caritas o caridad que es el amor a Dios por Dios y al prójimo por Dios. Es el único amor que puede traer la felicidad y el disfrute (frui) del propio mundo.

Por ello la tarea fundamental del hombre consiste en escoger adecuadamente su amor:

“Amad, pero pensad qué cosa améis. El amor de Dios y el amor del prójimo se llama caridad; el amor del mundo y el amor de este siglo se denomina concupiscencia. Refrénese la concupiscencia; excítese la caridad”. (Enarraciones sobre los salmos: 31, II, 5).

Es el ordo amoris (orden del amor) lo fundamental. Si escoges bien tu amor, si descubres y vives conforme a la caridad, tu peso (pondus) será el amor (Confesiones, 13) y él llevará a plenitud la imagen divina en ti. Y así podrás decir:

“Ama y haz lo que quieras” (Comentario a la Primera Epístola de S. Juan, 7).

Santo Tomás de Aquino: “Subsistencia en la naturaleza racional”.

Tomás de Aquino considera que el hombre es a imagen de Dios -“… la preposición a indica acercamiento, que sólo es posible entre cosas distantes” (SummaTheologiae, I, c. 93, a. 1, Sol.)-.

Pero, ¿en qué consiste su ser a imagen de Dios? En la posesión de naturaleza racional:

“Es evidente que sólo las criaturas intelectuales son, propiamente hablando a imagen de Dios” (SummaTheologiae, I, c. 93, a. 2, Sol.).

Y en razón de su naturaleza racional se puede decir que el hombre es persona, indicando así que lo más perfecto en el orden del ser es ser persona:

“Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, es decir, lo que subsiste en la naturaleza racional” (SummaTheologiae, I, c. 29, a. 3, Sol.).

Podríamos decir que Tomás de Aquino asume la definición de persona de Boecio pero incidiendo en tres notas que manifiesta toda persona: racionalidad, incomunicabilidad y subsistencia.

a. Racionalidad: Es la naturaleza racional la que nos hace personas. Pero hablar de racionalidad implica hablar de entendimiento y voluntad. Gracias a la racionalidad, el ser humano llega a tener intimidad, llega a ser consciente de sí y dueño de sus actos y así puede percibir su vida íntima como tarea e intentar llevarla a plenitud mediante sus acciones libres.

b. Incomunicabilidad: Decir que una persona es incomunicable es incidir en que toda persona es distinta, absolutamente distinta, de cualquier otra. No hay dos personas iguales. Toda persona es absolutamente individual, única.

c. Subsistencia: Todo individuo lo es en razón de su subsistencia propia. La subsistencia propia de la persona es subsistencia racional. Pero, ¿a qué llamamos subsistencia?

Es una propiedad metafísica –propiedad del ser- “en virtud de la cual una naturaleza es un sistema acabado en sí mismo para existir y para obrar” (MARITAIN, J. Reflexiones sobre la persona humana. Encuentro, Madrid, 2007, p. 16).

Podríamos decir que esta es la clave de la filosofía de la persona de Sto. Tomás. Subsistencia es lo que hace que el ser de la persona sea un ser absolutamente único, irrepetible e insustituible de naturaleza racional. Y es ahí donde reside su dignidad:

“Como quiera que subsistir en la naturaleza racional es de la máxima dignidad, todo individuo de naturaleza racional es llamado persona” (SummaTheologiae, I, c. 93, a. 3, Resp. ad 2).

Hacia la ruptura de la persona.

La reflexión filosófica sobre la persona se mantendrá a lo largo de toda la filosofía posterior, con mayor o menor acierto pero, al mismo tiempo, a partir del s. XIV, con Guillermo de Ockham, se iniciará una línea de reflexión sobre la naturaleza personal que irá, progresivamente, rompiendo y disolviendo a la persona. De tal modo que se irá oscureciendo progresivamente qué es una persona.

Dedicaremos este apartado a caracterizar alguna de estas “minas antipersona”:

Lutero: la ruptura de la persona por el individualismo.

La doctrina luterana de la Sola Scriptura considera que la revelación cristiana no se asienta en dos fuentes, la Tradición y la Escritura, como dice el catolicismo sino en una sola, la Escritura. Pero de aquí surge un problema, si ya no hay una Tradición que nos asegure cuál es la interpretación correcta de la Escritura, ¿cómo podemos saber cuál es? A esto responde Lutero con la doctrina de la libre interpretación: Dios le dice a cada creyente en su corazón cuál es la interpretación correcta.

Se rompe así la unidad de la persona. Esas dos dimensiones esenciales de la persona que son su propia individualidad personal y su dimensión social, su referencia al otro, a la comunidad (Iglesia) -y cuya relación es constitutiva del ser personal- quedan fracturadas y se prima ante todo la propia individualidad. Lo único importante es el individuo que se encuentra sólo frente a su Dios.

Por ello las obras –dimensión comunitaria, exterior, social- no valen nada ante Dios. Sólo vale la fe –individual- que arranca la gracia de la salvación.

Ese individuo tiene dos dimensiones (“dos naturalezas”- dice Lutero) la dimensión interior y la exterior. Por la primera “el cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie” (La libertad del cristiano, 1) y por la segunda “el cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido” (Ibídem).

… el cristiano consta de dos naturalezas, la espiritual y la corporal. Atendiendo al alma, es denominado hombre espiritual, nuevo, interior; se le llama hombre corporal, viejo y exterior en relación con la carne y la sangre” (La libertad del cristiano (1520), 2).

Así hay una ruptura entre la vida auténtica, la interior, para la cual las obras no valen nada y la vida exterior, la social, en la que las obras son necesarias. Pero si tenemos en cuenta que el hombre está corrompido por el pecado, la dimensión exterior no aporta nada al problema fundamental del hombre, el de su justificación, el de su salvación.

La visión luterana del hombre se centra en una concepción individualista y pesimista de la naturaleza humana donde la razón no tiene ningún valor –sólo lo tendrá como razón estratégica o pragmática en la vida exterior-. Oigámosle:

“La razón es la mayor p… del diablo; por su naturaleza y manera de ser es una p… nociva, es una prostituta, la que ostenta el título de p… del diablo; una p… devorada por la sarna y la lepra, que se debería pisotear y destruir ella y su sabiduría… Arrojarle basura a la cara para volverle fea. Es y debe ser ahogada por el bautismo… Merecería, la abominable, que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a los retretes” (Disputationem. Ed. Drews, 42).

(Dios nos la ha dado) “para que gobierne aquí abajo; es decir, que tiene el poder de legislar leyes y de ordenar sobre todo lo relacionado con esta vida, como la bebida, la comida, los vestidos, incluso lo que concierne a la disciplina exterior de la vida honesta” (Weimar, XLV, 621, 5-8 (1538)).

La negación de la razón como instrumento de comprensión de la verdad y su reducción a razón pragmática trae como consecuencia la reducción del individuo a pura voluntad ausente de razón lo que se expresará en un voluntarismo fideista (un puro acto de fe irracional, porque la fe, para Lutero, frente a todo lo que habían sostenido los pensadores cristianos –con la excepción de Ockham-, es irracional): Peca fuerte, pero cree más fuerte.

Hobbes: El artificialismo.

Hobbes, de formación calvinista, entronca con el individualismo luterano apoyado por Calvino. Pero a ese individualismo le añade un profundo pesimismo por la naturaleza humana. Hobbes considera al hombre como mero cuerpo, un ser en movimiento que busca satisfacer sus necesidades –sus pasiones-, lo que le hace moverse por sus propios intereses, por la mera utilidad individual. De ahí que en su visión absolutamente pesimista de la naturaleza humana Hobbes tome el adagio de Plauto para describir al ser humano: Homo homini lupus. (El hombre es un lobo para el hombre).

El hombre natural es, por tanto defectuoso, por lo que si queremos que funcione y no se dedique a devorar a cualquier otro es necesario construir un hombre nuevo, el hombre artificial. Ese artificio será el Hombre Magno, el Estado –Leviatán-. Este tendrá que, construir la Ley e imponerla con su omnímodo poder a fin de contener al hombre natural y de constituir una sociedad en paz.

¿Cómo se construye ese hombre nuevo? A través de la unificación de voluntades mediante el contrato social. Hobbes, parece ser que por influencia de los puritanos calvinistas que, a su vez, fueron influenciados por la gnosis, considera que el poder salvador – “GreatestPower”- es la suma de las fuerzas de todos.

“El mayor de los poderes humanos es el compuesto con los poderes de la mayoría de los hombres unificados por el consentimiento en una persona, natural o civil de cuya voluntad depende el uso de todos los poderes” (Leviatán, X).

El mecanicismo cartesiano.

Descartes tomará de Galileo una distinción que traerá hondas consecuencias antropológicas.

Galileo, al analizar la experiencia sensible, distinguía entre:

- Cualidades secundarias: Aquello que nos muestran los sentidos: cualidades de color, olor, sabor, gusto y tacto. (Lo que hoy llamamos sensaciones). Para Galileo las cualidades secundarias son propiedades del sujeto que conoce, no de los objetos que conocemos. (¿Por qué? Porque no son matematizables).

- Cualidades primarias: Aquello a lo que realmente hace referencia nuestro conocimiento sensible, su soporte. Lo que realmente existe, lo que pertenece a los objetos que conocemos. Sus propiedades matematizables. Galileo distingue cuatro cualidades primarias: figura, forma, extensión y movimiento.

Descartes inicia su investigación en busca de las verdades fundamentales (absolutamente ciertas) que puedan edificar el edificio del saber asumiendo esta distinción galileana. Es decir, asumiendo que lo auténticamente real es aquello que puede ser matematizable.

Así, una vez que llega al conocimiento del yo y de Dios como las verdades absolutamente indudables (verdades claras y distintas) se enfrenta con la tarea de ver si hay algo indudable en lo que nos suministra nuestro conocimiento sensible. Y afirma que sí lo hay, la extensión:

“… es preciso confesar, al menos, que todo lo que percibimos clara y distintamente en las cosas corporales, es decir, todas las cosas que, en general, comprende el objeto de la geometría especulativa, están verdaderamente en los cuerpos” (Meditaciones metafísicas. Sexta meditación. AT, 80).

Lo indudable son las cualidades primarias pero no las secundarias. El mundo queda reducido a su aspecto matemático y, en consecuencia, sólo puede ser descrito y conocido al modo geométrico (more geométrico).

Las consecuencias antropológicas de esta “reducción galileana” –tal como la llama Michel Henry- no tardan en hacerse notar.

¿Qué es el hombre?

Fundamentalmente un yo, substancia pensante (res cogitans) que está unido accidentalmente a un cuerpo, substancia extensa (res extensa).

Ese yo es el homúnculo que controla la máquina corporal. Esta máquina corporal es una suerte de autómata que funciona conforme a las leyes mecánicas que rigen la naturaleza (leyes de índole matemática).

Tenemos así dos órdenes de realidad. El del yo y el del mundo. El superior es el del yo que controla y domina el del mundo. Pero, ¿cómo puede el yo tener acceso a su cuerpo y, a través de él, al mundo?

Aquí Descartes se ve obligado a recurrir a un tercero que posibilite la relación entre esas dos realidades absolutamente diversas e incomunicables. Ese tercero será la glándula pineal (hipófisis) que se encargará de hacer que ambas realidades interactúen entre sí.

La “conciencia reflexiva” de Locke y el asentamiento del individualismo liberal.

En el Ensayo sobre el entendimiento humano (libro II, capítulo XXVII, §§ 9-29), Locke introduce su reflexión sobre la identidad personal.

Nada más comenzar define el término persona:

“… debemos ahora considerar qué se significa por persona. Y es, me parece, un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como el mismo, como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace en virtud de su tener conciencia, que es algo inseparable del pensamiento y que, me parece, le es esencial, ya que es imposible que alguien perciba sin percibir que percibe.(§ 9). (La cursiva es nuestra).

Locke pone de relieve que lo que define la propia identidad personal es el hecho de tener conciencia. Es decir, el hecho de ser consciente de sí mismo, autoconsciente. Lo que la filosofía posterior ha llamado conciencia reflexiva.

Esta afirmación -“En el tener conciencia reside la identidad personal” (§ 10)- tendrá serias consecuencias. Si el ser persona se reduce al ser consciente de sí, ¿qué ocurre cuando no se da de forma patente esa conciencia? Es decir, ¿qué ocurre con el niño recién nacido, con aquél que duerme, con el que está en estado de coma o con aquel que tiene una deficiencia que le impide tener conciencia de sí? ¿Son personas o no? Locke, sin ser consciente de ello, abre la posibilidad de considerar que todo aquel que no tiene conciencia de sí no es una persona.

Al mismo tiempo, la filosofía política de Locke asentará el individualismo luterano dando lugar al liberalismo político.

¿Cuál es el fundamento de la sociedad política?

El individuo libre y propietario. Locke convierte la libertad individual en un absoluto y reconoce al mismo tiempo que uno de los derechos naturales del hombre es la propiedad privada adquirida por el trabajo. Pero de aquí no se puede concluir que todo hombre, en razón de su trabajo, tenga derecho a una propiedad sin límites. El derecho a la propiedad viene determinado por la capacidad de uso y disfrute de ella. (No hay aquí consideración alguna sobre la función social de la propiedad privada y su limitación por la justa redistribución de los bienes).

La sociedad es una reunión de individuos (atomismo social) sometida a un gobierno con la finalidad de conservar de su propiedad individual, entendiendo por ésta la mutua preservación de sus vidas, libertades y patrimonios.

El fundamento de dicha sociedad será el consentimiento individual, la decisión libre de adherirse a ella, sabiendo que por encima de la misma sociedad está la libertad individual. Por ello Locke contempla con absoluta normalidad la posibilidad de que existan individuos libres que pueden vivir al margen de cualquier sociedad política.

El fideísmo del yo en Hume.

Hume es empirista y, como tal, parte del siguiente axioma: “Todo conocimiento procede de la experiencia y se justifica en la experiencia”.

Desde ahí tenemos que abordar su posición con respecto al yo o persona. Considera que no tenemos ningún fundamento para conocer la existencia del yo. ¿Por qué? Porque nosotros sólo podemos conocer lo que captamos a través de la experiencia y el yo sería el receptáculo de toda impresión que estaría más allá de las impresiones y, en consecuencia, no podemos conocerlo ya que o no sería una impresión o bien tendría que ser una impresión permanente y no se da como tal.

Entonces, ¿por qué hablamos del yo? Hume considera que es un mero problema lingüístico. Una forma de hablar para referirnos a la sucesión de las percepciones pero sin identidad alguna:

“La mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se presentan en forma sucesiva; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones, No existe en ella con propiedad ni simplicidad en un tiempo, ni identidad a lo largo de momentos diferentes, sea cual sea la inclinación natural que nos lleve a imaginar esa simplicidad e identidad. La comparación del teatro no debe confundirnos: son solamente las percepciones las que constituyen la mente de modo que no tenemos ni la noción más remota del lugar en que se representan esas escenas, ni tampoco de los materiales de que están compuestas”. (Tratado de la naturaleza humana.Libro primero. Parte Cuarta. Sección VI, SB 253).

Pero el propio Hume se da cuenta de que este escepticismo de la razón frente al yo se enfrenta con el problema de la vida. La vida se nos impone y exige la existencia del yo. No se puede vivir sin yo. Es por lo que dice que no se puede aplicar a la existencia del yo el escepticismo de los sentidos. Dicho de otra forma que no nos queda más remedio que creer que existe el yo para poder vivir.

La negación empirista del yo concluye con la creencia (irracional) en su existencia. Estamos ante un fideísmo del yo.

Kant y el recuerdo de la dignidad ontológica de la persona.

Será Kant el que, al exponer la segunda formulación del imperativo categórico, vuelva a recordarnos qué es la persona:

“Obra de tal modo que uses a la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”(Fundamentación de la metafísica de las costumbres, capítulo segundo).

¿Por qué hemos de tratar a las personas como fines y no sólo como medios?

Porque las personas tienen valor absoluto (dignidad ontológica) y las cosas sólo tienen valor relativo. Es decir, las personas tienen valor por lo que son y las cosas no tienen valor, se lo otorgamos nosotros en función de su utilidad. Dejemos que él mismo nos lo explique:

“Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto)” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, capítulo segundo).

La disolución social del yo personal: Rousseau, Hegel y Marx.

Pero el recuerdo de la dignidad ontológica de la persona humana durará poco ya que, siguiendo la estela de Rousseau, Hegel y su discípulo Marx la diluirán en el todo social. Acerquémonos, brevemente, a lo que nos dicen estos pensadores.

Rousseau.

Rousseau considera que el hombre ha perdido su bondad natural debido a la aparición de la propiedad privada que ha fomentado la codicia y ha instalado el sentimiento del egoísmo en el corazón del ser humano. Así los seres humanos son individuos que van a lo suyo y que, como mucho, se han aliado –lo más poderosos- dando lugar a un Estado y a unas leyes de las que intentan sacar el mejor partido posible.

Guiado por Hobbes piensa que el hombre puede ser redimido de esa situación a través de un Estado moral que intente redimir al hombre.

Para ello es necesario que los individuos firmen un contrato social cuyo resultado será la constitución de la voluntad general.

Siguiendo el modelo del Greatest Power de Hobbes (el poder salvador es la suma de las fuerzas de todos) instará a que los hombres renuncien a su voluntad individual en favor de la voluntad general que se constituirá en un Estado moral que será el que guiará a los hombres hacia su salvación mediante la obediencia a las leyes santas que brotarán de ese Estado.

Así, el individuo se convertirá en persona. Entendiendo que la persona es persona social, parte de un todo que debe funcionar armónicamente.

Así nos lo refiere:

“Quien se atreva a acometer la empresa de instituir un pueblo, debe sentirse capaz de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana; de transformar a cada individuo, que por sí solo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande en el que este individuo reciba de alguna forma su vida y su ser, de sustituir la existencia física e independiente por una existencia parcial y moral- Es preciso que despoje al hombre de sus propias fuerzas. A fin de darle otras que le sean extrañas y de las que no pueda hacer uso sin el socorro de otro“ (Contrato social, II, VII).

Hegel.

Hegel se mueve en la órbita de Rousseau pero intentando dar a su posición una justificación metafísica. Es decir, intentando insertar su visión de la persona dentro de su interpretación global de la realidad.

El filósofo prusiano considera que la realidad está constituida por un único ser racional que tiene como misión autoconocerse. Toda la realidad y la historia –como parte de la realidad- no son más que momentos del despliegue (autoconocimiento) de la Idea –nombre con el que designa a esa única realidad-.

¿Dónde entra la persona? La persona se disuelve en la Sociedad que se somete al Estado (de Derecho) que es la máxima representación de la Idea o Espíritu absoluto en la historia.

De hecho “el señor del mundo”, el Estado, es la persona (abstracta o jurídica). Y por ello, no podemos llamar persona a ninguno de nuestros congéneres ya que “llamar a un individuo una persona es la expresión del desprecio” (Fenomenología del espíritu, C, BB, VI, A, c, 2).

Marx.

Marx es un hegeliano perteneciente a lo que se denominó izquierda hegeliana. Esta observación es muy importante para entender qué entiende el marxismo por persona.

Siguiendo la estela de su maestro, Karl Marx utiliza el término persona para referirse al todo social. De hecho, utiliza el término persona como sinónimo de la expresión humanidad social. La sociedad está constituida por un conjunto de individuos que tienen que ocupar su posición y realizar la función que les corresponde. Así tendremos una sociedad cohesionada que mediante el trabajo podrá relacionarse de forma armónica (dialéctica) con la naturaleza.

En consecuencia, Marx se negará a aplicar el término persona a lo que él denomina individuos considerando que identificar persona e individuo es propio de la mentalidad del capitalismo burgués. La esencia humana no se puede aplicar a los individuos sino sólo al cuerpo social y por eso la define como el conjunto de las relaciones sociales. Así lo expresa él mismo:

“… la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales”. (Tesis sobre Feuerbach, VI).

La disolución de la persona.

Nietzsche será el punto de inflexión definitivo. Su lucha contra la civilización occidental y contra el hombre racional (persona) intentará ser un punto sin retorno. La persona tiene que desaparecer para que aparezca un nuevo tipo de hombre y una nueva civilización.

La posterior analítica existencial se moverá, tocada por Nietzsche, dentro de un absoluto pesimismo antropológico que degenerará en el alegre pesimismo de la postmodernidad.

El hombre como depredador: el Übermensch de Nietzsche.

“… ¡ay de la curiosidad fatal que pudiera atisbar por una rendija desde el cuarto de la conciencia y adivinara que el hombre está asentado en lo implacable, lo ávido, lo insaciable, lo asesino, en la indiferencia de su ignorancia, dijérase encaramado, soñando, en el lomo de un tigre!” (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, II).

Ese es el hombre, tal como lo describe Nietzsche, un depredador, el mayor de los existentes sobre la faz de la tierra.

Desde esta afirmación podemos comprender su reclamo de una realidad guiada por un hombre "irracional": voluntad de poder, de dominio. Un hombre en el que se hayan superado todos los errores de Occidente. Un hombre sin Dios. Un hombre que asuma la vida en toda su fuerza. Un hombre que ame la vida, que sea pura instintividad. Por eso este nuevo modelo humano está más allá del hombre occidental y sólo será posible cuando la civilización que está por venir se haga real sobre las cenizas del hombre occidental. Ese nuevo hombre es el Superhombre (Übermensch), el hombre por encima del hombre, por encima de la persona.

La analítica existencial: el humanismo antihumano.

Los dos grandes representantes de la analítica existencial son Heidegger y Sartre.

Ambos parten del análisis de la existencia concreta. El hombre está arrojado en el mundo y en este tiene que vivir. La afirmación clave de ambos pensadores es que el hombre no tiene naturaleza sino que se hace a través de sus actos. A esta posición antropológica se le ha denominado actualismo: “El hombre es lo que hace”.

Heidegger.

Heidegger parte de la afirmación de que el ser humano es un “ser en el mundo”. Está arrojado en un mundo que se presenta ante él como el conjunto de posibilidades que tiene que elegir ya que el hombre no tiene esencia, naturaleza, sino que la tiene que construir.

Pero para construirse el hombre tiene que partir de su situación, situación de la que se hace consciente mediante la noción de cuidado o cura (Sorge).

El cuidado o cura le hace percibir todas sus posibilidades a través de la angustia que le enfrenta al límite de sus posibilidades mismas, la muerte. Ser consciente de que el hombre es un ser para la muerte le hace tomar conciencia de su radical finitud y de lo que realmente puede hacer.

Además, le enfrenta ante la cotidianidad que le hace ver que su relación con el mundo, el conjunto de objetos útiles, le puede hacerse perder en ellos lo que le llevaría a una existencia inauténtica o, por el contrario, le puede posibilitar llevar una vida auténtica.

Basándose en esta afirmación se ha hablado de que Heidegger planteaba un humanismo de la finitud al proponer que el hombre debe construir su propia naturaleza en relación con el mundo en un sentido suprautilitario.

¿Pero realmente estamos ante un humanismo?

Heidegger elimina totalmente el yo. El ser humano es una pura estructura, una nada arrojada a la existencia, es un mero ser-ahí (Dasein).

Y desde una existencia apersonal, sin yo, ¿qué es la existencia auténtica?

“Una existencia asubjetiva (apersonal, sin rastros de mismidad´) sería una cura absolutamente ciega, que, por tanto deja de ser cura y se convierte en mera actividad mecánica o estimúlica, en la actividad de una máquina, de un robot, de un animal extático en su entorno. La cura sería mero acontecer externo (que se abre en la nada del sujeto)” (Fernández Beites, P. Tiempo y sujeto, p. 76).

La vida auténtica, ¿qué es? ¿El sometimiento ciego a las pulsiones ciegas del instinto? ¿Y la vida inauténtica el intento de creerse algo distinto de un mero animal instintivo en función del uso con las cosas del mundo?

Parece que pudiera ir por ahí Heidegger pero, desde su ambigüedad, lo que decimos podría ser rebatido como mera interpretación.

Pero, a pesar de la ambigüedad heideggeriana se puede afirmar que nuestro pensador no propone un humanismo sino más bien una actitud absolutamente antihumanista instalada en el nihilismo más craso, no por instalarse en la finitud sino por negar el yo.

Sartre.

Jean Paul Sartre parte del hecho de la libertad. El hombre está “condenado a ser libre”. Es decir, el hombre es pura libertad sin naturaleza que, desde esa estructura tiene que construirse con sus actos.

No hay, en principio, un proyecto más válido que otro. Todos los proyectos son válidos en la medida en que uno elija con responsabilidad. Responsabilidad que viene marcada por el sentimiento de angustia que le pone delante a cada hombre la necesidad de elegir mi proyecto como si fuera el único válido, como si fuera deseable por todos los hombres. Es decir, elegir con responsabilidad es intentar hacer lo que otro haría en mi lugar.

Aunque no hay proyectos mejores que otros, a menos que no se elija con responsabilidad, en el fondo de todo proyecto subyace una pretensión: la de ser Dios. ¿Y eso qué quiere decir?

Sartre, que considera que el ateísmo es el punto de partida de su visión existencialista, se da cuenta de que elegir supone seleccionar. Toda elección supone la exclusión del resto de las posibilidades. Y, ¿qué es Dios sino el que realiza en sí todas las posibilidades? Eso es a lo que tiende el hombre pero como eso es imposible porque está limitado por la propia muerte afirma, consecuentemente, que todo proyecto humano está abocado irremediablemente al fracaso. El hombre es una “pasión inútil”.

Además, el hombre se encuentra con otro obstáculo, los otros.

Conozco a los otros como aquellos que me reducen a “objeto”. Los experimento siempre a través de su mirada reductora.

Él mismo nos lo clarifica por vía de ejemplo:

Imaginemos que me encuentro en el pasillo de un hotel y me agacho para mirar por el ojo de una cerradura. En esos momentos no pienso en mí mismo: mi atención se centra por entero en lo que ocurre dentro de la habitación.

De pronto, aparece un empleado del hotel y ve lo que hago. Me asalta la vergüenza. Me siento como un objeto ante la mirada del otro, su campo de conciencia me invade.

Los otros son, seres libres, que me reducen a objeto. De ahí, la escalofriante afirmación de Sartre: “el infierno son los otros”.

De ahí que con los otros sólo se puedan establecer relaciones de utilidad, relaciones reductoras. Yo soy para los otros objeto y los otros para mí lo mismo.

Esas relaciones sólo pueden ser de dos tipos:

a. Relaciones de masoquismo: Cuando yo permito ser reducido a objeto por el otro.

b. Relaciones de sadismo: El otro es reducido a objeto por mí.

Por tanto, esa realización personal, que constituye el humanismo existencialista, no sólo tiene el límite que le impone su deseo irrefrenable de ser Dios sino el obstáculo que supone la relación con los otros. A pesar de ello, el propio Sartre califica su visión de optimista y declara sin ningún tipo de dudas que el propugna un auténtico humanismo:

“Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto a humano". (El existencialismo es un humanismo, p. 60).

El esteticismo individualista de la postmodernidad.

Lyotard, uno de los grandes santones de lo que se ha denominado postmodernidad afirma que los grandes relatos han muerto. Es decir, que han perdido su papel de legitimación. Es decir, ya no hay ningún relato sea religioso, filosófico, político, social, económico, científico, etc. que sirva para que el hombre se autocomprenda. No hay sentido. La búsqueda del hombre que se ha creído Atlas, capaz de soportar el mundo, no es más que la condena de Sísifo que, tras subir la pesada piedra a lo alto de la montaña, tiene que contemplar cómo la piedra rueda por la pendiente opuesta.

Es hora, pues, de aceptar esa realidad y de darnos cuenta de que el gran relato debe ser sustituido por el pequeño relato que “se mantiene como la forma por excelencia que toma la invención imaginativa” (La condición postmoderna, capítulo 14). Sísifo ha muerto, ahora queremos que viva Narciso.

Hay que dejar de pensar en grandes palabras: persona, dignidad, amor, libertad, igualdad, fraternidad, etc. En su lugar hay que reconocer alegremente que nada tiene sentido y refugiarse en el “discurso débil”. Es decir, en lo que nos queda, la propia individualidad. Esa individualidad que tiene que ir en busca de lo que le interesa pero, eso sí, sin conflictos. Haz lo que quieras pero hazlo bonito.

Se instala así una esteticismo individualista pero, eso sí, marcado por esa alegría propia del sentimentalismo buenista. MilanKundera en su obra La inmortalidad describe la esencia de este alegre pesimismo humanista de la postmodernidad: "Pienso, luego existo es el comentario de un intelectual que subestima el dolor de muelas. Siento, luego existo es una verdad que posee una validez mucho más general".

Por una vuelta a la noción de persona.

Son varios los pensadores que a lo largo del siglo XX insistirán en la recuperación de la reflexión sobre la persona situándola en un lugar preeminente de la reflexión filosófica. Nos acercaremos a algunos de ellos.

La ética fenomenológica de los valores: Scheler y von Hildebrand.

Con la publicación en 1900 de su obra Investigaciones Lógicas Edmund Husserl fundará la Fenomenología que pretende una superación del subjetivismo y del relativismo dominante en la filosofía de la época. El lema de la Fenomenología refleja muy bien sus intenciones: “¡A las cosas mismas!” (Zu den Sachen selbst!).

Siguiendo la estela de Husserl se iniciará todo un movimiento fenomenológico que, entre otras cosas, dará lugar a un intento de superar el formalismo moral kantiano mediante la reflexión fenomenológica de los valores. La ética de los valores tendrá tres grandes representantes: Max Scheler, Dietrich von Hildebrand y Nikolai Hartmann.

La ética fenomenológica de los valores traerá de la mano una profunda reflexión acerca de la realidad personal. A ella nos acercaremos a través de Scheler y de von Hildebrand.

Scheler.

La compleja reflexión antropológica de Scheler se presenta en dos etapas, la fenomenológica y la posterior a 1922.

Nos centraremos sólo en la primera etapa.

Scheler parte del reconocimiento de que la persona es un ser libre y unitario. Su individualidad es de tal calibre que cada persona tiene un prototipo ideal personal que está llamado a realizar a través de su vida moral.

Desde estas bases se enfrenta a los dos modos tradicionales de considerar la realidad personal. El sustancialismo que al afirmar que el hombre tiene una esencia (naturaleza) no puede explicar cómo la persona puede desarrollar su prototipo ideal a través de sus actos morales y el actualismo que dispersa a la persona en cada uno de sus actos renunciando también al prototipo ideal y a su consideración como vocación y tarea.

Desde aquí define a la persona como:

«… la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa» (Ética, GW II, 382).

La persona vive en la unidad de sus actos. Esa es su difícil posición.

“… la persona existe y se vive únicamente como ser realizador de actos, y de ningún modo se halla “tras de éstos”, o “sobre ellos”, ni es tampoco algo que, como un punto en reposo, estuviera “por cima” de la realización y el curso de sus actos» (Ética. GW II, 384).

En consecuencia afirma que debemos distinguir entre el yo psicológico y la persona espiritual. Ésta no es objetivable pero sí amable y su actividad no es sólo intelectual sino también y no menos importante afectiva y amorosa.

Von Hildebrand.

Von Hildebrand se separa de la posición scheleriana instalándose en una neta posición sustancialista y recuperando en consecuencia la definición de Boecio.

Afirma que la persona no sólo es una sustancia sino que es la forma más perfecta del ser sustancia.

“… el carácter de sustancia se da en el caso de la persona de una manera tan perfecta, que excluye por completo la confusión de los límites que la persona perfila. Las personas no pueden nunca fundirse en una unidad como los elementos de un continuo, ni figurar con su núcleo sustancial como ‘partes’ en sentido propio y auténtico de un todo” (Metafísica de la comunidad, cap. 1, p. 20).

Tras un riguroso análisis de las vivencias de la persona que no podemos detallar por razones evidentes llega a concluir que tenemos que reconocer el carácter espiritual de la persona entendiendo por tal su referencia significativa al mundo, su ser consciente, su estar “despierto” ante la realidad.

Este carácter espiritual pone de manifiesto que en ella hay tres centros espirituales: el entendimiento, la voluntad y el corazón.

A esta última esfera que sería el fundamento de las vivencias afectivas (las respuestas afectivas y el “ser afectados”) dedicará varios escritos suyos que le llevarán a afirmar la primacía del corazón sobre los otros dos centros espirituales. Y de entre las respuestas afectivas destacará como la más importante el amor, respuesta afectiva al valor, a la que dedicará una de sus grandes obras La esencia del amor.

El amor se manifiesta como entrega.

En primer lugar porque reconoce que todo tipo de amor pide el descentramiento, el salir de sí.

Algunos tipos de amor perfeccionan esa entrega al exigir que deba expresarse como caridad, bondad difusiva, que es “la antítesis radical del egoísmo, la dureza del corazón y la indiferencia” (La esencia del amor, p. 429). En la caridad no sólo salimos de nosotros mismos sino que transfiguramos nuestra vida.

Pero el amor más perfecto entiende la entrega amorosa como la entrega del corazón, de la propia vida. El efecto de éste último tipo de entrega es que supera la segunda y contradice -en expresión de Hildebrand- la primera en razón de que la persona amada se convierte en centro de nuestra vida. El movimiento de salida amorosa vuelve hacia el sujeto situándole en sí mismo auténticamente.

Hildebrand considera que el amor es la vivencia más auténticamente personal y la que más hace crecer a la persona.

Maritain:

Jacques Maritain es otro de los grandes pensadores que intentan recuperar la reflexión filosófica sobre la persona. En este caso siguiendo el pensamiento de Sto. Tomás con un claro intento de profundización y adecuación a los problemas del hombre contemporáneo.

El pensador francés reconoce que el ser humano es tanto individuo como persona.

Individuo en tanto que miembro de la especie humana:

“… un fragmento de una especie, una parte de este universo, un punto singular de la inmensa red de fuerzas e influencias cósmicas, étnicas, históricas, a cuyas leyes está sometido” (Reflexiones sobre la persona humana, p. 18).

Pero, a la vez es una persona:

“… un universo de naturaleza espiritual dotado de la libertad de elección y que constituye por tanto un todo independiente frente al mundo” (Ibídem).

En tanto que persona ni la naturaleza, ni el Estado, ni Dios pueden “morder” en ella sin su permiso.

Ahora bien, el ser humano no está acabado, debe realizar a través de su voluntad libre lo que en su naturaleza está esbozado. Debe llegar a ser lo que es.

Y tiene dos posibles caminos: ir en la dirección que le marca su individualidad material o en el que le indica su personalidad espiritual.

Si sigue el primer camino, el de la individualidad material, que se guía por la ley de tomar, de absorber para sí, su personalidad tenderá a disolverse.

Si, por el contrario, sigue el camino que le marca su personalidad espiritual, irá en la dirección del yo generoso encarnado por los héroes y los santos.

“El hombre no será verdaderamente una persona sino en la medida en que su comportamiento ético traduzca en acción la realidad metafísica del espíritu en él. (…) Porque la ley suprema del desarrollo de la personalidad, que es un desarrollo ante todo espiritual, es una ley de amor y de generosidad que consiste en darse, que supera el simple desarrollo de las virtudes del intelecto, la simple perfección intelectual” (Ib., p. 19).

Pero la persona demanda la vida en sociedad, en virtud de que es una persona y también para llegar a desarrollarse en plenitud.

En cuanto persona es miembro de una sociedad y en tanto que individuo parte de la misma.

En tanto que parte individual del todo social, en razón de su imperfección, está sometida al bien común.

Pero en tanto que persona, miembro de una sociedad de personas, el bien común debe estar subordinado al bien propio de cada persona.

Ambos rasgos definen la propia vida social. El hombre debe buscar y someterse al bien de la comunidad pero la comunidad debe respetar siempre su ser personal y poner las bases para su desarrollo pleno.

En consecuencia, Maritain apuesta por un personalismo comunitario:

“Una sociedad (…) aparece primero como comunitaria, y entiendo por esto que el fin propio y especificador de la ciudad y de la civilización es un bien común diferente de la simple suma de los bienes individuales y superior a los intereses del individuo en tanto que es parte del todo social. Este bien común es la recta vida terrena de la multitud reunida; es por tanto a la vez un bien material y moral. Pero además, y por eso mismo este bien común temporal no es un fin último, sino que está ordenado a algo mejor: al bien supratemporal de la persona, a la conquista de su perfección y de su libertad espiritual. Por eso la justa concepción de la ciudad no es solamente comunitaria, sino que también es personalista. Y entiendo por esto que es esencial al bien común temporal el respetar y servir a los fines supratemporales de la persona humana” (Ib., p. 27).

El personalismo comunitario en razón de lo dicho se opone tanto al error individualista, propio del liberalismo, que ignora la naturaleza social de la persona humana como al error totalitario o colectivista, propio de los fascismos y del comunismo, que ignoran la naturaleza de la persona individual.

El personalismo.

Tenemos que pararnos a hacer mención del personalismo, tanto judío como cristiano. El personalismo centra su reflexión filosófica en la realidad personal.

El personalismo hace sentir su influencia de Kierkegaard y de Maine de Biran y, en el caso del personalismo judío, por la figura de Franz Rosenzeig vamos a destacar a tres de los más representativos pensadores personalistas: Martin Buber y Emmanuel Levinas, como representantes del personalismo judío, y Emmanuel Mounier, personalista cristiano.

Pero antes haremos una breve mención a Kierkegaard.

Sören Kierkegaard: el individuo antihegeliano.

Kierkeggaard se enfrenta a la disolución de la persona (del individuo, dirá él) en el pensamiento hegeliano.

El individuo es un ser dialéctico. El hombre no está acabado. Es un compuesto que tiene como tarea propia llegar a ser individuo (persona, diríamos nosotros), unificando los elementos que lo integran (alma y cuerpo, finitud e infinitud, necesidad y posibilidad, tiempo y eternidad).

Este proceso sintético es libre. Sólo puede llegar a unidad, plenitud, el hombre que se escoge a sí mismo libremente apoyándose en el Absoluto:

«… al autorrelacionarse y querer ser sí mismo, el yo se apoya de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado» (La enfermedad mortal, p. 37).

Buber: la persona ser relacional.

Martin Buber considera que lo que define a la persona es su capacidad de relación. La persona es un ser relacional.

“Al principio está la relación” (Yo y Tú, p. 18).

El ser humano puede establecer dos relaciones básicas con el mundo:

o Relación yo-ello: Es la que se establece con las cosas del mundo. Es una mera relación de utilidad.

o Relación yo-tú: Se establece con las personas. Es una relación de encuentro.

“La palabra básica Yo-Tú sólo puede ser dicha con la totalidad del ser. Pero la reunión y la fusión en orden al ser entero nunca puedo realizarlas desde mí, aunque nunca pueden darse sin mí. Yo llego a ser Yo en el Tú; al llegar a ser Yo, digo Tú.

Toda vida verdadera es encuentro” (Ib., p. 13).

El ser humano está llamado a esa vida verdadera en la relación yo-tú pero puede tratar al otro como cosa estableciendo con él una relación yo-ello. Una mera relación de utilidad. Reduciendo así el mundo al ello olvidando todo .

Buber advierte que el olvido del tú lleva a la deshumanización:

“… con toda la seriedad de la verdad, escucha esto: sin el Ello no puede vivir el ser humano. Pero quien solamente vive con el Ello no es ser humano” (Ib., p. 29).

Levinas: el rostro del otro.

Según Levinas el problema de la filosofía occidental estriba en la ontología. En la reducción de toda la realidad a sustancia (sustancialismo) lo que ha llevado a considerar al yo, a la persona, como el Mismo, Es decir, a recluirla en una absoluta afirmación de sí misma recluyéndola en el egoísmo y considerando toda la realidad en clave de poder. Eso es lo que se manifiesta en esa primacía del yo propia de la Modernidad y que se expresa en la noción kantiana de autonomía moral a raíz de la cual la libertad se convertirá en absoluto reduciéndose el yo a libertad omnímoda.

Levinas entiende que esa actitud lleva a la negación del humanismo auténtico, aunque para justificarla se la tilde de humanista. Frente a ella hay que reivindicar un nuevo humanismo, el único auténtico, el humanismo del otro. Hay que salir del yo, el Mismo, para descubrir la presencia del otro.

Ese otro se me presenta como rostro. Rostro que sustituye el poder por la compasión. Rostro que exige que la relación que se establezca entre los dos sea una relación en la que ni el yo ni el tú se anulan. Esa relación es una relación ética. De ahí que el propio Levinas insista en que la ética es la filosofía primera y, por tanto, debe sustituir a la ontología occidental. Relación ética que sitúa la justicia en el rostro del otro y que considera la libertad no como absoluto sino como instrumento al servicio de la justicia, del bien.

Así dice el filósofo lituano:

La relación con el rostro es inmediatamente ética. El rostro es aquello que no se puede matar: aquello cuyo sentido consiste en decir: ‘No me matarás”. (Ética e Infinito, tercera sección).

Mounier.

Emmanuel Mounier va más allá de la noción de relación intentando comprender cuáles son las estructuras personales (existencia incorporada, comunicación –alteridad-, conversión íntima, el afrontar –posicionamiento ante la realidad ya sea negativo ya afirmativo-, la libertad condicionada, la eminente dignidad y el compromiso –teoría de la ineludible acción-).

El estudio de estas estructuras le hacen constatar el carácter irreductible del ser personal y la exigencia de actuar para cambiar la situación. Hay que hacer una revolución personalista y comunitaria –que supere tanto el individualismo liberal como el colectivismo marxista- que sitúe a la persona en el centro de la vida individual y social. Para poner de relieve el sentido de dicha revolución Mounier repite incesantemente el dicho de Peguy: “La revolución será moral o no será”.

“No queremos un mundo dichoso, queremos un mundo humano, y un mundo no es humano sino a condición de dar posibilidades a las exigencias esenciales del hombre. (…) toda revolución no acompañada por una transfiguración, morirá de la misma muerte” (Revolución personalista y comunitaria, p. 343).

Zubiri: Personeidad y personalidad.

Dos palabras sobre la teoría de la persona del filósofo español Xavier Zubiri.

Zubiri intenta resolver el problema de la relación entre sustancialismo y actualismo puesta de relieve por Scheler y respondida por el existencialismo de Heidegger y Sartre.

Según estos filósofos la posición sustancialista no podría explicar la acción personal ya que admitir que el hombre tiene una naturaleza es afirmar que el hombre está acabado, terminado en sí mismo. Sin embargo, es un hecho que el hombre es un ser libre y la finalidad de la libertad es la construcción, el acabamiento, de la persona.

Zubiri intenta armonizar la afirmación sustancialista con el reconocimiento del papel de la acción en la construcción de la vida personal. Para ello distingue entre personeidad y personalidad.

La personeidad es la base constitutiva que hará posible el posterior desarrollo de la personalidad. Se podría decir que la personeidad es el terreno (en principio abierto a todas las posibilidades) que nosotros deberemos cultivar y abonar de acuerdo con lo que queramos que crezca. Así, la personalidad va perfilando y delimitando nuestro ser. Pero para hacerlo uno tiene que saber antes qué quiere lograr, cómo quiere ir configurando y madurando su personalidad. Es decir, que es necesario tener un proyecto, un cierto “plan” por el que cobren sentido cada una de las acciones que se realizan y a través del cual la persona va adquiriendo mayor conciencia de sí y dibujando un contorno cada vez más definido de su ser. De esta forma, el uso que cada uno haga de su libertad es lo que va a dar una originalidad a la propia vida haciéndole realmente protagonista de su historia.

La conclusión es que el hombre tiene una esencia abierta y que, por tanto, los actos (la existencia) sólo son posible desde la esencia:

"No hay prioridad de la existencia sobre la esencia, sino que se trata de una esencia que de ' suyo' se comporta ope­rativamente respecto a su propia realidad, porque, y sólo porque, es una esencia transcendentalmente abierta. Una cosa es estar abierto a su propia realidad; otra muy distinta que la esencia se determine procesualmente desde el mero acto de existir. Esto último es metafísica mente imposi­ble" (Sobre la esencia, p. 506).

Antipersonalismo y personalismo en la actualidad.

El debate personalismo-antipersonalismo sigue presente en la actualidad. El filósofo que enarbola la bandera del antipersonalismo es Peter Singer al cual se ha enfrentado en debate abierto el filósofo alemán Robert Spaemann. Acerquémonos a sus posiciones.

El antipersonalismo de Singer.

En el capítulo 4 de su obra Ética práctica reivindica la teoría actualista de Locke: las personas se caracterizan así por su autoconciencia y sólo aquellos que pueden ser caracterizados como personas son los que tienen derechos.

Hay seres humanos que no tienen autoconciencia por lo que podemos afirmar que no son personas y, en consecuencia, no tienen derechos.

Distingue así entre seres humanos y personas. Se es ser humano por pertenecer a la especie biológica pero se es persona en función de la autoconciencia.

Si nos movemos en el primer nivel, tendríamos que decir que todo ser humano es un miembro de la especie homo sapiens. Especie que es una más entre otras. Si quisiéramos darle un valor mayor a la especie humana estaríamos cayendo en la falacia del especiesismo.

Así dice:

“Dar preferencia a la vida de un ser simplemente porque dicho ser pertenece a nuestra especie nos pondría en la misma posición que los racistas que dan preferencia a los que son miembros de su raza” (Ética práctica, p. 110).

Sin embargo como algunos de los miembros de esta especie son autoconscientes, ellos, y sólo ellos, tienen derecho a que su vida y sus otros derechos fundamentales sean respetados.

Pero así como es fácil ver que un embrión, un feto, un hombre en coma continuado, un enfermo muy avanzado de Alzheimer, etc., al no tener autoconciencia, según nos dice Singer, no son personas y sí miembros de la especie humana no es tan fácil verlo en otros casos como los de un recién nacido no deseado, un síndrome de Down u otras deficiencias psíquicas, un neonato con malformaciones físicas, un enfermo terminal, etc.

Para ello es indispensable buscar un criterio que nos pueda ayudar a determinar si esos seres humanos son o no personas y, en consecuencia, si tienen derecho a la vida o no.

Ese criterio viene dado por el utilitarismo de preferencia. Si entendemos que lo que hay que evitar ante todo es el dolor al mayor número posible, lo que hay que valorar es si la vida de estos seres humanos puede o no aumentar el dolor de sus familiares. Si entendemos que lo aumenta, podemos concluir que son simples seres humanos y no personas y que esos familiares como personas tienen el deber de eliminar a dicho ser humano ya que, en caso contrario, el dolor que produciría su pervivencia sería mayor que el de su muerte.

Así, podríamos decir que Singer estima que los seres humanos pasan a ser considerados como personas en función de la aceptación social. Son sus familiares, los que en representación de la sociedad intentando preservarla del dolor, los que deciden quién y hasta cuando es persona. Es lo que se denomina cooptación.

Consecuentemente podríamos decir que los hombres no son personas en razón de sí mismos y no tienen derechos en razón de lo que son sino que es la sociedad, a través de la cooptación, quien decide llamar personas a unos y a otros no y, por ello, otorga derechos a unos y a otros se los niega.

Por ello no debe extrañarnos que Singer llegue a afirmar que un cerdo o un mono tienes más derechos que un neonato.

El personalismo de Spaemann.

Robert Spaemann se opone frontalmente a Peter Singer. El filósofo alemán critica abiertamente la concepción actualista de la persona que defiende el filósofo australiano y que se debe a Locke, como bien ya sabemos.

El problema que tiene la concepción de Locke es que ha olvidado que el concepto clásico de persona siempre ha hecho referencia a que el ser humano es eso, un ser, que tiene una vida personal y que en ella es donde radica el pensamiento.

Spaemann considera que la separación cartesiana entre res cogitans (pensamiento) y res extensa (cuerpo) hace que se distingan dos tipos distintos de seres como componentes del ser humano que, además no tienen ninguna relación entre sí. Nuestro filósofo sostiene que esta escisión es debida al olvido de la noción de vida que la filosofía clásica había tomado de Aristóteles.

Locke, por su parte, ha ido más allá en la destrucción del concepto de vida. Entiende el proceso vital, que es cambio, no como un desarrollo sino como un conjunto de puntos discontinuos (pensamientos) que se unen entre sí gracias a la memoria. Así tendríamos la autoconciencia que constituye al ser humano como persona.

De esos barros, Locke, estos lodos, Singer.

Frente a Locke y Singer reivindica la vuelta al concepto clásico de persona.

Spaemann considera que todos los seres humanos son personas y que el criterio que sirve para identificar a una persona es el hecho de pertenecer a la especie humana.

(Para la condición personal) “sólo puede y debe haber un criterio: la pertenencia biológica a la especie humana (Personas, p. 236).

El ser humano es un ser vivo que, en virtud de su naturaleza, se ha distanciado de sí mismo en su relación con el Otro, como otro, (con otros seres personales) “despertando” así su conciencia de sí. Por ello insiste en que deberíamos hablar siempre en plural y en vez de persona utilizar el término personas.

Desde ahí podemos entender la diferencia que hay entre cosa, animal y persona.

Las cosas pertenecen a una especie siendo meros casos de un conjunto. Casos plenamente repetibles y, por ello, sustituibles. Una cosa es indivisa (individuo) en razón de que es mera parte de un todo.

Los animales añaden algo más sobre las cosas. Un animal pertenece a su especie a través de una relación genealógica. Para pertenecer a la especie los animales tienen que proceder unos de otros. Hay aquí una cierta diferencia entre cada uno de los especímenes, la diferencia está en que procede de éste y aquél animal y no de otro. Pero esa diferencia se nos da como externa, como extraña al espécimen mismo, no como absolutamente propia de él. (Un animal es indiviso en razón de que procede de otros que a su vez proceden de otros pero en último extremo está remitido a la especie, por eso es un espécimen).

Sin embargo en la persona humana hay algo más. No aparecemos como individuos ni tampoco como especímenes, aunque con estos últimos tengamos más que ver ya que entre los hombres también hay una relación genealógica pero dicha relación es más que genealógica, es de parentesco. Así afirma que las relaciones y funciones biológicas fundamentales no son en el ser humano apersonales sino relaciones y funciones personales. En consecuencia, el algo más de la persona no es un plus sobre su animalidad es animalidad humana.

Así nos lo explica él mismo:

“ ‘Humanidad’ no es como ‘animalidad’, tan sólo un concepto abstracto para designar un género sino simultáneamente el nombre de una concreta comunidad personal, a la que no se pertenece por poseer determinadas cualidades constatables fácticamente, sino por mantener una vinculación genealógica con la ‘familia humana’”. (Personas, p. 230).

Así la propia naturaleza humana muestra que todo ser humano es persona y no hay excepción posible.

Apuntes elaborados por José Javier Ruiz Serradilla.