XXXIII.

'Hagan de mí lo quieran':
la desesperación rural

Es fruta del pasado, claro. De la primera mitad del XX más que de la segunda. Pero hay que notarlo antes de que se disuelva en el éter mostrenco de la necedad colectiva del XXI. Solía ser el mismo aldeano que lo contaba el que se había visto entre la espada y la pared ─pero en asunto leve, o por lo menos no muy gordo─. La que no era gorda era la sal que siempre tenía el cuento. Cum grano salis, vamos. Era por ejemplo que el Pifas el de la plaza había ido a la capital con las señas de su hija la Merce que tenía que guiarle hacia un abogado para el asunto del fetosín... El caso y ello fue que el Pifas perdió el papelito de las señas y se puso a preguntar por la Merce en la Plazuela de Salsipuedes. ¡Galdós lo resolvía muy pronto llamando a su hombre el Payo de la Carta, pero aquí precisamente era carta lo que faltaba! Y los paisanos que pasaban y acudían cada uno a lo suyo intentaban con solicitud sacarle al Pifas pelos y señales del domicilio de su Merce.

─¡Pero hombre-perombre!, si no sabe más que es donde había una tienda de sacos y otra de granos, es como las señas del Montón de Nieve. ¿No tendrá teléfono su Merce?

─¡Ni teléfano ni teléfona!, porque si llevase yo el número para qué quería yo más preguntar. Pero ella además, a esta hora, estará trabajando.

─¿Y dónde trabaja, aunque mal pregunte?, porque es para ayudarle. ¿Dónde trabaja?

─¡De enfermera en el Clínico!, trabaja.

─Ah, pues eso no tiene pierde. ¡Lo que tiés qués un poco lejos! ¿Sabe usté dónde queda la Hermandad de Labradores y Ganaderos?

─¡Ah, pues ahí es donde yo voy ! Dígame por dónde tiro─ y unos le decían por aquí y otros retrucaban al primero que por ahí le perdías, y «Véngase usté detrás mía, que yo voy cerca y le llevo». Pero el Pifas perdió el rastro del que le guiaba, y cuando le hicieron corrillo segunda vez, y él no supo dar razón de su paradero, al cabo concluyó, sin salida:

─Pues ya... hagan de mí lo que quieran.

Ahí está la muestra. No era como decir “Me rindo”: la forma era más grave, pero estaba acuñada así. «Llévenme donde quieran, que yo ya no tengo voluntad». Pero claro que nadie le iba a llevar a ninguna parte. Y por añadidura, más bien esa fórmula la decía el aldeano cuando luego contaba la peripecia, y esa declaración tan grave se pronunciaba con un toquecito de risa y brazos abiertos que celebraban mucho los del pueblo del Pifas. Había sido una desesperación cómica. ¿Qué sociedad era aquella en que un hombre podía invitar a que hiciesen de él lo que quisiesen, y nadie se lo iba a tomar al pie de la letra? (¿O acaso me estoy poniendo un poco pedante a lo tonto?)

De un personaje como éste, cuando los jornaleros asturianos (él no lo es: ya se le ha oído hablar) quisieron decir que es «muy buenín», lo describieron también físicamente: buen niño. Este vejete (otro que vegeta) tiene la estatura de un chaval de doce años de la Marca España hacia Dos Mil Trece. Muy buen niño. Y así anda también, azotando calles del pueblo, camino del bar a echar la partidilla: sonrisa bondadosa en los labios, cabeza ligeramente envarada hacia arriba, pies despreocupados y brazos un poco separados del cuerpo, como preparado a echar a correr... pero nunca echó, salvo cuando acudió al incendio.

El viejo Epifanio, llamado Pifas, era ya mucho más viejo el día en que eligieron papa a Ratzinger. Era mucho más viejo, pero no por eso dejaba de ir al bar a echar la partidilla. Aquel día, el señor Epifanio llamó Bendecito al nuevo papa ─él se creía que era así el nombre─, y sin quererlo acertó, porque ese cardenal de sonrisa y expresión de leche condensada, y cabellera de lo mismo, les inspiraba a muchos sencillos de pueblo la idea de un buen hombre de aldea –solo que aldea alemana, claro– que echa bendiciones, a la que camina por las calles, cayéndosele la baba de su sonrisa. Bendecito Dieciséis. El milagro de San Hugo. De San Higo.


Fuente: Artículo originalmente publicado en la Revista Asturias del Centro Asturiano de Madrid, junio 2020