LAS DOS VERSIONES DE LA DEMOCRACIA LIBERAL (Philippe Bénéton)

Fecha de publicación: 07-jul-2010 0:01:00

El siglo XX se acaba con este hecho sin precedentes en la época moderna: la guerra de los regímenes ha llegado, o casi, a su fin. La cuestión política por excelencia, la cuestión del régimen, aparece como un asunto resuelto. La de­mocracia liberal se ha convertido en el modelo predominante, hegemónico a escala planetaria. Con general sorpresa, el gran Enemigo ha desaparecido del horizonte, como si fuera un espejismo o una imagen de pesadilla. Por una im­prevista astucia de la historia «la autodestrucción del socialismo» ha puesto fin al régimen que se consideraba como su vanguardia. El régimen soviético se ha hundido sin violencia, como un castillo de naipes que se viene abajo, y en el descrédito general. Durante la mayor parte de este siglo había opuesto a la democracia occidental una presunta versión diferente de la democracia, «socialista», «real», «popular», que se consideraba la única legítima y que mu­chos en el Oeste habían tomado en serio. Pero el mito de la «democracia so­cialista» se ha hundido con el propio régimen. El lenguaje convenido califica­ba a Checoslovaquia, a Hungría... como «democracias populares del Este»; era —señalaba Milán Kundera— decir en pocas palabras tres mentiras: esos regímenes no eran democráticos, no eran populares, y esos países no están en el Este. La mentira ha muerto.

La democracia liberal no tiene, pues, verdadero rival. A partir de ahora «un solo y único modelo de poder democrático, la democracia representativa moderna, constitucional y laica, anclada firmemente en una economía esencialmente de mercado, domina la vida política del mundo moderno»[1]. Los hombres continúan divididos, pero, según parece, están de acuerdo en la ma­nera de vivir en común sus divisiones.

¿Hay que concluir de esto que la cuestión política está verdaderamente resuelta, que las grandes alternativas políticas han quedado atrás, que la op­ción está hecha, que se ha acabado la historia? Sería una vez más dar un in­merecido crédito a la necesidad histórica (cuya nueva versión se apoya en el fracaso de la precedente): el porvenir está abierto y «ningún régimen está se­guro de durar por su gracia de estado» (Raymond Aron). ¿No está hipoteca­do hoy el porvenir de la democracia liberal por el ocaso de la nación? Y sería también olvidar que el presunto triunfo de la democracia liberal no significa el fin de las alternativas: la cuestión política se ha estrechado, pero sigue ata­ñendo a las alternativas fundamentales, y la elección está abierta. El régimen demoliberal es susceptible de diferentes interpretaciones y diferentes encar­naciones, cosa que explica, por su parte, por qué ciertos pensadores cristia­nos vincularon la democracia al cristianismo, mientras que otros tenían mu­chas reservas al respecto. En lo esencial, hay que elegir entre dos versiones de la democracia liberal, como hay que hacerlo entre dos versiones de los de­rechos del hombre. Es preciso distinguir.

La distinción clave es, al parecer, la siguiente: hay una versión de la de­mocracia liberal que concuerda con el pensamiento cristiano y hay otra ver­sión de la democracia liberal que es extraña u hostil al cristianismo. La pri­mera es una versión sustancial del régimen demoliberal, fundada en el reconocimiento político de una dignidad propia del hombre, de una natura­leza común a todos, que justifica pero también ordena la igualdad y la liber­tad. La segunda es una versión procedimental: la democracia liberal se con­funde con las reglas del juego, con procedimientos que deben permitir a hombres desprovistos de sustancia común y de fines naturales perseguir sus objetivos particulares. El hombre es pura autonomía y pura indetermi­nación.

Esta versión procedimental es la que hoy está en curso. Mas de ello no se sigue que el asunto esté concluido.

I. La igualdad y sus dos versiones

El régimen demoliberal está fundado en un primer principio, que es el de la igualdad entre los hombres. Es este principio el que justifica la organiza­ción democrática del poder. El hecho de ser hombre confiere todos los atri­butos de la ciudadanía; nadie tiene un derecho natural a mandar en otro. En el orden político, los hombres son iguales y de ello se sigue que el pueblo, la colectividad de los ciudadanos, debe, si no desempeñar por sí mismo el poder (democracia directa), al menos escoger a quienes lo desempeñan (democracia representativa). Es este mismo principio de igualdad el que justifica la limita­ción liberal del poder. Los hombres, en cuanto hombres, son titulares de dere­chos y libertades, son iguales en derecho, y esos derechos universales limitan la acción legítima del poder democrático. Dicho de otra manera: la decisión polí­tica anclada en la igual participación de los ciudadanos sólo es válida en el cír­culo delimitado por la pareja libertad de los individuos o de las personas. El principio universal de igualdad rige en dos diferentes sentidos, uno de los cua­les limita el alcance del otro. El régimen es compuesto. De ello resulta que, en un régimen demoliberal y contrariamente a las desafortunadas formulaciones del Derecho constitucional francés, el pueblo no es soberano: si lo fuera, los derechos del hombre estarían a merced de la voluntad mayoritaria, ya no esta­rían indisolublemente vinculados al hombre en cuanto hombre.

1. Los hombres son, pues, iguales. ¿En nombre de qué? ¿A título de qué? Hay dos maneras de entender la igualdad entre los hombres en virtud de lo que tienen en común (la igualdad sustancial) o por no tener en común más que la libertad de no tener nada en común (la igualdad formal). Origina­riamente la igualdad moderna era ambigua, pero su versión contemporánea no plantea ya apenas dificultades de interpretación: la igualdad tal y como hoy se concibe no tiene nada que ver con la igualdad sustancial', es una igual­dad formal o una igualdad por defecto.

Estas dos versiones de la igualdad están en las antípodas una de otra. La primera está fundada en el reconocimiento de lo que es humano; la segunda, en el rechazo de considerar tal o cual acto como específicamente humano. Según la igualdad sustancial, el otro es igual que yo porque compartimos algo que nos distingue en cuanto seres humanos; según la igualdad por defecto, el otro es igual que yo porque no puede ser más «humano», es decir, mejor que yo. En el primer caso, los hombres son iguales porque tal es la verdad de la naturaleza humana; en el segundo, los hombres son iguales porque la natura­leza humana es una ficción. De un lado, los hombres son semejantes porque lo que los hace semejantes prima sobre lo que los hace diferentes; del otro, son semejantes porque son libres de ser diferentes y porque ninguna diferen­cia vale más que otra: son semejantes porque son diferentes. El pensamiento moderno que tanto predica los derechos humanos aboca a lo siguiente: esos derechos han perdido todo vínculo con la naturaleza y no tienen más justifi­cación que por defecto; no el ser del hombre, sino su falta de ser. Todo hom­bre dispone de pareja libertad, cada cual hace de su vida lo que quiere, por­que vivir humanamente no tiene sentido.

La igualdad por defecto es, pues, una igualdad radical que prohíbe toda jerarquía en los modos de vivir o, en otros términos, toda desigualdad en el orden del ser. El hombre es pura indeterminación, libertad sin vocación, vo­luntad sin brújula; todas las opciones dan lo mismo. En cambio, la igualdad sustancial está fundada, no en la negación de las desigualdades de ser, sino en la superación de ellas. La igualdad primera y fundamental prima sobre las desigualdades, pero no las anula. De ello resulta que los hombres son a la vez fundamentalmente iguales y secundariamente desiguales. La gran dificultad es la de sostener los dos extremos de la cadena. Y la cadena es muy larga: por una parte, lo que los hombres tienen en común es esencial; por otra, la ampli­tud humana es considerable.

2. ¿Por qué, entonces, la igualdad política? Esta se sigue, según la igual­dad por defecto, de la igualdad de las opiniones, y la igualdad de las opinio­nes se sigue, a su vez, de la ausencia de verdad. Cada cual tiene su «verdad», nadie puede aspirar a la Verdad en sí, el pluralismo es en sí mismo una vir­tud. El ciudadano no se halla investido, consecuentemente, de una dignidad propia, de una elevada misión; posee su papeleta de voto por las mismas ra­zones que justifican la autonomía del individuo, por razones esencialmente negativas. El ejercicio de los derechos políticos queda por ello simplificado: el ciudadano es autónomo por naturaleza, sin que tenga necesidad alguna de formarse para serlo; su opción tiene el mismo valor si es obra de su razón que de sus pasiones; semejante distinción no tiene, de hecho, sentido y las formas constitucionales no han de tenerla en cuenta; bastan unas meras re­glas del juego.

En términos sustanciales la igualdad política responde a razones muy dis­tintas. La igualdad de los ciudadanos no es más que una convención, pero es la convención más acorde con la igualdad originaria entre los hombres y la dignidad de cada ser humano. El principio democrático marca el fin de un tiempo en que el nacimiento diferenciaba a los hombres, da una voz a los modestos, a los oscuros, a los no protegidos, y limita las pretensiones de los importantes, el orgullo de los soberbios. Los hombres en el poder tienen la tentación de considerarse como gente de otra especie y mirar por encima del hombro a los hombres corrientes. La igualdad democrática (siempre en su versión sustancial) contraría esta tendencia natural y encarna una semejanza esencial que prima sobre todas las grandezas y, en particular, sobre las gran­dezas de posición. Correlativamente, reconoce en todos la cualidad de cria­turas racionales, capaces de elección y de preocupación por el interés co­mún; al hacerlo, y ésta es su virtud fundamental, hace honor a todos y, en primer lugar, a los pequeños.

De esto se sigue que el voto ha de tener la solemnidad que conviene al ejercicio de una magistratura y debe prepararse y disponerse de modo que prevalezca lo más posible la razón sobre las pasiones y el interés común so­bre los intereses particulares. El ciudadano ha de ser formado para ejercer sus derechos (la educación cívica), y sus derechos deben ejercerse en el mar­co de formas precisas (los plazos, la deliberación, etc.). La voluntad del pue­blo no se confunde con el capricho de un momento, ni la democracia liberal con meros procedimientos.

II. La democracia liberal, los procedimientos y la sustancia

1. El mundo de la igualdad por defecto es el de los fines particulares: cada cual es juez de su bien y nadie se confunde. De ello se sigue que la polí­tica no tiene ya nada que ver con las razones para vivir ni con la manera de bien vivir. El régimen demoliberal se reduce a reglas formales que deben per­mitir a los hombres perseguir pacíficamente sus objetivos propios. Dicho de otro modo: la razón humana es impotente para fundar cualquier clase de acuerdo sustancial entre los hombres y no tiene otro objeto que la búsqueda de un acuerdo formal entre agentes que no tienen nada en común. Los hom­bres discordes han de ponerse de acuerdo sobre las reglas del juego que les permite vivir en el desacuerdo. La razón política es puramente procedimental.

En esta óptica la democracia liberal no es más que un marco jurídico; se define y se define sólo por reglas de juego fundamentales. La primera es la re­gla liberal (versión formal) que pretende neutralizar los desacuerdos, las dife­rencias de opinión respecto a la manera de vivir. Esta se enuncia como sigue: tales cuestiones escapan totalmente a la esfera política y admiten tan sólo op­ciones soberanas de los individuos. El Estado se pretende neutro, agnóstico frente a los diferentes «valores» y los diferentes «estilos de vida», y una fron­tera infranqueable separa lo público y lo privado. La política es laica en un sentido radical y su indiferentismo se extiende a las costumbres. Desde este punto de vista, la economía de mercado tiene grandes virtudes, porque pres­cinde de todo acuerdo que no sea sobre las reglas del juego y organiza la coo­peración sin ninguna necesidad de un consenso. La relación entre producto­res y consumidores, entre comerciantes y compradores, es una relación impersonal, indiferente a las convicciones y la manera de vivir del otro. El buen funcionamiento del mercado no exige ningún acuerdo sustancial; basta un acuerdo formal.

La segunda regla se aplica en la esfera política. Se trata, naturalmente, de la regla democrática, que institucionaliza los desacuerdos e instituye un pro­cedimiento de arbitraje: el sufragio universal y la ley de la mayoría. Desde un punto de vista formal, este procedimiento se basta a sí mismo. La democracia es una mecánica que se pone en marcha desde el momento en que cada cual respeta las reglas del juego. Poco importan las cualidades de los agentes; el sistema se ocupa de todo.

La versión sustancial de la democracia liberal no recusa estas reglas del juego —el régimen tiene por naturaleza una dimensión procedimental—, pero las interpreta diferentemente. El alcance de cada una de estas dos reglas es modificado por ella, sobre todo el alcance de los procedimientos en sí mis­mos. El punto esencial es éste: las reglas del juego no bastan. No bastan para forjar una verdadera sociedad política, no bastan para hacer del régimen demoliberal un buen régimen. Ningún sistema es providencial, los procedi­mientos no comprometen las opciones, mucho depende de la conducta de los agentes. La política procedimental fundada en la igualdad por defecto tie­ne la fuerza de las ideas simples, pero achata al hombre y deshace la socie­dad, y borra numerosas distinciones esenciales (o sustanciales): las que hay entre una «sociedad» y una «comunidad», un pueblo corrompido y un pueblo sano, un demagogo y un hombre de Estado, las pasiones y la razón, los pro­cedimientos y las formas... Vaciadas de sustancia, la política, la sociedad, la vida no pueden más que degradarse.

2. Esta oposición fundamental se desarrolla en una serie de oposicio­nes secundarias que conciernen a todos los aspectos del régimen. Valgan como primeras ilustraciones las siguientes:

a) El vinculo social. La versión procedimental tiende a reducir la socie­dad a un conglomerado de individuos que sólo están de acuerdo en el respe­to al reglamento. Pero ¿basta un acuerdo sobre reglas del juego para hacer una sociedad fuerte?; ¿quién arriesgaría su vida para defender procedimien­tos, sean los del régimen político o los del mercado? Y este acuerdo mismo ¿puede ser sólido entre hombres que no tienen nada en común? A la inversa, la versión sustancial concibe la sociedad política, no como una simple aso­ciación, sino como una comunidad tejida por la historia, encarnada por la nación en la época moderna. Desde este punto de vista la democracia liberal y la nación no pueden separarse sin riesgo.

¿Por qué este vínculo? La razón esencial es ésta: la democracia liberal, a diferencia, por ejemplo, de la realeza, no crea por sí misma vínculos comuni­tarios, pero tales vínculos le son precisos para funcionar bien; dicho de otra manera: los ciudadanos han de estar unidos por un fuerte sentimiento de per­tenencia común, y esto en razón de los caracteres mismos del régimen. La democracia liberal da derecho a los desacuerdos y en la esfera política ins­taura el arbitraje de la voluntad mayoritaria. Para soportar esta institucionalización de los desacuerdos es preciso algo más que un simple acuerdo sobre procedimientos. El régimen supone costes, un precio que pagar —en particu­lar, la necesaria aceptación por una parte de los ciudadanos de la legitimidad de las decisiones adoptadas por los representantes de sus adversarios. Este coste es soportable y soportado en los regímenes occidentales por dos razo­nes: 1.a Porque esos regímenes democráticos son igualmente liberales (y la regla liberal limita el alcance y el coste de la regla democrática); y 2." Merced a los vínculos comunitarios forjados por la unidad nacional. Cabe citar mu­chos ejemplos a contraria Canadá, Bélgica, divididas en dos comunidades y que ensayan y van a tientas en busca de soluciones viables; numerosos Estados africanos en que la ausencia de una verdadera nación y las rivalida­des entre tribus constituyen un gran obstáculo para el establecimiento y el respeto de las reglas demoliberales. Suiza ¿no es una excepción?

Si este análisis es justo, la democracia liberal requiere una sustancia exte­rior a ella misma: una memoria común, referencias compartidas, la concien­cia de un común destino. En este sentido, pretender superar la nación y, como propone J. Habermas, forjar una Europa postnacional sobre la base de un «patriotismo constitucional» (dicho de otro modo, procedimental) es pre­conizar una ciudadanía débil, una sociedad política sin consistencia, y es asi­mismo correr el riesgo de socavar algunos de los fundamentos de la demo­cracia liberal.

b) Las obligaciones políticas. Cuando la democracia liberal es conside­rada como una mecánica, entonces el respeto de los procedimientos parece que basta y las obligaciones de los ciudadanos y los dirigentes desaparecen —el sistema se ocupa de todo y puede dispensarse de la virtud cívica de los agentes. Sin embargo, las reglas del juego mismas no pueden funcionar en au­sencia de todo sentimiento de obligación cívica: el ciudadano racional y egoísta no iría nunca a votar, pues sabe que su voto no cambiará el resultado final. Por otro lado, el respeto de las reglas no garantiza en modo alguno un buen gobierno: ¿Es acaso indiferente que el gobernante sea un hombre recto o un hombre indecente, un hombre de Estado o un demagogo...? La calidad de los hombres importa.

c) La autoridad. La igualdad formal o por defecto tiende a disolver toda autoridad y. por tanto, la autoridad política. Como ha mostrado admirable­mente Tocqueville, el espíritu moderno de igualdad transforma la naturaleza de las relaciones entre los hombres. Sigue habiendo desigualdades, pero éstas han cambiado de naturaleza: están desvinculadas de toda responsabilidad moral y se han convertido en puramente contractuales y funcionales. Las autoridades morales desaparecen en beneficio de frías jerarquías de competen­cia técnica. El Estado se convierte en una «agencia» encargada de la gestión de intereses materiales y la idea de que debe tirar de los individuos hacia arriba, de que tiene una misión moral, aparece como atentatoria de la sobera­nía individual. La relación política se vacía de sustancia.

d) Las formas. Se pueden distinguir dos tipos de formas: las que son portadoras de una sustancia y las que no son sino procedimientos. La versión procedimental ignora la importancia de las «formas sustanciales». No era éste el caso de los Founding Fathers americanos, que se esforzaron mediante for­mas constitucionales en secundar, en servir a la razón del pueblo y a las virtu­des cívicas de los gobernantes, y esto instituyendo un sistema de delegación, de incitaciones y de papeles. La Constitución de 1787 no fue concebida sólo como una mecánica; es también una forma (sustancial). Pero hoy la idea de una democracia regulada por formas que tienden a elevar a los hombres o a poner en juego la parte más elevada de ellos mismos está muy difuminada. El gobierno es cada vez más considerado como un mandatario, un simple agen­te al servicio de los deseos y los intereses de los electores, más que como un órgano responsable que dispone de un espacio propio para la deliberación y el juicio y que pretende el consentimiento racional del pueblo. La represen­tación considerada como un medio de incrementar el papel de la razón está ya caducada. La versión procedimental de la democracia devalúa la repre­sentación, la deliberación, y borra la distinción entre las pasiones y la razón. La razón procedimental está al servicio de la irracionalidad. Llevado hasta el extremo, este relativismo impide justificar racionalmente el régimen demoli­beral. Vaciada de su sustancia, la democracia liberal no está hecha más que de prejuicios.

Philippe Bénéton (Universidad de Rennes 1)

En Revista de Filosofía, 3.a época, vol. VIII (1995), núm. 13, págs. 121-128. Servicio de Publicaciones. Universidad Complutense. Madrid, 1995.(Traducción de Juan Miguel Palacios)

[1] John Dunn, «Démocratie: l’état des lieux», La Pensée politique 1, mayo de 1993, p. 82.