05. EL ENTENDIMIENTO HUMANO: LÓGICA Y CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

En el tema anterior vimos que la persona humana tiene entendimiento. Decíamos allí que el entendimiento es la capacidad que tiene la persona de conocer la Verdad.

Ahora bien, si queremos estudiar bien esa capacidad tenemos que entender tres cosas:

A) Sus reglas de funcionamiento. Esas reglas no son arbitrarias, son universales y necesarias y constituyen el orden que sigue todo lo que es racional. La realidad es racional, por tanto, sigue esas reglas y el conocimiento es el descubrimiento de la racionalidad de lo real y la comprensión de su contenido. Es imprescindible, por ello, conocer dichas reglas. Para ello, debemos aproximarnos, aunque sea brevemente, a esa disciplina introductoria (propedeútica) de todo saber que es la Lógica.

B) El entendimiento busca el conocimiento del contenido de la realidad, lo que llamamos Verdad. Es, por ello, que tendremos que conocer qué es la verdad y los grados de ésta. Así como sus enfermedades.

C) El ser humano conoce la realidad a través de un proceso. Intentaremos aproximarnos o cómo conocemos.

A) LÓGICA

El entendimiento humano. ...miento de la verdad (Lógi

La lógica es un arte y una ciencia. Es el arte (técnica) de razonar correctamente y la ciencia que estudia las reglas y los principios del razonamiento.

1. La formación de conceptos, juicios y razonamientos

Conocemos el mundo a través de sensaciones que nos lle­gan por los cinco sentidos. Pero más allá de la sensación que nos permite ver u oír algo, podemos preguntarnos qué es ese algo. Las preguntas sobre el qué no se contestan con los datos captados por el ojo o los demás sentidos. El ojo ve, pero no es de su incumbencia saber en qué consiste eso que ve. Esa es in­cumbencia del entendimiento. La propia etimología latina de la palabra inteligencia nos aclara lo que venimos diciendo, pues intus legere significa leer el interior, conocer en profundidad, saber lo que en el fondo es una cosa.

El concepto es la imagen mental que refleja en nuestro in­terior la exterioridad que nos rodea. Pero no refleja la materia­lidad de las cosas, sino su esencia o función. Así, a diferencia de cualquier animal, puedo entender que un reloj es un instrumento para medir el tiempo, y desde ese momento podré identificar como tales un panel electrónico y un reloj de arena.

El concepto capta lo común a una clase de seres u obje­tos. Todo concepto tiene comprensión y extensión. Por com­prensión entendemos el conjunto de notas que lo integran. El concepto «ser humano» contiene como notas características la animalidad, la racionalidad y la sociabilidad. La extensión in­dica el conjunto de individuos englobados en un concepto. Así, el concepto «ser humano» es más extenso que «francés» y menos extenso que «animal».

La abstracción es el proceso mental que nos permite iden­tificar los rasgos esenciales y comunes a muchos seres, y for­mar los conceptos correspondientes.

La unión de dos conceptos según el esquema sujeto-verbo-predicado da lugar a un juicio. La unión de juicios o proposiciones en forma de premisas y conclusión da lugar a un razonamiento. Por los conceptos entendemos la realidad, y gracias a los juicios y a los razonamientos nuestro conoci­miento progresa.

2. Lógica formal

Todo razonamiento consta de varias premisas y una con­clusión que se deriva lógicamente de las premisas:

- Todo hombre es mortal.

- Sócrates es hombre.

- Por tanto, Sócrates es mortal.

Premisas y conclusión son proposiciones enunciativas que pueden ser verdaderas o falsas. La lógica formal se ocupa úni­camente del encadenamiento correcto entre la conclusión y las premisas, y por eso un razonamiento puede ser lógico y fal­so al mismo tiempo:

- Todo hombre es francés.

- Sócrates es hombre.

- Por tanto, Sócrates es francés.

Por la misma razón, un razonamiento puede ser formal­mente incorrecto (sin lógica) aunque la conclusión y las pre­misas sean verdaderas:

- Algunos hombres son europeos.

- Algunos hombres son franceses.

- Por tanto, los franceses son europeos.

Los tres juicios anteriores son verdaderos, pero la conclu­sión no se deriva de las premisas. Eso significa que el razo­namiento no es válido, es ilógico: en realidad, no hay razona­miento.

El progreso en el conocimiento no solo exige lógica, sino lógica y verdad. Si falla cualquiera de las dos condiciones, en lugar de conocimiento hay ignorancia o error. La lógica sin verdad puede ser cómica, como la batalla de Don Quijote con­tra los molinos de viento, pero también puede ser trágica: una idea falsa sobre la dignidad del hombre y sus derechos, desa­rrollada con lógica implacable, llevó a Stalin, Hitler y Mao a exterminar a millones de seres humanos. La lógica, por tanto, no se justifica por sí misma: ha de respetar la verdad.

La lógica formal se constituye en ciencia con Aristóteles y los estoicos. La Edad Media y la Edad Moderna sistematizaron la herencia clásica. A mediados del siglo XIX, esa lógica tradi­cional verá nacer la llamada lógica moderna, caracterizada por una simbolización similar a la que emplean las matemáticas. Así, la lógica formal tradicional se ha integrado en la lógica mo­derna, también llamada lógica simbólica y lógica matemática.

3. Principios y relaciones lógicas

Así como existen leyes físicas, químicas o biológicas, el pensamiento lógico tiene también sus leyes. Las fundamenta­les son los llamados primeros principios, que actúan como base necesaria e indemostrable de toda demostración.

Las relaciones lógicas entre proposiciones pueden redu­cirse a los cuatro tipos que esquematizamos a continuación. Se apoyan en la lógica básica de los primeros principios.

4. Lógica informal

Si la lógica formal estudia la conexión correcta entre las proposiciones o juicios de un razonamiento, la lógica infor­mal entiende y acepta esa corrección en un sentido amplio: el que usamos en la vida cotidiana en forma de diálogo argu­mentativo. Así justifica Aristóteles la lógica informal en su Re­tórica: «Aunque tengamos la ciencia más exacta, no siempre será fácil persuadir a ciertos auditorios. En esos casos convie­ne expresarse en lenguaje coloquial».

La lógica informal, propia de la argumentación coloquial, aconseja:

ü Usar premisas admitidas por los demás interlocutores.

ü Aclarar el significado de lo que se dice.

ü No forzar prematuramente la conclusión.

ü Llevar el peso de la prueba cuando corresponda.

ü No proporcionar exceso de información.

ü No mantener a toda costa una opinión sin pruebas su­ficientes.

ü No cambiar de tema.

ü Explicarse con claridad, brevedad y orden.

Además de las reglas mencionadas, el diálogo argumenta­tivo usa con intención retórica expresiones aseguradoras y protectoras, términos sesgados y definiciones persuasivas.

Por eso, para presentar como segura una opinión, protegerla de la crítica y ahorrarse explicaciones, se suele aducir que está científicamente probada, que es evidente y de sentido co­mún, que casi todo el mundo la comparte...

Los términos sesgados son palabras cargadas de connota­ciones positivas o negativas, según los puntos de vista —y también los prejuicios— de carácter social, político o religio­so del que los emplea y del que los escucha. Así, pueden usar­se de forma sesgada palabras como nazi, judío, yanqui, indio, creyente, ateo, autoridad, feminismo, izquierdas, derechas, militar, insumisión, tolerancia...

Las definiciones persuasivas se usan para prestigiar o des­prestigiar lo definido: se puede decir que los teléfonos móvi­les son «fieles y rápidos mensajeros de sus dueños», pero tam­bién se los puede presentar como «las nuevas cadenas de los nuevos esclavos».

La utilización de estas estrategias retóricas está justificada siempre que estemos convencidos de su verdad, al tiempo que admitimos el diálogo con interlocutores que expresan opiniones diferentes. El fin de la retórica es convencer sin manipular.

5. Falacias y sofismas

- En lógica informal se conoce como falacia toda argu­mentación que parece correcta y no lo es.

- La falacia se llama sofisma cuando es intencionada.

- La falacia se llama paralogismo cuando es involun­taria.

Platón describió a los sofistas griegos como especialistas en presentar argumentos falsos como verdaderos, y argumentos verdaderos como falsos. Desde entonces, sofisma ha significado falacia, argumento falso con apariencia de verdad.

Aristóteles los estudió y los recogió en un pequeño tratado: Argumentos sofísticos.

En todo sofisma hay una verdad aparente y un error ocul­to. Muchos de esos errores están motivados por el significado ambiguo o equívoco que damos a las palabras. Si digo, por ejemplo, que «no soy libre porque no puedo hacer todo lo que quiero», estoy confundiendo libertad con omnipotencia.

La mayor parte de los sofismas aparecen cuando las pre­misas no tienen relación con la conclusión, y hacen que ésta sea irrelevante. Sus formas más comunes se suelen nombrar en latín.

Apelación a la compasión

Argumentación post hoc, ergo propter hoc

El estudiante que discute una mala calificación es­cudándose en sus difíciles circunstancias familiares. Don Quijote aconseja al Gobernador Sancho: «Si al­guna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, qui­ta los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemi­dos, y considera despacio la sustancia de lo que pide».

«Después de, luego a causa de». Consiste en una in­debida atribución de causalidad, al confundir la su­cesión temporal con la relación causa-efecto. Así, de la semejanza morfológica entre los fósiles de diferentes especies que se suceden en el tiempo, se puede concluir precipitadamente su encadena­miento causal. Sin embargo, la sucesión temporal entre dos fenómenos A y B es una condición nece­saria, pero no suficiente, para poder establecer en­tre ambos un nexo causal.

En último lugar podemos agrupar los sofismas formados por premisas no justificadas.

Conviene aclarar que, de suyo, algunas de estas formas de argumentación informal no son falaces, pero de hecho son las formas que más adoptan las falacias. Así, por ejemplo, el argumento de autoridad no es necesariamente falaz: no es una falacia decir que “esta página del Quijote está bien escrita porque su autor es Cervantes”. Ello manifiesta que cabe un uso limpio de muchos recursos retóricos, y también un uso más o menos falaz.

6. El método lógico y sus pasos

Ya sabemos que la lógica estudia las estrategias que sigue la inteligencia para conocer de manera ordenada y eficaz. Esas estrategias vienen a ser los pasos que dan la filosofía y las ciencias para abrirse camino en la complejidad de lo real. En griego, camino se dice método, y sus pasos principales son:

· el análisis y la síntesis

· la inducción y la deducción

· la definición

· la división y la clasificación

Analizar es dividir un todo en las partes que lo constitu­yen, para facilitar su estudio de forma ordenada y minuciosa. Descartes propondrá, entre las reglas básicas del método ra­cional, «dividir todo problema que se someta a estudio en tantas partes menores como sea posible y necesario para re­solverlo mejor». La medicina, en su análisis del cuerpo huma­no, realiza un estudio de cada uno de sus órganos. Desde su origen, la filosofía dividió su objeto de estudio en tres gran­des campos: el mundo (cosmología filosófica), el hombre (antropología filosófica) y Dios (teodicea). Cada disciplina fi­losófica puede subdividir, a su vez, su propio campo. Así, por ejemplo, la antropología se convierte en ética cuando estudia la conducta humana, y en psicología cuando analiza la inte­rioridad anímica del ser humano.

La síntesis se contrapone al análisis, y consiste en la composición o integración de lo que hemos estudiado por separado. La reducción analítica de lo mentado e inarticulado, sin mostrar la cohesión de la reali­dad. Por lo tanto, es preciso recomponer los elementos en que ha sido dividida una realidad compleja. La medicina no entenderá el cuerpo humano si no aprecia la coordinación real entre sus óiganos. La filosofía no entenderá la comple­jidad de una acción libre si no es capaz de integrar la diversi­dad de sus raíces intelectuales y volitivas con el condiciona­miento biológico, sentimental, educativo y cultural.

Análisis y síntesis son, con frecuencia, fases complementa­rias de un mismo método analítico-sintético. Descartes lo ex­presa con exactitud: «Es preciso recorrer con un movimiento continuado e ininterrumpido del pensamiento todas las cosas que se refieren a nuestro fin, y abrazarlas mediante una enu­meración suficiente y ordenada». A partir del análisis y de la síntesis, la inducción yla deducción son las dos formas funda­mentales de razonar, de hacer que nuestro conocimiento de la realidad progrese y sea riguroso.

La definición es otra de las tareas fundamentales del mé­todo racional. Definir es acotar, delimitar, señalar los límites conceptuales de un ser respecto a los demás.

En cualquier caso, la definición:

- debe afectar sólo a lo definido (no puedo definir al hombre solamente como “animal”)

- debe ser más clara que lo definido (no puedo definir democracia como «paradigma y cúspide de la evolu­ción política»)

- no debe ser negativa («europea es una persona que no es asiática»)

- debe ser breve (no sobrepasar la docena de palabras)

- y lo definido no puede entrar en la definición («culpa­ble es quien ha incurrido en culpa»).

B) CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

El entendimiento humano. ...miento de la verdad (Cono

1. La búsqueda de la Verdad

Hay algo que se da por supuesto cuando se adquiere un conocimiento sobre cualquier aspecto de la realidad, tanto si se trata de algo espectacular y trascendente como si se trata de algo pequeño y cotidiano, y es que ese conocimiento es verdadero.

Mientras se da por supuesto que aquello que sabemos y conocemos –no lo que creemos saber simplemente, sino lo que nos consta que es así- es verdadero, todo va bien. Pero la cosa no es tan simple. No siempre acertamos al intentar conocer ciertas cosas, y esto con frecuencia es fruto de un gran esfuerzo de aprendizaje, de observación o de reflexión. Y no todos lo llevan a cabo. Por supuesto, a menudo nos vemos obligados a rectificar en cuestiones que pensábamos que eran de una manera y luego han resultado ser de otra. Por ejemplo, pensábamos que el 6 de diciembre había clase y caemos en la cuenta de que no es así, o que tal persona era digna de nuestra confianza y ha resultado no serlo, etc.

Sin embargo, si lo pensamos bien, la verdad misma no desaparece. No es que antes lo que pensábamos fuera verdadero y ahora ya no lo sea. Cuando advertimos un error lo hacemos ante una verdad que lo desmiente, que lo hace inaceptable. Dicho de otro modo, nos “desengañamos” –estábamos engañados al tomar como verdadero lo que en realidad era falso- y salimos de nuestro error porque hemos averiguado la verdad.

Conocer algo es acceder a lo que ese algo es. Si, por ejemplo, advertimos ciertos síntomas inhabituales en nuestra salud que podrían ser los de una enfermedad, buscamos que alguien que sabe acerca del asunto, un médico, nos diagnostique lo que realmente nos pasa, y nos indique qué remedio o tratamiento puede acabar con la enfermedad y con sus síntomas. Vivimos en función de lo que conocemos; si no nos atenemos a lo que son las cosas, nuestra vida, que discurre en relación con ellas, resultará inviable.

Conocer y saber es averiguar o estar en posesión de la verdad acerca de algo de manera bien fundada. Todas las formas de conocimiento que están a nuestro alcance nos ofrecen algún aspecto de la realidad, y podemos decir que sabemos o conocemos una cosa cuando sabemos de verdad lo que es o, dicho de otro modo, cuando sabemos lo que es realmente.

Un pensamiento nuestro, una suposición, cualquier idea o juicio que no fuese verdadero no sería propiamente un conocimiento. Conocemos algo cuando conocemos la verdad acerca de ello. Tomar como verdadero algo que no lo es, es lo que llamamos un error, una propuesta que no se ve confirmada por la realidad, que no se adecua a ésta. Así, “2+2 = 7” no sería un conocimiento, sino, en todo caso, un mero pensamiento, erróneo, claro está.

Si es esencial al conocimiento –y a la vida humana- dar con la verdad acerca de cualquier acontecimiento o asunto, lo es mucho más en el caso de aquellas grandes cuestiones de las que dependen muchas otras; esas que llamamos las “cuestiones últimas”, como la dignidad humana, la índole de la persona humana, las grandes cuestiones morales o las relativas al sentido de la vida, a la existencia y naturaleza de Dios, etc. Es especialmente importante buscar y alcanzar la verdad acerca de las cuestiones cruciales de la existencia, y avanzar hacia la fuente de la que mana el sentido y el valor de la realidad, aquello que hace a las cosas ser lo que son, su fundamento último, que sería “la Verdad y el fundamento de toda verdad”.

Lo básico en todo esto es comprender que no es indiferente que una afirmación sea verdadera o falsa, esto es, que responda o no a la realidad. Por ejemplo, no nos es indiferente que el diagnóstico del médico acerca de nuestro estado de salud sea erróneo o no, que la persona a la que amamos nos corresponda o no, no nos comportamos de igual modo ante un agresor que ante un amigo, etc. Pero esta misma diferencia entre lo verdadero y lo falso, que supone atenerse a la realidad de las cosas, ha de ser sostenida siempre y en todo caso, sean cuales sean las consecuencias que se puedan seguir y con independencia de que éstas puedan agradarnos más o menos.

Todo esto parecería elemental, pero en muchas ocasiones no es fácil dar con la verdad debido a la dificultad del asunto, o por no estar nosotros en la mejor disposición para juzgar, por ejemplo. Hay muchas cosas que tomamos por verdaderas y en realidad no lo son, sólo lo parecen. Además no falta tampoco quien oculta la verdad o la desfigura en sus expresiones o en sus actos. También hay quienes desconfían de poder hallarla y prefieren otras alternativas: seguir sus apetencias, o el parecer de la mayoría, dejarse llevar por la moda o por la persuasión con la que el mensaje se presenta, tener sólo en cuenta lo que resulte útil, etc. Es decir, que se puede ser infiel a la realidad, a veces de forma inevitable –en el caso de un error involuntario, por ejemplo-, pero también otras de forma deliberada.

Hay más aún. Se puede conocer la verdad acerca de un hecho o sobre el valor de una acción, pongamos por caso, y no ser consecuente con lo que se sabe. Una persona puede tener muy claro que no debe ser desleal, pero quizás murmura de sus amigos ante otras personas. Es decir, no es lo mismo conocer la verdad que vivir de acuerdo con ella. Hace falta para ello una disposición moral a menudo costosa.

Incluso se ha extendido –no es nada nueva en realidad- la pretensión de que la verdad es algo puramente subjetivo: cada cual tiene “su” verdad, que normalmente no tiene por qué coincidir y no coincide con la de los demás, y por lo tanto no hay pautas universales de conocimiento ni de conducta para todos los seres humanos.

Aunque entraremos en estos temas con detalle más adelante, convendría adelantar que, a pesar de lo dicho, el interés por la verdad es constitutivo de la inteligencia –de toda inteligencia- humana y de la persona misma en todo su dinamismo vital. No podemos conocer ni vivir sin verdad.

Pongamos algunos ejemplos:

q Si voy a unos almacenes y pido un radio-cassette y me traen varios aparatos convencionales para cintas, puedo precisar: “-La verdad es que yo quería un aparato que sirva también para CDs”. Con ello deseo aclarar a qué se ajustaba mi petición.

q Supongamos que en el informativo de la televisión se ofrece esta noticia: “Se ha esclarecido por fin la verdad acerca de la desaparición del joven actor...” Con ello se da a entender que se ha averiguado lo que ocurrió en realidad y que nos lo van a contar tal y como fue.

q Otro ejemplo, éste quizás más cercano. El profesor de Filosofía puso un examen la semana pasada y preguntó los requisitos de una buena definición. Lo habíamos tratado en clase y pude consultar además dos libros al respecto. Además yo había estudiado, no soy tonto y me lo sabía de miedo. He puesto en el examen lo que se pedía y... ¡va, y me suspende! Pido revisión del examen al profesor, que vuelve a corregirlo y reconoce que se ha equivocado al calificar. La verdad estaba de mi lado.

Decía San Agustín, filósofo cristiano del siglo IV, que “algunos pueden engañar, pero a ninguno nos gusta ser engañados”. Es decir, que todos aspiramos a saber la verdad y contamos con ella, aunque no siempre la alcancemos o estemos dispuestos a aceptarla.

Por lo demás, conocer las cosas completamente, hasta el fondo, es muy difícil y en muchos casos imposible. Los caminos de la realidad no pueden ser recorridos totalmente, y menos aún por una sola persona. Nuestras verdades –los conocimientos verdaderos que podemos alcanzar- no son completas normalmente, y en ocasiones aparecen mezcladas con errores. Hay otras cosas que no sabremos nunca. La realidad nos pone límites, y nuestro conocimiento también los tiene, pero éste puede ir alcanzando “zonas de verdad” sobre las cuales podemos comprender el mundo y a nosotros mismos hasta cierto punto, y todo lo que podamos averiguar posteriormente vendrá a completar esas zonas y a clarificarlas –en eso consiste el avance de las culturas y de la propia humanidad-; pero nunca una verdad podrá contradecir o excluir a otra.

Buscar la verdad es desear saber. Y para saber a qué atenerse en la vida y para vivir de acuerdo con lo que las cosas son hace falta amar y buscar la verdad, e incluso defenderla.

La inteligencia humana no puede ejercerse más que sobre la realidad, y cuando lo hace está en la verdad. Pretender que la verdad es inalcanzable –aunque ciertamente haya cosas que no averiguaremos nunca- significa cortar el vínculo entre la inteligencia y la realidad. Defender esa vinculación que abre a los seres humanos a la sabiduría y los libra del error y de la ignorancia, y les hace confiar entre sí, es tarea de la Filosofía (amor al saber), pero también es responsabilidad de todo ser humano en todos los órdenes en los que discurre su vida, porque la verdad es condición del conocimiento y fuente de sentido y de orientación para la vida. Sólo con ella el mundo puede ser habitable. Suele decirse que “errar es humano”, y así es; pero sólo es plenamente humano vivir en la verdad. Además, dicho sea de paso, el error supone en todo caso la existencia de la verdad.

2. ¿Qué es la verdad? Sus tipos o sentidos

Lo primero que tenemos que advertir es que el término y el concepto de verdad son análogos, es decir, que se emplean en sentidos distintos pero que tienen siempre algo en común. Y así podemos hablar de distintos tipos o sentidos de la verdad.

a) La verdad de las cosas, sentido ontológico de la verdad. En primer lugar, la verdad se dice de la realidad: Hablamos de una moneda verdadera (auténtica) o falsa, decimos de alguien que es un verdadero amigo. Es la verdad de las cosas. En este sentido, la verdad viene a ser lo mismo que la realidad. Lo real subsiste con independencia de mí, no tiene en mí su fundamento. El ser de las cosas no depende del conocimiento que de ellas pueda tener el ser humano. Es lo que existe “de suyo”, la entidad misma de las cosas. No es exactamente lo que capto, sino lo que estaba antes de ser captado por mí y que tiene su propia consistencia.

La “cosa” nunca es plena y totalmente conocida; podemos acceder a aspectos de lo real, pero no a la realidad entera y en toda su hondura. Lo que el conocimiento capta de las cosas es real, pero lo real mismo es inagotable. Lo que conoce el hombre es poco, si se mide con la entera realidad, y la realidad no espera nuestros juicios para existir de formas variadas y con frecuencia sorprendentes. Si yo abro una caja, y veo que en su interior hay un pañuelo, que saco de la caja, no es que exista por que yo lo saco –es decir, lo conozco-, sino que lo puedo sacar –puedo conocerlo- porque ya estaba ahí. El subjetivismo, postura de la que trataremos más adelante, afirma justamente lo contrario –ser es ser conocido-, y podría suscribir los versos de Juan Ramón Jiménez: “Sé bien que, cuando el hacha / de la muerte me tale, / se vendrá abajo el firmamento.”

Una cosa es verdadera en la medida en que es real, en que es lo que es y responde a su ser genuino: cada cosa en sí misma es verdadera. En todo caso se añade un matiz: llamamos a las cosas verdaderas porque son el fundamento que respalda la verdad de lo que conocemos.

Porque las cosas son lo que son y presentan consistencia, podemos conocerlas, aunque no siempre se las conozca del todo. De una puerta puedo saber sus dimensiones, su color, su peso y densidad, el material del que está hecha, etc., pero hay otras muchas cosas que no llegaré a saber nunca. Y es que la realidad no aparece ante nosotros en toda su plenitud: el ser no se agota en lo que se nos manifiesta de él –lo que llamamos su fenómeno- sino que tiene un plus de realidad, más allá de lo que alcanzamos a conocer de él.

Así pues, porque hay ser –el ser de las cosas- y porque éste presenta consistencia –es idéntico a sí mismo-, puede haber verdad; es decir, nuestro conocimiento puede acceder a conocimientos consistentes. La realidad es inteligible porque es (y es lo que es). Si esta puerta es blanca, puedo llegar a saberlo. Si “ser blanco” no fuera algo propio y definido, distinto de los demás colores, “saber que la puerta es blanca” no supondría nada en particular, ya que ser blanco sería igual que ser azul, o marrón o negro...

En última instancia, la Verdad (con mayúsculas) en el orden ontológico sería el Fundamento de la realidad por participación en el cual las cosas contingentes adquieren su consistencia respectiva. Otro modo de expresar la verdad de las cosas consistiría en apelar a la adecuación que las cosas contingentes guardan con la idea divina o proyecto creador de Dios, si concluyéramos que ese Fundamento último es un ser necesario y racional del que todo tiene que proceder.

En el caso de los artefactos, es decir de las cosas fabricadas por el ser humano, decimos que son verdaderos cuando se ajustan o coinciden con el modelo o patrón y la finalidad conforme a los cuales se idearon. (Un “verdadero automóvil”, “un verdadero negocio”, etc.)

Negar que existe la verdad de las cosas equivale a rechazar la consistencia de lo real, sostener que las cosas no son lo que son. Dicho de otro modo, es sostener que la realidad es contradictoria consigo misma. Sin embargo, una contradicción no puede sostenerse: la contradicción no se puede dar en la realidad y tampoco puede ser pensada coherentemente. Una cosa no puede ser y no ser a la vez lo mismo bajo el mismo aspecto. Lo contradictorio es lo que no puede ser.

b) La verdad del conocimiento, o sentido formal de la verdad. La verdad, en su sentido más propio, es una cualidad de nuestro conocimiento, y más concretamente del conocimiento intelectual. Consiste en la adecuación de nuestro entendimiento a las cosas. El conocimiento es fruto de esta adecuación. Un conocimiento que no fuera efecto de la verdad, no sería un conocimiento, ya que conocer falsamente algo equivale sencillamente a no conocerlo.

El ser rige al entendimiento y éste se conforma con las cosas que conoce, asume la forma de las cosas conocidas. Esta conformidad o adecuación no es un simple parecido; se trata de algo más profundo: el entendimiento se identifica con lo que la cosa es, con su realidad. Aristóteles lo explica así: “Se ajusta a la verdad el que piensa que lo separado está separado y que lo junto está junto, y yerra aquél cuyo pensamiento está en contradicción con las cosas.” (ARISTÓTELES. Metafísica, IX, 10). La verdad de nuestros enunciados y juicios no es producida por nosotros, sino descubierta, cuando el conocimiento se lleva a cabo con el adecuado rigor. Por ello, la verdad no depende de quien la dice, sino de que su contenido –lo que se afirma o niega en nuestros juicios- sea acorde con la realidad. Es conocida al respecto la expresión de Antonio Machado: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.” (Juan de Mairena).

La verdad se halla en las cosas como en su fundamento o causa –es la dimensión o sentido ontológico-; pero en sí misma, la verdad se halla en nuestro entendimiento. En el conocimiento que nuestro entendimiento tiene de las cosas, éste contempla las cosas como son, y por lo tanto ellas son la medida y la regla de la verdad que se da en la mente. La inteligencia tiende naturalmente a alcanzar su fin, que es el conocimiento de la verdad.

Que existe la verdad del conocimiento significa que la inteligencia es capaz de elaborar juicios verdaderos, aunque también cabe una operación defectuosa del entendimiento, y entonces nos hallamos ante el error.

Lo contrario de la verdad del conocimiento es el error o falsedad. El error consiste en afirmar lo falso como verdadero; es lo propio de un juicio no conforme con la realidad, y hacer un juicio falso acerca de lo que se ignora. Propiamente hablando, la ignorancia es la mera ausencia de saber. La falsedad, añade la inadecuación del juicio del entendimiento al ser de la cosa: “decir que no es lo que es, o que es lo que no es”. La ignorancia consiste en no captar la realidad, pero el error es ir contra ella. Si la ignorancia es lo contrario del conocimiento, el error es lo opuesto a la verdad. El error, lo falso, se da en la mente, no en la realidad; es un defecto o fallo en el proceso de conocimiento.

Las cosas no pueden ser “falsas”, son siempre idénticas a sí mismas con relación a su situación presente. Pero a veces las tomamos por lo que no son, porque la falta de datos claros o una mala interpretación hacen que parezcan de un modo que no es el real. Dan entonces ocasión al error y por eso las llamamos “falsas”: un cuadro falso, una moneda o un billete falsos... Pero aunque hablemos, por ejemplo, de un cuadro falso, eso no quiere decir que no sea un cuadro realmente, sino que se le atribuye un valor o un origen que no es el suyo. El error en está en nuestro juicio.

Cuando estamos en el error habría que hablar propiamente de “pensamiento” no de conocimiento, pues podemos pensar cualquier cosa, pero sólo conocemos la realidad cuando nos adecuamos a ella.

La inteligencia se inclina ante lo evidente –ante lo que se le manifiesta claramente en la realidad-, pero también ante el impulso de la voluntad o ante las pasiones (impulsos afectivos ante algo que atrae o repugna sensiblemente). Acerca de las causas del error, podemos señalar que normalmente en el error hay una inadvertencia, una falta de la debida reflexión o de atención, que suele provenir de precipitaciones al juzgar tomando lo aparente como evidente, debido a las múltiples solicitaciones de nuestros sentidos y afectos (distracciones sensibles y afectivas), olvidos, cansancio, apasionamiento, etc.

Otras veces, la voluntad induce al error porque busca algún bien en el juicio erróneo, resaltando ante la inteligencia ciertos aspectos, reales pero incompletos, o haciendo juzgar como bueno lo que la voluntad quiere en ese momento, debido a una inclinación desordenada o debido a una intención o un hábito malos. En el momento en que interviene nuestra voluntad para inclinar el juicio de la inteligencia en un sentido u otro, rebasamos el ámbito del mero conocimiento y entramos ya en el terreno moral.

Es preciso advertir que la existencia del error no atenta contra la existencia de la verdad, sino que, por el contrario, la supone. El error es una privación de la verdad, es una equivocación; pero si la verdad no existiera, tampoco existiría el error, puesto que no habría diferencia entre ambos, no habría privación de nada. Quien sabe que está en un error, porque lo descubre o porque le ayudan a advertirlo, lo hace a la luz de lo verdadero; “se desengaña”. Todos nos equivocamos mucho, pero si lo sabemos es porque somos capaces de distinguir entre el error y la verdad, es decir, podemos advertir lo verdadero. Veamos un ejemplo sencillo:

Tenemos dos líneas de igual longitud.

Si desde un punto exterior p’, trazamos líneas en dirección a sus respectivos extremos observaremos lo siguiente:

La línea de la izquierda parece más larga que la de la derecha.

Pero si trazamos las líneas hasta los extremos desde el punto p’’, parece que la línea vertical de la derecha es la más larga:

Caeremos en el error si nos dejamos llevar precipitadamente por las apariencias. La realidad es que las dos líneas verticales son siempre las mismas, y podemos medir ambas para advertir que son de la misma longitud en todos los casos. Saldremos así de la equivocación, si habíamos incurrido en ella. Porque podemos dar con la verdad podemos darnos cuenta del error. La existencia del error no puede hacernos dudar de que la verdad existe.

c) La verdad como veracidad o sentido moral de la verdad. Hay otro sentido de la verdad, que es el que se refiere a la correspondencia entre lo que sabemos o pensamos y lo que decimos o manifestamos. Si lo contrario de la verdad de las cosas era la contradicción (la “no-realidad”), y lo contrario de la verdad del conocimiento era el error, lo que se opone a la verdad como veracidad, en su sentido moral, es la mentira: decir o manifestar lo contrario de lo que pensamos o sabemos con intención de engañar.

La verdad moral es la autenticidad de la persona que muestra una adecuación y coherencia entre su ser, su conocer y su obrar o manifestación; es también lealtad hacia las demás personas.

Una forma de faltar a la verdad moral sería también el disimulo, que manifiesta conductas que encubren la realidad de la persona. También lo son el fraude y la infidelidad. A veces, incluso, se pretende una especie de “autoengaño” cuando uno quiere convencerse a sí mismo de algo que sabe que no es así. Aquí se pone de manifiesto la complejidad estructural del ser humano y la necesidad de configurar la propia vida de forma unitaria, orientada por entero al bien. Este es el ámbito propio de la vida moral.

El ser humano, por ser dueño de sus acciones gracias a su voluntad libre, tiene la posibilidad de mover su inteligencia en un sentido u otro, de aceptar o no la verdad. La libertad humana puede dirigir la atención del entendimiento, pudiendo dejar de lado la verdad y fijándolo en otros intereses y aspectos, pero también puede llegar a negarse a lo evidente, desconfiando de la razón y de la realidad. Puede así mismo manifestar o mostrar lo falso como si fuera verdadero; es el caso de la mentira.

Pero negarse a la verdad y sustraerse a sus exigencias de coherencia es actuar contra la realidad, porque la verdad se funda en el ser de las cosas (también en nuestro mismo ser, abierto a la realidad: nadie quiere ser engañado) y no en el pensamiento. Amar la verdad es lo mismo que aceptar nuestra apertura constitutiva al ser de las cosas y ser consecuente con ella, aunque pueda contrariar los propios gustos, intereses y proyectos. Amar la verdad es disponerse a vivir de acuerdo con ella, adecuarse a ella en las decisiones, en las obras y en los fines. Proponerse la verdad como fin, buscarla por encima de todo, es una decisión libre que está en la raíz de todas nuestras decisiones y en el fondo consiste en aceptar libremente nuestro mismo ser. Pero esto, aunque nuestra inteligencia se oriente de modo natural a la verdad, no es fácil y requiere esfuerzo y un decidido empeño personal.

Negarse a vivir de acuerdo con la verdad, encubrirla o desvirtuarla a través del engaño voluntario, es antes que nada repudiar el orden propio de la realidad y repudiarse a sí mismo, no aceptar el propio ser, pretender erigirse en creador de un nuevo orden en las cosas: el que se ajusta a los propios deseos, intereses, gustos o conveniencias. Pero tal pretensión es la raíz misma de la violencia. A lo menos en cuestiones con relevancia existencial, las disposiciones morales del sujeto tienen gran importancia para alcanzar la verdad y evitar el error. Si buscamos sólo los propios intereses..., fácilmente nos dejaremos llevar de aquellas apariencias que consideramos convenientes para nuestros propósitos. Si, en cambio, se procura buscar el bien en sí mismo, quedará abierto –aunque siempre angosto- el camino hacia la verdad que, como el bien, se fundamenta en el ser de las cosas.

d) La verdad como” inspiración”, o sentido antropológico de la verdad. A partir de las últimas consideraciones, cabe advertir otra dimensión más honda aún de la verdad. ¿Qué ocurre a una persona cuando encuentra la verdad? Todo ser humano está abierto constitutivamente a la realidad, lo cual se manifiesta, entre otras cosas, por su afán de saber, por su deseo radical de verdad. Esta apertura es previa a cualquier elección, aunque siempre podemos frustrarla si decidimos vivir en la mentira y en el error. Por eso, la experiencia del descubrimiento, de dar con una verdad en distintos órdenes de la vida: en las ciencias, en la amistad, en la contemplación de la naturaleza, en el orden de la vida interior..., produce algo así como una conmoción. Algo de esto dicen que experimentó el sabio griego con su famosa exclamación: “eureka!”; y esto y más es lo que experimenta una persona cuando descubre que es amada de verdad, por alguien, de forma gratuita o inmerecida... Los ejemplos podrían ser muchos.

Precisamente la admiración –una conmoción del tipo que venimos explicando- fue el origen de la actividad filosófica; el asombro ante una realidad desbordante, que excede el poder del hombre y que muestra un orden y una belleza que llega a sobrecoger. El encuentro con la verdad se transforma en punto de partida. La verdad encontrada dispara un proceso interior porque es una fuente de inspiración que antes la persona no tenía. El carácter subitáneo de su encuentro encierra novedad. Sin embargo, esta novedad que es fuente de una admiración capaz de inspirar la vida, no es una novedad total; es más bien el hallazgo de algo en cierto modo presentido, de algo para lo que nuestro espíritu –inteligencia, voluntad, corazón- está de algún modo avisado. Seguramente Platón quiso decir algo de esto cuando definió el saber, el hallazgo de la verdad, como un recuerdo, y cuando definió el entusiasmo que experimenta el que contempla las verdades supremas como una forma de locura que imprimía en el alma deseos de volar. Y también el poeta Novalis, para quien la filosofía era una forma de nostalgia: “un deseo apremiante de encontrarse en casa”. Pero no olvidemos algo muy importante, la verdad, aunque habla por sí misma y en cierto modo “resplandece”, no se impone coactivamente, sino que se nos ofrece, y aceptarla es algo así como acoger libremente un don repleto de posibilidades y al mismo tiempo de responsabilidad.

Se ha hecho notar que la verdad aparece como algo pleno en sí mismo, que despierta el amor y la admiración no en función de otro interés, fin o utilidad, sino por sí misma: No hay un motivo ajeno, lo que mueve en el encuentro con la verdad es generosidad pura. Esta mirada humana, capaz de admiración ante el encuentro con la verdad, es una forma de conocimiento intelectual que se denomina contemplación.

En esa generosidad que despierta el hallazgo de la verdad se aprecia también un modo de entender la libertad, la libre disposición de uno mismo, que se convierte en don de sí, la creatividad en su más honda expresión, el amor que confiere novedad todas las cosas porque es fuente de sentido. La verdad desata la libertad humana hacia horizontes de creatividad, hasta convertir la propia vida en donación. La búsqueda de la verdad se abre a horizontes más amplios: No se trata solamente de buscar la verdad, sino de realizarse a partir de ella, de acuerdo con el carácter efusivo del ser humano y la índole donante o trascendental de la libertad.” Y eso es el amor humano. El hallazgo de una verdad que conmueve nuestra vida y se convierte en una fuente de inspiración capaz de movilizar a la persona hasta la autodonación.

Lo más contrario a esta dimensión o tipo de verdad sería la avaricia, el egoísmo estéril, empeñarse en vivir en la trivialidad, la existencia gris de una vida intrascendente.

e) La verdad práctica, o sentido prudencial de la verdad. Este es un tipo de verdad que no se refiere a un conocimiento teórico que contempla datos necesarios, sino al estudio de acontecimientos “contingentes”, como es el caso de muchos fenómenos naturales, en los que intervienen factores azarosos imprevisibles, o el de las acciones humanas concretas, en las que además hay que contar con la libertad individual y las circunstancias. No estamos ante una completa arbitrariedad, pero tampoco ante verdades “inmutables” y “absolutas”. Los datos no se nos ofrecen claros y patentes.

La verdad práctica es “tópica, histórica y plural”, es decir, múltiple: caben diversas soluciones; se ve condicionada por las circunstancias: Dos y dos son siempre cuatro, pero para viajar a otra ciudad, por ejemplo, se pueden usar distintos caminos y medios de transporte y, aunque en algunos casos uno de ellos sea el mejor, en otras circunstancias cabe que lo sea otro. Caben varias soluciones válidas, o las circunstancias pueden invalidar o dar validez a otras distintas. Aquí nos movemos en el terreno de lo probable y de lo meramente posible, ante lo cual son admisibles muchas opiniones y determinadas soluciones de circunstancias o convencionales.

Sin embargo, en ningún caso es posible que una verdad práctica entre en contradicción con la verdad teórica. Por ejemplo, en el terreno moral, una norma de tráfico o una decisión de jurisprudencia no pueden atentar contra los derechos fundamentales de la persona.

3. Las propiedades de la verdad

Ya se ha dicho que los seres humanos nunca agotaremos con nuestro conocimiento toda la riqueza y hondura de la realidad. Ésta siempre nos desbordará. Sin embargo, aunque nunca lleguemos a poseer la completa verdad acerca de las cosas, sí que podemos alcanzar la verdad acerca de aspectos importantes de las mismas. Y esa verdad, la adecuación de nuestros juicios intelectuales a la realidad de las cosas, que es sustentada por el ser de éstas, presenta cuatro importantes propiedades:

1) La verdad es una: La verdad no puede ser contradictoria consigo misma. Dos juicios o dos enunciados contradictorios entre sí no pueden ser verdaderos a la vez. Si uno lo es, el otro no. Y, por lo mismo, una verdad nunca puede contradecir a otra. Sobre una cosa o un asunto puede haber enunciados distintos, pero si son verdaderos han de ser compatibles entre sí.

Así, por ejemplo, los datos firmes (verdaderos) que obtengamos a través de distintas ciencias, perspectivas o fuentes de conocimiento serán complementarios, pero nunca contradictorios entre sí: el agua es H2O, es buena para la sed, es inodora, vital para los seres humanos, etc.

2) La verdad es absoluta: No hay grados en la verdad. Todo juicio o enunciado, o es verdadero o es falso. Otra cosa distinta es que estemos seguros de ello o no (del tema de la certeza y de la opinión trataremos más adelante). Puede haber enunciados más o menos erróneos en la medida en que se acerquen a la verdad, pero si son falsos no son verdaderos; y no puede darse una “verdad más o menos verdadera”. Caben, así pues, errores de distinta importancia, o verdades de diferente profundidad, pero una proposición dada, o es verdadera o es falsa, sin términos medios. Dicho de otro modo: puede abarcar más o menos aspectos de la realidad, o penetrar en diferentas niveles de profundidad de la misma, pero si el juicio se adecua a la realidad en lo que sostiene, su verdad es plena.

Tan verdad es que Cervantes era castellano, como que era el autor de las Novelas Ejemplares y El Quijote. Y tan falso es que 2 + 3 es igual a 4,5, como que es igual a 4,9; y aunque este último dato se aproxime más a la verdad, no es verdadero (ni más verdadero que el anterior). Otra cosa muy diferente es el grado de certeza que ofrezca un enunciado verdadero -que ciertamente puede ser mayor o menor-, o que su contenido sea más o menos relevante, o que mezcle datos verdaderos y datos falsos. En este último caso, los datos verdaderos no dejan de serlo y no lo son más o menos, así como los falsos no dejan de ser falsos.

3) La verdad es objetiva: La adecuación de su contenido a la realidad no depende de quien la sostenga ni del agrado, utilidad o conveniencia que tenga para determinados intereses, ni de otras posibles circunstancias. Ni siquiera la autoridad de quien sostiene un enunciado garantiza necesariamente que el enunciado se ajuste a la realidad de las cosas, aunque el “sabio” o el “experto” pueda estar en mejores condiciones que otros para acertar en su juicio. La verdad es un descubrimiento de la inteligencia cuando se abre al ser de las cosas y da con él, nunca un producto fabricado por ella, o por la voluntad humana. En rigor, la verdad no es de nadie, ni puede ser poseída en el sentido de que uno pueda configurarla o cambiarla según su voluntad.

La objetividad no es mermada por el hecho de que un juicio verdadero haya sido elaborado o enunciado por un sujeto u otro, en unas u otras condiciones. (2 + 3 = 5, con independencia de que lo afirme o lo haya descubierto un individuo concreto u otro. El Principio de Arquímedes era verdadero antes de que lo descubriera el sabio griego).

4) La verdad es inmutable: Lo que es verdadero en un momento dado es verdadero (en ese momento) para siempre. Esto no significa que las cosas no cambien, sino que una afirmación verdadera es inmutablemente verdadera referida al momento en que lo fue. Esto tampoco deja de ser así cuando el conocimiento avanza y obtiene nuevos y más precisos datos. Puede contener más precisión o más datos verdaderos, pero nunca dejará de ser verdadero lo que ya lo era. Puede haber juicios o enunciados provisionales, pero no “verdades provisionales” en el sentido de que puedan ser invalidadas por “verdades posteriores”.

Supongamos que veo venir a una persona en la penumbra. Al principio afirmo: “-Viene alguien”. Más tarde: “-Es un hombre”. Luego: “-Su silueta me resulta familiar, yo diría que le conozco”. Y finalmente: “-Es Jorge, hermano de un amigo mío”. Ninguna de las nuevas afirmaciones invalida a las anteriores, aunque mi conocimiento sea cada vez más completo. Si con el paso del tiempo una teoría científica viene a echar por tierra de manera clamorosa a otra teoría hasta ahora vigente, no es que ésta fuera antes verdadera y ahora no, sino que antes se tomaba indebidamente como verdadera (cosa que también puede ocurrir, claro está, con la nueva teoría).

Es muy posible que afirmaciones tan contundentes como “la verdad es una”, “es absoluta”, o “es inmutable” parezcan impositivas o excesivas. Sin embargo no quieren decir más –ni menos- que lo que se ha explicado.

Que la verdad sea una no quiere decir que no pueda haber varios puntos de vista acerca de un hecho, lo que se dice es que si algunos de ellos son verdaderos, no son contradictorios entre sí. Y que si dos son contradictorios, no pueden ser ambos verdaderos, ni falsos.

Que sea absoluta no quiere decir que alguien ya lo sepa todo, “absolutamente todo”, acerca de algo y que no pueda añadirse nada nuevo –eso sólo sería así en el caso del Creador, que sí conoce totalmente el ser de las cosas-, sino que la realidad respalda la verdad y, aunque el conocimiento pueda ser gradual, la verdad a la que accede en cada momento no admite grados; si un juicio de la mente es verdadero, lo es porque lo que afirma se adecua a la realidad, con independencia de que sea más o menos preciso o profundo.

Que la verdad sea objetiva no quiere decir que no se la alcance desde una perspectiva particular o como resultado de un esfuerzo personal, con el mérito consiguiente, sino que, como la realidad fundamenta la verdad del conocimiento, ésta depende del contenido de cada juicio o enunciado, lo diga quien lo diga, y no del prestigio, del poder de persuasión o del carácter del sujeto que la propone. Si las cosas son lo que son, la verdad no depende de pareceres o de intereses de nadie. Por ello, el hallazgo de la verdad es un logro universal: está a disposición de todos y por encima de su voluntad, capricho, interés o conveniencia. Si en una discusión un interlocutor convence –y no “vence”- al otro acerca de la verdad de un asunto, mostrando que efectivamente es así, el hallazgo, la “victoria”, es de ambos, y nadie es en rigor derrotado, sino premiado con el hallazgo de la verdad (“convencer”, si se alcanza la verdad, es “vencer-con”, nunca “vencer a”). Por ser objetiva, la verdad no puede ser manipulada en sí misma, porque es descubierta y no producida por el hombre. “Lo único importante, decía Platón, ha de ser lo que diga aquél que conoce lo justo y lo injusto; y tal juez no es otro que la verdad.” La verdad no es fruto del conocimiento, sino que el conocimiento es, por así decir, “fruto” de la verdad, consecuencia de su adecuación al ser de las cosas.

Que sea inmutable no quiere decir que no pueda conocerse mejor, o que si se refiere a cuestiones cambiantes o contingentes, el juicio correspondiente no vaya a ser distinto, sino que lo que ha sido, ha sido. Y esto por la misma razón por la que la verdad es absoluta: porque las cosas son lo que son y los juicios verdaderos se adecuan en todo caso al ser de las cosas. Siempre se puede conocer más y mejor, pero la verdad no cambia con las épocas ni las latitudes; también por esto pueden llegar a entenderse los hombres entre sí, a pesar de las distancias de tiempo, lugar y cultura.

4. Criterio de verdad: verdad y evidencia. Estados personales ante la verdad

4.1 La evidencia como criterio

Todos queremos conocer la verdad, pero es un hecho que a veces nos equivocamos. De ahí la necesidad de apoyarnos en algún criterio que nos asegure de estar en la verdad. Algunos filósofos (racionalistas, empiristas, idealistas...) han formulado algunos criterios subjetivos, porque piensan que no conocemos la realidad sino nuestras ideas (“ser es ser conocido”, vienen a afirmar), y no pueden admitir un criterio objetivo. Pero al hacerlo incurren en un círculo vicioso: a lo sumo se puede llegar a la “seguridad de que estamos seguros”, pero eso no ayuda gran cosa, ya que puedo estar seguro de algo que resulta ser falso. Hace falta ir más allá.

Si la verdad es un conocimiento de la realidad, ésta ha de hacerse patente al entendimiento. Dicha patencia, la presencia de una realidad que se muestra inequívoca y claramente a la inteligencia, es lo que se conoce con el nombre de evidencia. En la evidencia, no obstante, caben gradaciones: hay cuestiones difíciles que no se muestran, bien por su complejidad, bien por el carácter procesual de nuestro conocimiento racional, que discurre poco a poco.

Todos experimentamos alguna vez que lo conocido se nos muestra con tal nitidez y claridad que no podemos dudar aunque quisiéramos hacerlo, y aunque de hecho podamos hacerlo si nuestra voluntad se empeña, contra la inclinación natural del entendimiento. La realidad conocida se “impone” naturalmente, se muestra de tal manera que no podemos honestamente sino aceptarla y acogerla. Se trata de un descubrimiento gozoso, de un hallazgo que se nos brinda. El sujeto queda en cierto modo al margen, porque el hecho, o el contenido del enunciado de que se trate, se manifiesta por sí mismo cuando se capta o se comprende. Así, la verdad de nuestros conocimientos se apoya en la evidencia con la que se muestra la realidad conocida.

El asentimiento de nuestra inteligencia ante lo evidente lo lleva a cabo la razón por la claridad con la que aparece el dato real que constituye el contenido del juicio o la proposición. Dicho contenido objetivo provoca la adhesión de nuestra mente.

La evidencia admite grados: hay datos más evidentes que otros, y muchos no son igualmente evidentes para todos (un sabio matemático puede hallar muy evidentes ciertos teoremas que a otras personas no se lo resultarán tanto). En el caso de asuntos no evidentes, podemos asentir no obstante con certeza, de modo indirecto, porque nuestra voluntad mueve al entendimiento a hacerlo, como el caso de la fe, por la que confíamos con seguridad en la credibilidad que nos merece un testigo (sería el caso del médico, de quien nos fiamos cuando nos diagnostica una enfermedad, por ejemplo).

Si esto ocurre a la hora de adherirnos a un dato mediante el conocimiento (teórico) del mismo, sin embargo, cuando se trata de actuar (es decir, en la práctica) se requiere la decisión voluntaria de aceptar la verdad, aun en el caso de datos evidentes, puesto que se trata de adecuar nuestra conducta y nuestras manifestaciones a lo que se nos presenta como verdadero. Se puede dar el hecho de que, aunque reconozcamos que un juicio es verdadero –por ejemplo, que robar es un mal- podemos actuar al margen de su contenido o incluso en sentido contrario. En nuestra conducta, de hecho, podemos proceder contra toda evidencia teórica.

4.2 Evidencia inmediata y evidencia mediata

Hay verdades que resultan directa e inmediatamente evidentes, por medio de una intuición sensible –la constatación de una cualidad sensible: un color, un dolor, o un sonido, por ejemplo- o intelectual –“una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”, “dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí”, “si A es mayor o igual que B, entonces B es igual o menor que A”, etc.-. Hablamos entonces de una evidencia inmediata.

Otras, en cambio, se obtienen por medio de un razonamiento, a partir de verdades ya conocidas con anterioridad. Por ejemplo: “Si todos los planetas de nuestro sistema giran alrededor del Sol, entonces los satélites de cada uno de ellos, y por ello la luna, también lo hacen.” En este caso nos hallamos ante una evidencia mediata. Las leyes lógicas nos aseguran que si partimos de una afirmación verdadera, y razonamos correctamente, las conclusiones que de ella se sigan también serán verdaderas. Cuando esto se comprueba, dichas conclusiones nos ofrecen una evidencia real, aunque derivada. Las demostraciones gozan de evidencia mediata.

En última instancia, si reconocemos la verdad de nuestros juicios y enunciados es porque, de modo directo o indirecto, pueden apoyarse en alguna evidencia.

4.3 Estados de la mente ante la verdad de un juicio: certeza, error, opinión, duda y fe

Ante un dato evidente, nuestro entendimiento se ve arropado por la certeza. La certeza o seguridad es un estado subjetivo de la persona que juzga sin temor a equivocarse, y no duda de estar en la verdad porque se halla ante una evidencia. La certeza puede estar más o menos fundada por estar correlativamente basada en verdades más o menos evidentes. Existen otros motivos de certeza, como en el caso de la fe, que luego veremos[1]; pero el estado y fuerza de asentimiento que corresponde en nosotros a la captación de un dato evidente es el de la seguridad. Así como el ser humano está radicalmente abierto a la realidad -y de ahí el deseo natural de verdad-, de igual modo está necesitado de certezas que le permitan consolidar una visión congruente del mundo y le induzcan a tomar decisiones para su vida.

La seguridad o certeza con la que emitimos un juicio no basta por sí misma, sin embargo, para garantizarnos que estamos ante la verdad, ya que puede venir motivada por un dato que parece verdadero y al que, precipitadamente o por error, prestamos un asentimiento indebido, o también por la confianza que nos merece un testigo que se engaña o nos engaña. La certeza es un estado subjetivo, que puede o no tener un fundamento objetivo. A pesar de que el lenguaje ordinario suele identificar la expresión “es verdadero” con la de “es cierto”, la certeza no se identifica con la verdad; caben certezas erróneas. Sin embargo, lo normal es que la certeza sea consecuencia de hallarse en la verdad.

Ya indicamos que el error consiste en tomar lo falso como verdadero. Generalmente solemos caer en el error bajo el impulso de una certeza infundada. Las causas del error pueden provenir de los sentidos y los sentimientos, en primer lugar, ya que pueden ofrecernos datos o valoraciones poco contrastadas, o parciales, o empujarnos a la precipitación. También la voluntad nos puede inducir al engaño, al impulsarnos a asentir cuando aún no existe evidencia suficiente; así ocurre a menudo cuando deseamos que las cosas sean como nosotros queremos. En el terreno de la práctica, como ya hemos señalado anteriormente, la voluntad controla la conducta y puede negarse a secundar la adhesión de la inteligencia a contenidos evidentes. Además, por un hábito desordenado, es posible deformar la propia conciencia y llegar a convencerse de que las cosas son de otro modo, o de que los motivos de nuestra conducta importan más que la verdad en determinados casos. Cuando el error es voluntario existe culpa moral.

Sin embargo, el contenido de nuestros conocimientos no siempre se presenta con claridad ante nosotros. Hay hechos y datos que no son evidentes, pero parecen verdaderos. Hablamos entonces de datos verosímiles o probables. Decimos entonces, por ejemplo: “parece que esta tarde va a llover”, “es probable que la causa del accidente haya sido que el conductor se durmió”, “parece que la fiebre se debe a una infección de garganta”, etc. Muchos de nuestros errores al juzgar se deben a que tomamos la apariencia como evidencia, pero muchas veces las cosas no son como parecen.

La verosimilitud o probabilidad es una propiedad del dato conocido consistente en la apariencia de verdad. Gran cantidad de hechos, situaciones y aspectos de la realidad no permiten mayor claridad y se muestran así al entendimiento, que se ve obligado a pronunciarse de forma que no excluye la posibilidad del error. A este estado de la mente se le llama opinión. Al opinar nos decantamos por una afirmación (o negación) probable, y como no estamos ante un dato evidente tampoco existe certeza o seguridad de hallarse en la verdad. Una opinión no excluye su contraria. “Creo que lloverá esta tarde” no excluye el “creo que no lo hará”, si bien nos inclinamos por lo primero, porque parece que así va a ocurrir.

El ser humano se ve obligado a opinar, bien por la naturaleza contingente de muchos acontecimientos de su vida, bien por la limitación de su conocimiento, que a menudo no puede alcanzar la certeza. Pero eso no hace que todas las opiniones sean igualmente plausibles. Si todas las opiniones valieran lo mismo, se ha dicho maliciosamente que habría que tener muy en cuenta la opinión de los tontos, pues son mayoría.

En asuntos en los que interviene la libertad humana o se dan múltiples factores difícilmente abarcables por el entendimiento, es natural y positivo que exista una pluralidad de opiniones. Pero hay opiniones mejor fundadas que otras, por estar avaladas por datos más probables o verosímiles; y por ello merecen mayor consideración. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino pesadas. Y también es muy claro que dos opiniones contradictorias –“Tal equipo de fútbol (póngase aquí “Real Madrid” o “Barça” a gusto de la afición) es el mejor del mundo” frente a: “Ni hablar, es el peor”-, aunque pueden ser mantenidas simultáneamente como “probables”, no pueden ser verdaderas a la vez.

La causa del asentimiento en este caso, puesto que el dato no es determinante por su falta de evidencia, es la voluntad del sujeto, que se inclina por una opinión porque la estima más verosímil y preferible que su contraria. A menudo vemos sostener opiniones de un modo desmesurado, como si estuviesen fundadas en la evidencia. Aferrarse a las propias opiniones como si se tratara de verdades indiscutibles es falta de espíritu crítico y muestra de apasionamiento desmedido, o de orgullo. Tener criterio o sentido crítico es, en buena medida, saber distinguir las distintas situaciones en las que se halla la mente en cada momento. Las opiniones no pueden tener la misma fuerza que las certezas, y en todo caso no se fundan en la posesión de verdades evidentes. Ni todo es opinable –y por lo tanto discutible-, ya que hay verdades respaldadas por la evidencia, ni las opiniones tienen de suyo fuerza mostrativa o demostrativa.

La pretensión de reducir todos los juicios del entendimiento a meras opiniones, por ser elaboraciones de un sujeto, se cae por su base, ya que obedece a una seria confusión. Todo juicio del entendimiento es una elaboración subjetiva; pero su contenido –por ejemplo, el teorema de Pitágoras o un principio moral como la ilicitud del asesinato- puede ser plenamente objetivo y gozar de las propiedades de toda verdad avalada por la realidad: una, objetiva, absoluta, inmutable. Reducirlo a mera opinión sería desentenderse de su veracidad, puesto que una opinión permite la opinión contraria.

Por la contemplación atenta de la realidad, el estudio, la reflexión y el diálogo, el hombre se va acercando al conocimiento de la verdad. A medida que se indagan los problemas con mayor rigor y profundidad, se obtienen opiniones más fundadas; y, en muchos casos, se llega también a conocer la verdad con certeza. A lo largo de este proceso de investigación de la verdad, se confirman las opiniones anteriores o, por el contrario se rectifican.

Pero existe otra disposición de la mente, la duda, que consiste en la suspensión del juicio al no existir razones determinantes en un sentido o en su contrario. El dato que llega a la mente no rebasa la mera posibilidad, es decir, no es intrínsecamente contradictorio: “puede ser...” Se da una abstención porque la mente vacila ante dos proposiciones alternativas, a veces porque no hay motivos que apoyen más a una que a otra, y a veces porque las razones a favor de una se contrapesan con las que asisten a la otra.

Frente a lo que algunos mantienen, la duda no es la actitud propia del sabio. Se trata más bien de un estado imperfecto, una situación de inquietud, de la que la mente necesita salir para satisfacerse con la verdad, que es su fin natural. En la duda permanente no es posible ni saber ni vivir. Actuar con una conciencia dudosa es exponerse a cometer los mayores errores. No es coherente dudar de todo, pues supone no atender ni a la conciencia misma de la duda, que es ya un conocimiento cierto, ni a la existencia del sujeto que duda, asimismo evidente (“si dudo, existo”), ni a la evidencia del principio de no contradicción (“una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”), ni a las de la evidencia sensible... En coherencia, conduciría a la estéril pasividad de lo inerte.

Hemos aludido de paso a otra forma de asentimiento, la fe, que consiste en aceptar un dato con certeza pero sin evidencia, basándose en el testimonio de alguien a quien se reconoce una autoridad al respecto. La voluntad mueve al entendimiento a adherirse con certeza a un dato no evidente. Es muy importante no confundir la fe con la simple creencia que, en el uso habitual del lenguaje tiende a asimilarse a la opinión: “creo ( = opino, me parece) que esta tarde vendrá mi hermana”; en este caso no existe certeza.

Hay que distinguir entre “certeza fundada en la evidencia”, basada en la manifestación objetiva de la verdad, y “certeza fundada en la fe”, que se apoya en la autoridad de un testigo, manifestada por la evidencia de su credibilidad.

Por lo que respecta al modo de conocimiento, la certeza que brota de la evidencia es más perfecta. Pero desde el punto de vista de la firmeza de la adhesión, de la hondura humana que se pone en juego al ofrecer una confianza, la certeza de la fe es normalmente más valiosa y meritoria. En este caso, en lugar de apoyarse en la evidencia del dato asumido, se apoya en la evidencia de la credibilidad de otro, que puede ser mayor que la propia si se trata de un testigo presencial, de un experto –médico, científico...-, de un maestro, o del mismo Dios en el caso de la fe sobrenatural. De hecho, la inmensa mayoría de las verdades que conocemos proceden del testimonio de otros: noticias, descripciones geográficas, acontecimientos históricos, procesos científicos que no dominamos, etc.

La certeza de la fe es libre, por cuanto depende necesariamente de un acto de decisión: confiar firmemente, a falta de evidencias. El influjo de la voluntad en el acto de fe puede verse respaldado por otros datos en bastantes casos, en los cuales se tiene referencias concordantes, cualidades personales y competencia técnica del testigo, etc., que avalan el asentimiento.

El acto de fe no es arbitrario, ya que puede y debe venir respaldado por motivos suficientes. La fe debe tener un fundamento racional, pues en otro caso sería ciega. Ese fundamento es la credibilidad de otras personas, y además puede ser confirmada indirectamente por verdades ya reconocidas. El testigo nos consta –ha de constarnos para ser creíble- que no se engaña ni busca engañarnos, y su testimonio no debe ser contradictorio en sí mismo ni entrar en contradicción con verdades ya establecidas (cabe que en ocasiones no veamos el modo en que se conforme con ellas, pero si ambos son verdaderos, deben ser congruentes). La fe debe ser razonable tanto en su principio (adhesión a un testigo creíble) como en su contenido.

El acto de fe no es contrario a la razón; de hecho, confiar en otras personas es lo más razonable –y si esto es así, con mayor motivo ocurre lo mismo respecto de Dios-. Sin fe no podríamos vivir ni convivir, ya que las relaciones entre las personas y la misma vida social, en fin, se basan en la confianza mutua; si el ser humano posee cultura es porque –en un acto de confianza tamizado por la perspectiva histórica- acepta el legado de generaciones pasadas, que le transmiten sus conocimientos y experiencias.

La razón no es autosuficiente ni se funda a sí misma, sino que se alimenta de la realidad y del acto que la ha creado. Si se fundara a sí misma no existirían misterios sino situaciones provisionales de ignorancia, el avance de la razón acabaría por disipar toda incertidumbre y haría innecesaria la fe. No haría falta creer en nada, bastaría con “mirar” y saber. La inexistencia del misterio (del fundamento de la realidad y de la razón misma) sería el correlato de una razón autosuficiente e ilimitada... que no existe.

5. ¿Qué supone la negación de la verdad? Las enfermedades de la inteligencia

5.1 Una actitud subjetiva, no una postura intelectual

Negar que existe la verdad es, de inmediato, una contradicción rotunda: sería sostener como verdad que la verdad no existe. Por lo tanto, estaríamos ante una falsedad. Sin embargo, la negación de la verdad es, más que una proposición teórica, una actitud subjetiva, un rechazo por parte de la voluntad. En este sentido, cabe advertir que lo que se insinúa tras las pretensiones de quienes sostienen que la verdad no existe o que es inalcanzable -a veces de modo explícito y a veces indirecta o inadvertidamente-, es el deseo de no atenerse a la realidad, ante la sospecha de que ésta puede mermar o incluso impedir la autonomía y la libertad del sujeto.

Por de pronto, rechazar la verdad como dimensión de la realidad es rechazar la consistencia de las cosas, negar que las cosas son lo que son. La realidad no sería un referente y una norma para nuestro conocimiento y nuestra voluntad. Rechazar la verdad del conocimiento es sostener que no podemos acceder a lo que las cosas son y que hay que vivir entre meras apariencias y en un mundo de opiniones, ninguna de las cuales vale más que las demás. Rechazar la verdad moral es afirmar que todos engañamos al expresarnos porque toda expresión en el fondo es siempre y sólo una mera interpretación, pero que eso no importa nada, porque no hay diferencia entre el engaño y la verdad, al no haber una norma que las enfrente. Rechazar la verdad como inspiración es caer en el nihilismo, en el sinsentido: nuestra vida se reduciría a una combinatoria de acontecimientos, a un mecanismo carente de sentido último. La persona como tal sería intrascendente; la autodonación sería una alienación.

Gorgias, sofista que vivió en Atenas en el s. V a. de JC., lo expresó así: “Nada existe, aunque existiera no lo podríamos conocer, y aunque pudiéramos conocerlo no podríamos comunicarlo”. Y Protágoras, también sofista y contemporáneo del anterior, lo expresó de otro modo: “Las cosas son según le parecen a cada cual. El hombre es la medida de todas las cosas”. Nos movemos entre apariencias a las que damos el valor que queremos darles. Nuestros intereses son los que mueven la única trama de la vida. Esta actitud intelectual y moral no es propia en exclusiva de una escuela o corriente de pensamiento, sino una orientación que se percibe en distintos momentos y épocas, en autores y tendencias ideológicas, culturales y “filosóficas” a lo largo de la historia.

Pero esto significa que los más fuertes y los más sagaces son los que deciden el valor de todo, lo que interesa y lo que no. En resumidas cuentas, la negación de la verdad propicia y a menudo enmascara el imperio de la violencia, la imposición de la fuerza como criterio de valor y de existencia. No hay verdad y no hay certezas fundadas, sólo hay hechos impuestos por la voluntad de los más fuertes. En lugar del encuentro libre y la comunicación entre los seres humanos, sólo caben la lucha de intereses y deseos, y la manipulación, como motor de la vida.

Algunas de las posturas que participan de esta actitud de fondo tienen matices propios y en ocasiones presentan argumentos que conviene conocer y dilucidar. Son teorías y posicionamientos que podríamos denominar “enfermedades de la inteligencia” porque dificultan seriamente o se oponen a la tendencia natural de apertura de la realidad y de búsqueda del saber que es propia del ser humano.

5.2 El escepticismo

Se trata del ataque más directo y uno de lo más radicales a la capacidad humana para acceder a la verdad: la verdad no se puede conocer y nada se puede aseverar (afirmar o negar) con certeza. Más vale, por consiguiente, refugiarse en la suspensión del juicio, en la duda. Tiene una versión práctica, que pretende huir de la agitación de las numerosas opiniones en conflicto, y del riesgo que entraña todo compromiso con lo verdadero, por medio de la desconfianza y del pasotismo (es un modo de entender lo que los filósofos helenísticos llamaban ataraxia, imperturbabilidad).

La verdad pocas veces se presenta manifiestamente por sí misma y, sobre todo en temas difíciles y complejos, exige una actitud de búsqueda que ha de realizarse con notable esfuerzo. Esto puede dar lugar a un cansancio intelectual y vital, a la tentación de desfallecer definitivamente y dar la búsqueda por interminable y estéril: el hombre sería incapaz de alcanzar la verdad. No se trata, por lo tanto, de una teoría –aunque no han faltado algunos intentos teóricos, como entre los antiguos griegos (Gorgias, Pirrón, Sexto Empírico...)- sino de una actitud.

Una de sus variantes más serias es el criticismo, actitud de algunas corrientes filosóficas modernas que no aceptan la evidencia objetiva y propugnan la autonomía del sujeto. En el fondo, todo escéptico, en el fondo, no acepta una verdad objetiva porque desearía fundarla, crearla, basarla en su pensamiento y no al revés. Existe aquí un voluntarismo: se desea anteponer la fuerza fundante de la voluntad a una inteligencia “sometida” a referencias ajenas. No debe ser una supuesta verdad la que mueva a la inteligencia a asentir, sino que debe ser la voluntad quien asienta o no ante lo que se le ofrece, o la que determina qué ha de ser tenido en cuenta y lo que no.

El escepticismo no deja de presentar algunos argumentos, pero con ellos, más que demostrar algo –sería un contrasentido-, lo que pretende es levantar sospechas; así la actitud puede mantenerse. Los argumentos más frecuentes son:

1) Los errores e ilusiones de nuestro conocimiento, especialmente de los sentidos. Nos equivocamos con demasiada frecuencia: los sentidos nos engañan, haciendo pasar las apariencias por realidades; y también la inteligencia yerra al juzgar y razonar. ¿Cuál es la frontera entre ilusión y verdad, sueño y vigilia, demencia y lucidez?

Es claro que los sentidos nos engañan con frecuencia, pero no tanto por ser malos espejos de la realidad como por ser mal interpretada la información que aportan. Es la voluntad, y el cansancio, los estados afectivos como el apasionamiento o la ansiedad, por ejemplo, quienes causan los errores. Pero también nos aportan datos fidedignos, y podemos advertir esta diferencia por medio del contraste con otras fuentes de información, o por reflexión. Las apariencias sensibles pueden ser ajustadas a la realidad, y los eventuales errores pueden advertirse y corregirse, bien por medio de otras evidencias sensibles, bien por un atento examen racional de los datos.

Si tenemos una noción de lo que es el error es porque previamente hemos comprendido lo que es la verdad, y la damos por supuesta. Quien se sabe en el error ya sabe algo seguro. Si podemos distinguir entre la verdad y el error es porque podemos llegar a la verdad; de lo contrario, nunca sabríamos que nos hemos equivocado. Se tratará por consiguiente de contar con criterios y modos rigurosos de proceder cuando conocemos -un ejemplo de esto son las leyes de la lógica-, pero también es preciso no dejarse llevar superficialmente por las apariencias y tomarlas como unas evidencias que no son. De esto ya pusimos más arriba algún ejemplo.

2) La diversidad de las opiniones humanas y las “contradicciones de los filósofos”. Los hombres defienden habitualmente las opiniones más diversas y cada uno cree tener razón (estar en la verdad). ¿Quién la posee realmente? Nuestro juicio al respecto sería una opinión más. Por otra parte, los mismos filósofos ofrecen un panorama desalentador: casi ninguna doctrina, por extraña y dispar que sea, ha dejado de ser defendida por alguno.

Ciertamente, las opiniones abundan y las hay para todos los gustos. Pero no todas están igualmente fundadas y por eso aportan posturas con diferente grado de verosimilitud. Dos opiniones contradictorias no pueden ser verdaderas ni falsas al mismo tiempo. Además, existen afirmaciones que viene respaldadas por la evidencia, mediata o inmediata, y que no se pueden reducir a meras opiniones. Existen cuestiones y asuntos complejos y difíciles, pero el estudio paciente, el pensamiento reflexivo e insistente van alcanzando zonas de verdad que constituyen suelo firme para nuevos descubrimientos y esfuerzos de la inteligencia. Muchos filósofos han sostenido posturas erróneas o discutibles; no es de extrañar, puesto que los temas que se plantea la filosofía son difíciles y a menudo comprometen la existencia personal y colectiva, lo cual deja lugar a las actitudes más diversas; pero también existen grandes acuerdos y verdades compartidas, y una notable continuidad de temas, preocupaciones y perspectivas, que un estudio detallado de la historia de la filosofía permite contrastar y apreciar en su justo valor.

3) El argumento del círculo vicioso (o “dialelo”): Es preciso acudir a la demostración para estar seguros de algo, pero es imposible demostrarlo todo, porque todo exigiría ser demostrado por principios o razones que a su vez habría que seguir demostrando, y así sin fin.

Es el argumento más débil, contradictorio en sí mismo. No está demostrado –ni se puede- que haya que demostrarlo todo. Pero se trata en el fondo aquí de una actitud: el escéptico no se fía de la realidad, sino que quiere fundar la verdad en el sujeto y en sus demostraciones. Sin embargo, la verdad no se apoya en el conocimiento, sino a la inversa. Es preciso partir de evidencias inmediatas –que no se pueden demostrar ni necesitan demostración, pero a partir de las cuales sí podemos demostrar otras cosas- que nos dan a conocer la realidad. El conocimiento no se funda a sí mismo –eso sí es un círculo vicioso-: la verdad se funda en las cosas.

En definitiva, es preciso decir que el escepticismo como teoría es contradictorio y por lo tanto falso: afirmar que nada puede afirmarse es destruirse a sí mismo. Pero es que además es una postura que no se puede vivir: vivir es afirmar, tomar decisiones y proceder en función de ellas, atenerse a las cosas y a los acontecimientos para desenvolverse en el curso de todos ellos. Tenemos que vivir en la realidad. Si no pudiéramos acceder a ella con verdad, la vida humana sería imposible. La duda universal es insostenible: quien duda de todo está tomando una postura inequívoca; el que duda no puede dudar de que duda ni de que existe. Y si no puede eludir razonablemente estas evidencias, tampoco puede eludir todas las demás evidencias.

5.3 El relativismo, el subjetivismo y el historicismo

Es a la vez un argumento del escepticismo, pero también ha adquirido protagonismo propio. Es quizás la “enfermedad” más seria de la inteligencia. Se apoya en la constatación de la relatividad del conocimiento, en parte obvia, para concluir que es imposible conocer las cosas en sí mismas y con objetividad: Toda cosa es conocida por un sujeto determinado, lleno de prejuicios y deseos, y que se sitúa en algún punto de vista concreto; todo quedaría teñido por la subjetividad del que conoce, por la cultura y la época en que es recibido. Además, todas las cosas se entretejen en multitud de relaciones que es imposible abarcar, lo cual nos ofrece un conocimiento siempre parcial, interpretativo y subjetivo. En suma, cada uno tiene “su” verdad, que no puede trascender. Viene a concluirse que existen multitud de opiniones de las que no es posible concluir una verdad única, absoluta y objetiva.

No hay inconveniente en aceptar, como ya se explicó más arriba, que existen muchas cuestiones opinables, dentro de ciertos límites como la no-contradicción, porque acerca de ellas no hay la suficiente claridad. Pero hay opiniones mejor fundadas, que merecen más aceptación; y sobre otras sí hay la claridad o evidencia suficiente. Y en la medida que nos hallamos ante evidencias no es adecuado quedarse en la mera opinión. Ni todo es opinable, ni es igualmente opinable.

Si se toman en serio los argumentos relativistas, habría que aceptar que la realidad no respalda al conocimiento, sino que el conocimiento es simplemente una elaboración del sujeto en cada caso, sin fundamento en la realidad. Si se admitiera esto, nada existiría si no fuese concebido o percibido por algún sujeto, pero esto es insostenible, porque hay muchas cosas que existen realmente sin que nadie las perciba ni opine sobre ellas; como las que están en el fondo del mar o en las entrañas dela tierra, por poner algún caso obvio. Ser no es sólo “ser percibido”; si así fuera, el que percibe –el sujeto- tendría que ser percibido para existir. Pero es evidente que sucede al revés, para poder percibir es preciso antes existir. La vista tendría que verse a sí misma, pero no se ve a sí misma, sino que ve el color.

Si por otra parte pueden subsistir múltiples “verdades” distintas acerca de un mismo asunto, en función del punto de vista de los diferentes sujetos -lo que equivale a reducir el conocimiento a una elenco de tantas posibles opiniones como sujetos, todas ellas en principio igualmente válidas-, se cae en la contradicción, puesto que se admite que alguien pueda negar terminantemente esta postura y con el mismo grado de validez que el que la mantiene. Pero es obvio que ambas tesis no pueden ser sostenidas a la vez. Una de ellas ha de ser verdadera, y esto no es subjetivo ni relativo de ningún modo. La afirmación de que ‘todo es relativo’ no es relativa, sino absoluta.

El lenguaje a menudo es esclarecedor. Si decimos que algo es relativo, y nada más, el mensaje queda interrumpido, ya que es preciso mostrar “a qué es relativo”. Este “qué”, en última instancia tiene que ser algo no relativo, es decir absoluto, so pena de no estar diciendo nada.

El historicismo entra en contradicción con la historia, paradójicamente. Porque si cada conocimiento fuera propio de su época y no fuese válido para todas las demás, no sería posible progresar a lo largo de las épocas, porque dicho progreso se basa en el legado de conocimientos que pasa de unas generaciones a otras. La naturaleza racional del ser humano es capaz de abrirse al ser profundo de las cosas, a lo que éstas son en sí mismas, a la verdad, sin vincularse exclusivamente a tal o cual cultura concreta. Y por eso la comunicación y el enriquecimiento entre espíritus de épocas y culturas distintas es un hecho efectivo y fecundo.

El relativismo es en el fondo un antropocentrismo, un subjetivismo más o menos amplio y sofisticado. El sujeto –cada sujeto- se proclama a sí mismo como criterio último de lo admisible. El sujeto decide sobre el valor del conocimiento en lugar de comportarse de acuerdo con lo que conoce. En la práctica esta postura viene a resolverse en una postulación de la fuerza –en cualquiera de sus variantes- como modo de resolver entre opiniones diferentes: la mayoría, la persuasión emocional, la violencia, la astucia, etc. Ningún criterio podría prevalecer sobre la conciencia de cada sujeto, salvo por alguna forma de coacción o de corrupción.

Es verdad que no conocemos la totalidad de las relaciones que forman parte de la existencia de las cosas. Pero las cosas no son sólo sus relaciones. Podemos conocer bastantes relaciones y las cosas mismas; y aunque nuestro conocimiento no sea total, no por eso deja de ser verdadero. Que este jersey sea de color blanco no es todo lo que puede saberse de él, pero si realmente es blanco, hay una verdad con la que podemos contar. Conocer una cosa desde un aspecto no resulta ser “poco verdadero”, aunque no lo sea todo. Es plenamente verdadero, aunque su contenido sea modesto y limitado.

No obstante, existe una verdadera, sana y positiva forma de relatividad: la de quien no se empeña en ser el epicentro del mundo y del conocimiento, sino que respeta y valora las aportaciones de los demás, está a la escucha y aprende de lo que en ellas hay de verdadero, con lo cual el diálogo se convierte en una forma de caminar conjuntamente hacia la verdad. Aquí, relativizar las propias posturas no es desconfiar de su valor de verdad, sino desligarlas de todo interés particular de prevalecer, someterlas a la objetividad de conocimiento y al juicio y valor de la realidad.

5.3 Los prejuicios, el dogmatismo y el fanatismo. “Buena” y “mala” tolerancia

La verdad, como propiedad esencial del conocimiento, se manifiesta en nuestros juicios, en lo que nuestro entendimiento atribuye –afirmativa o negativamente- a la realidad. Pero para juzgar acerca de algo hay que tener los adecuados “elementos de juicio”, es decir, hay que estar en posesión de las nociones suficientes, precisas y adecuadas que afectan a los hechos y cosas que juzgamos.

Sin embargo, movidos por la precipitación –generalizando o particularizando indebidamente, por ejemplo-, por la voluntad que quiere imponer su deseo, o por determinados estados emocionales como el apasionamiento, la ira, la envidia u otros, juzgamos sobre las cosas sin tener los elementos de juicio adecuados, es decir, careciendo del conocimiento profundo y ajustado del contenido, la finalidad y las circunstancias que son del caso. Este es un modo de conducirse muy frecuente; son lo que llamamos los prejuicios.

Se trata de una evidente falta de sentido crítico, que sólo puede resolverse mediante una constante y rigurosa búsqueda de la verdad.

No es muy lejano otro tipo de actitud, el dogmatismo. Un dogma es una verdad definida como tal verdad, una verdad establecida. Aunque hoy se emplea habitualmente en el terreno de la teología y de la vida religiosa, hasta no hace mucho tiempo se hablaba también de “dogmas científicos”, para referirse a principios científicos no cuestionables. La existencia de dogmas, en sí misma, no atenta contra la verdad y su búsqueda; más bien debe orientarla. De hecho, el Diccionario de la RAE indica que el dogmatismo es la postura contraria al escepticismo, es decir, aquélla que sostiene que la razón humana puede alcanzar la verdad mediante el uso del método y el orden conveniente en sus investigaciones.

No obstante, se conoce como “dogmatismo”, de forma peyorativa, aquella actitud o postura que resta valor e importancia a las opiniones, aunque se refieran a cuestiones poco o nada evidentes, impidiendo la libertad del pensamiento para buscar la verdad. Por decirlo así, no habría que buscarla porque ya estaría hallada de forma definitiva. Se puede ser dogmático en el fondo o contenido de lo que sostiene, y en la forma, despreciando con contundencia posturas contrarias a la que se mantiene. En este sentido el “dogmatismo” sería equivalente al “fanatismo”, postura de quien, afincado en un criterio o derecho supuestamente prevalente, excluye toda posición contraria, no tanto por estar en la verdad –aunque así lo sostenga-, cuanto por ser ésta “su” verdad, es decir, por ser él quien está en ella. En definitiva, el fanático y el dogmático se atrincheran en su postura más por el hecho de que esa postura es suya que por el hecho de ser verdadera. El fanático hace violencia a la realidad y a las personas.

La verdad no ha de temer el examen racional. Muchas cuestiones son evidentes y ciertas; otras muchas son contingentes, es decir, están sometidas a circunstancias y situaciones complejas y meramente probables, y por ello resultan opinables; no pocas son dudosas. Acerca de las verdades ya seguras, se puede seguir profundizando, puesto que la realidad sobrepasa siempre al conocimiento. Decía San Agustín que hemos de buscar con denuedo la verdad hasta encontrarla, y que, una vez hallada, hemos de ponernos en camino para seguir buscando con más fuerza todavía, como quien nunca la ama lo bastante.

El criticismo –extremo contrario al dogmatismo radical- es una forma de escepticismo. Pero el verdadero sentido crítico se apoya en criterios fundados de certeza para examinar y defender la verdad tomando la realidad como único referente válido.

Conviene precisar también qué ha de entenderse por tolerancia. Se trata de permitir algo, una postura, una conducta o una afirmación, aunque sea erróneo o malo, sin aprobarlo, para evitar un mal mayor. Existen límites para la tolerancia cuando se ven amenazados o rechazados valores y verdades esenciales. No se trata de una forma de indiferencia, que no distingue entre verdad y error, sino de una forma de paciencia, la cual sufre ciertos males o inconvenientes por una causa justa y en el camino que mira hacia la verdad, como una disposición de apertura para entablar un diálogo que esclarezca las posturas y los datos. El diálogo es la búsqueda compartida de la verdad mediante el intercambio de posturas, juicios y valoraciones que lleven a contemplar la realidad de las cosas con mayor claridad por ambas partes. En el diálogo que conduce a la verdad nunca hay vencedores frente a vencidos. El hallazgo es siempre una victoria compartida.

El relativismo no puede ser nunca el fundamento de la tolerancia, aunque sea frecuente acudir a esta explicación. Sobre el relativismo sólo se sostiene la violencia: en este caso, la violencia contra la verdad, porque se considera que no hay verdades objetivas y todo se reduce a mera opinión, que cada cual puede sostener si así lo desea. Si todo es relativo, la tolerancia consistirá sólo en no dejar que nadie proponga nada como verdadero ni como universalmente válido. Pero entonces el error puede equipararse con la verdad; bastaría sólo con que alguien lo sostenga. Aquí existe ya una complicidad con el mal y un indiferentismo injusto.

5.4 El valor de las mayorías

Si la verdad es el conocimiento cabal de la realidad, no se puede reducir al parecer u opinión de la mayoría. Sería despreciar la inteligencia y verla sometida a quienes puedan persuadir a un número suficiente de individuos, por cualquier medio, para tomar tal o cual postura. Decía Erich Fromm que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; y el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades.

En realidad, la llamada “opinión pública” es una opinión particular que consigue hacerse oír más que otras. En general, la opinión mayoritaria es un conjunto de opiniones cambiantes, en las cuales el cansancio, la pugna de intereses y el apasionamiento tienen un protagonismo que hace muy difícil mirar serenamente la verdad y comunicarla a través del diálogo.

No es el consenso el que da lugar a la verdad. Más bien debe ser al contrario, la verdad es la que debe llevar al consenso. El acuerdo de un gran número de voluntades puede ser válido y muy adecuado para tomar ciertas decisiones prácticas, pero no es infalible ni garantiza de suyo la lealtad a lo real ni el respeto a la dignidad de todas y cada una de las personas, que deben ser justamente su límite y su criterio.

6. Verdad y libertad

El ser humano es un ser constitutivamente libre, capaz de autodeterminarse y de gobernarse a sí mismo. Para poder ejercer la libertad, la posibilidad de elegir, es necesario el conocimiento: nada puede ser querido si no es previamente conocido. Por esta razón, la actitud primera del hombre o la mujer, antes de lanzarse a la acción, es la mirada abierta a la realidad de las cosas para saber lo que son y cómo son. Pero el ansia de saber no es otra cosa que la búsqueda de la verdad.

Georges Bernanos, en su libro Libertad, ¿para qué?, habla de ciertas formas de “anemia espiritual” que aniquilan y asfixian la libertad en su misma raíz bajo la presión de sutiles y contundentes formas de totalitarismo. Para él la mayor amenaza contra la libertad no está en la opresión directa por parte del poder, sino en la indiferencia, en que no se llegue a estimar la libertad y se prefiera, por ejemplo, la comodidad, el lujo, el dinero o la tranquilidad.

El síntoma más generalizado de esta anemia espiritual dice este autor es, así pues, la indiferencia ante la verdad y la mentira. Y el instrumento que, a su juicio, ha generalizado esta indiferencia fundamental es el fenómeno de la publicidad a gran escala, lo que él llama la “propaganda”: el control de los medios de información, el poder inmenso de la persuasión publicitaria, el imperio absoluto de la opinión.

Podemos ciertamente meditar en el enorme alcance de estos recursos mediáticos del poder económico o del político, manejados por intenciones sin rostro. Pero también podemos apuntar a otra vertiente, más radical, del problema: la renuncia de las personas, de los individuos, a los grandes compromisos, y en concreto al compromiso con la verdad.

Ernesto Renan solía decir con sarcasmo que en el siglo XVIII había libertad de pensamiento, pero se pensó tan poco que resultó innecesaria. Y es que antes y más en el fondo que en la libertad de expresión, es preciso reparar en otra libertad más real, la libertad misma de pensar, de pensar verdaderamente. La pasión por la verdad y la pasión por la libertad van necesariamente unidas. Una libertad que no se apoye en la verdad de las cosas y en la verdadera dignidad del ser humano se convierte en una libertad fingida, engañosa y falsa.

Hoy en día puede comprobarse que los medios de comunicación a gran escala y la “megapublicidad” persuaden de muchas cosas, y que cuanto proponen es aceptado más o menos pasivamente de modo general. Es una manifestación clara del fenómeno social y moral de la masificación. Pero la indiferencia ante la verdad que se da en el seno de este fenómeno, oculta un hondo cansancio, incluso una especie de “aversión por la facultad de juzgar”: Quien juzga desde la verdad se compromete. Y quien se inclina lo mismo a lo verdadero que a lo falso, huyendo de compromisos y de dependencias, está maduro para caer en cualquier tiranía.

Quizás pueda parecer que el hombre es más libre si no respeta la realidad, si la somete por completo a su control. Es la voluntad de poder, la voluntad de los fuertes. Pero eso puede significar la destrucción del planeta, del aire, de la vida, de las personas.

Pero aún hay más. Renunciar a una libertad arraigada responsablemente en la verdad, más que un sacrificio es una costumbre que simplifica la vida terriblemente. El mayor enemigo de la libertad es el que llevamos en nosotros mismos: algo en el ser humano quiere la libertad, pero también algo en él la rechaza o siente su ejercicio como algo difícil, demasiado cargado de responsabilidades, algo que la aborrece, que se cansa. Es más fácil ser esclavo que libre, y es más fácil también luchar por la libertad que vivir en ella, porque hay que apuntalarla en la verdad y darle un sentido, un para qué consistente. Y desde ese momento nos vemos vinculados, obligados, comprometidos. Por eso es más simple dejarse llevar.

El “imperio de la opinión”, en el que la verdad depende de quien la diga y del modo en que lo haga, crea un tipo de ciudadano perfectamente dúctil a toda forma de totalitarismo. Así, en su novela 1984, George Orwell se plantea con fiereza la posibilidad de que la verdad fuera una decisión de los fuertes, del sistema: ¿Quién podría negar que dos y dos fueran cinco si así lo establecía un poder por encima del cual no hay nada?

“Se preguntó... si no estaría loco. Quizás un loco era sólo una “minoría de uno”. Hubo una época en que fue señal de locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora era locura creer que el pasado era inalterable... Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.

(...) Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también pueden controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?

¡No, no!, a Winston le volvía el valor (...) Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra...

Con la sensación (...) de que anotaba un importante axioma, escribió:

La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.” (G. ORWELL, 1984. Parte 1ª, VII)

7. La búsqueda de la verdad

Pero el encuentro de la verdad es fuente de inspiración. Es un hallazgo que produce asombro y admiración. Es descubrir que la realidad se ofrece como un don cuajado de posibilidades y de exigencias, abierto a proyectos de futuro. La verdad no es sólo un horizonte final; es también punto de partida y un hallazgo cotidiano. Es también el camino mismo. Crecer en humanidad es en el fondo avanzar “de verdad en verdad”, vivir en la verdad: asomarse con admiración a la realidad en toda su policromía y en toda su profundidad, y asumir una relación respetuosa y creativa con el valor y la dignidad de cada cosa.

Las apariencias se desvanecen, sólo persiste lo verdadero. Sobre lo verdadero se puede construir.

Muchos se han acostumbrado a vivir en la ambigüedad y en la confusión. Otros no hablan de la verdad sino de “mi verdad”, reduciéndola a lo que más les gusta o les conviene en cada caso. Para ellos la realidad no cuenta. No faltan tampoco los que presumen de dudar de todo y de no creer en nada, por lo que se sienten más auténticos. Pero todo esto es fruto de una manipulación y de un desencanto generado por las ideologías que han dominado el último tramo de la Modernidad.

Es preciso “rebelarse a favor de la verdad”. ¿Cómo? Te traslado varios consejos, que tomo de un pensador y educador contemporáneo, Juan Antonio Gómez Trinidad:

1) En primer lugar se necesita una gran capacidad de admiración. Ad-mirar es mirar-hacia, sorprendiéndose, sintiéndose atraído por el enigma de lo admirado. Hay algo en ello capaz de atraerme, que invitar al descubrimiento y, una vez descubierto, a gozar de ello.

2) En segundo lugar, humildad, para aceptar que la verdad nos supera y que no podremos abarcarla en esta vida.

3) En tercer lugar, tener confianza. Primero, en que el mundo está “ahí”, y después en que puede ser conocido y en que tenemos instrumentos válidos para conocerlos: los sentidos. La imaginación, la inteligencia, el corazón.

4) En cuarto lugar, un inmenso respeto por la realidad. Hay que aceptar que ella es como es y no como a mi me gustaría que fuera. Hay que respetarla y no encorsetarla a mi medida. Si yo intento perfilarla con mis prejuicios, lo que conseguiré es manipularla, falsearla y hacerla inhóspita a mi alrededor.

5) En quinto lugar, requiere un diálogo constante con los demás. En la búsqueda de la verdad no estamos solos; quien conoce algo lo hace siempre junto a otros y comparte con ellos lo que ha descubierto. En el camino de búsqueda, el estudiante encuentra dos compañías: la del maestro, que guía y alumbra el camino; y el amigo, que comparte y acompaña en la andadura.

6) Sexto: la verdad requiere un esfuerzo generoso y un gran sacrificio personal, no claudicando a la primera dificultad ni dejándose llevar por el camino fácil y tramposo de las medias verdades. Empeñarse en buscar la verdad hasta la última consecuencia.

7) En séptimo lugar, sólo se puede buscar la verdad desde la libertad. La libertad no es un fin en sí misma, sino que es un medio para buscar la verdad y realizarse a sí mismo. Libres ante la opinión ajena o del momento, y sobre todo ante los prejuicios personales que nos impiden acercarnos con apertura a las cosas y a las personas.

8) Por último, la verdad es exigente y requiere compromiso. Y eso significa hipotecar tu futuro; que desde la verdad el futuro no puede ser igual que el pasado; la verdad no nos puede dejar indiferentes, nos debe llevar a mejorar el mundo a nuestro alrededor.

Muchos buscan la verdad, pero no son tantos los que están dispuestos a encontrarse con ella, porque encontrarla puede suponer cambiar mis planteamientos. La verdad es incómoda en un mundo donde sólo existen opiniones e intereses egoístas.

La verdad es una forma de vivir, es búsqueda de luz, es pasión y compromiso. Pero es el único modo de ser auténticamente libres.

[1] Cabe distinguir entre “certeza de evidencia”, basada en la manifestación objetiva de la verdad, y “certeza de fe”, basada en la autoridad de un testigo, manifestada por la evidencia de su credibilidad.