VI.

‘Si el vejete vegeta, que vegete’

¿Que por qué me dije lo de las jaculatorias? Porque a la edad en que el Luisete Benavides y yo éramos amigos, al mismo tiempo que en casa nos recomendaban lanzar esas saetillas ─luego he sabido que también se llamaban así─, en el camino del colegio a casa desenvainábamos otro arsenal de jaculatorias paganas en que era especialista el susodicho; nosotros, sus amigüelos, también. La primera y principal ─como empezaban perorando los profesores─ se la dirigíamos a él: ¡Que me olvides, Benavides! Pero las más sustanciosas eran las «canciones torpes», como las llamaba el Catecismo. «¿Por qué dirá canciones torpes, si no son más que... cantinelas arrastrás, que podríamos decir?»

Por ejemplo, la especialidad de Benavides era: «¿Qué dices? Que me la entomices», en que la ya se sabía lo que era, pero para entomizar me hizo falta, de mayor, un alto grado de pesquisa filológica hasta llegar al verbo arcaico entomecer, sólo que mal conjugado. O sea, «que me la entumezcas». ¿Y después de entumecida? Pues otra jaculatoria pagana, ya se sabe.

Pero me doy cuenta de que hasta aquí he ido soltando una cortina de humo para evitar deslizarme por el derrumbadero de mis aprensiones: todo ha sido ver pasar al anciano Luisete Benavides, con su... humareda también, de pelo cano (ni sombra remota de que me reconozca, claro, y menos de hablarnos), y llegar a casa, desatarme los zapatos y sonar el teléfono; cojeando he ido a descolgarlo, y era mi prima la del pueblo para anunciarme que anoche se murió su padre: el padre de ella, de Áurea: mi tío Santiaguillo, poecito, Dios le haya perdonado, que bien malito era.

Toda esa ristra rural me ha acudido a la cabeza sin ton ni son, como un mecanismo incrustado en la niñez de la memoria. Sin ton ni son, porque el pobre tío Santiaguillo era un buen hombre, albardero de su oficio, vamos, quiere decirse guarnicionero; bajito, ojos candorosos y, si acaso, la sonrisa un poco maliciosa de cuando en cuando. Ya estaba jubilado, ¡tenía noventa años! y toda la cabellera blanca y entera como para hacer poesías con rimas como la muestra. Se la cuidaba ─la cabellera y todo lo demás─ su hija, la que me ha llamado, la Áurea, y allá que me he ido en el coche de línea que parece estaba de Dios que empalmase el de Madrid con el Sacrameña (así se llama el pueblo): tiene tanatorio y todo, a donde me he zampado con una prisa como si tuviese gana yo de ver visiones: en el ostensorio ─o como se llame, porque no va a ser escaparate─ número tantos estaba el pobrecito de mi tío Santiaguillo de cuerpo presente dentro del ataúd descubierto. Lo que tiene es que... yo no sé qué operaciones esmeradas les harán a los cadáveres en donde los preparen, pero a la cabellera de mi tío la habían despavorido como para dar terror : blanca como el ampo, y derramada a galope tendido y tiesa hacia un lado, no sé si me explico (a mí mismo), con el azaramiento de ver que era, en muerto, igualita que la del Luisete Benavides en vivo que hacía pocas horas acababa de ver pasar.

¡Ristra de jaculatorias paganas en mi memoria, se conoce que para conjurar la aprensión y la visión! No jodas, que incomodas, mezclado con Fumemos, dijo Nerón, y fumó solo, el cabrón y mezclado con cantilenas de curso reducido, de curso rural, Yo no soy de la pirroquia, como así les dije, y sería porque todos los hombres de la familia se habían salido al porche del tanatorio y fumaban como corachas ¡contándose chistes!, yo no he visto pueblo de la manera: la idea de todos debía de ser que para uno que se ha gastado noventa años no hay que hacer lástimas. ¡Lástima de lezna de guarnicionero que hubiese a mano para acometer a los fumadores! ¡Contra pereza, leznazo!, recitaba la versión pueblerina irreverente de los pecados capitales. Así que, como yo no fumo desde hace veinte años, me sentía excluido de la comunidad chistosa, y se ha dado mi memoria solitaria a recitarse los pecados capitales y sus contras pero amachambrándolas de manera maleante.

Y: Contra ira, lujuria. Contra gula, pereza. Contra pereza, leznazo. Contra leznazo, envidia. Contra envidia, avaricia. Contra avaricia, soberbia: y ya, puestos en ese carril, montaron un quiosco de periódicos y revistas donde repartían desdenes y prensa periódica hasta hacer llorar a los más sensibles.

Conque mira por qué vía más necia aquí me tienes llorando a moco y baba por mi pobre tío Santiaguillo en un tanatorio de pueblo más abandonado que Carracuca (porque las mujeres deben de haberse ido a la misa córpore insepulto) donde no huele mal porque ni para eso tienen fuerza estos inventos. ¡Mundo malo!

Ejercicio para secar las lágrimas: ahora, los pueblos que tienen eñe, aunque sea con nh, empezando por los de aquí (ha de echarse por delante un buen ¡Y!, como para empujar al ejercicio de gimnasia): ¡Y! Sacrameña, Urueña, Aldesasoña, Fuentidueña, Juromenha, Soromenho, Cermeño, me parece que has hecho malas, porque los dos últimos no son de esa pirroquia, y los que lloran lo son...

No es por masoquismo, pero me parece que me estoy quedando dormido al arrullo y zumbido mental del Ejercicio de la Buena Muerte, que se necesitaba tener cuajo los frailes para someter a niños de ocho años una vez por semana a las cláusulas, o como se llamen, del Ejercicio de la Buena Muerte : «Cuando mis manos, trémulas y atarazadas, ya no puedan sostener... no sé qué gaita..., Señor misericordioso, tener piedad de mí».

Lo bueno que tenían, si acaso, es que con ellas aprendías a bulto el significado de vidrioso (para los ojos), de atarazanas, no, para las manos no, ¿ves cómo me voy quedando dormido? «Cuando recordar no pueda, /¿dónde mi recuerdo irá?», no me digas que a Antonio Machado también le hicieron hacer el Ejercicio de la Buena Muerte, «una cosa es el recuerdo/ y otra cosa el recordar». Y otra cosa aterrizar de barriga en una copla que había empezado bien, coño, señor maestro.

Al señor maestro no se le podía apostrofar con coño. Lo máximo era «¡Rediez, patrón!», y este quedarse dormido al arrullo de cualesquiera letanías es una señal inconfundible de senectud. ¡Pues yo, duro en la misma tecla! Para señor maestro, yo: que inventaba triquiñuelas para la ortografía, pero precisamente sobre lo que fallaba cada muchacho; que los míos no eran niños. A la alumna Sandrita le inventé como de encargo una jaculatoria de ges y jotas, que se le daban mal: Si el vejete vegeta, que vegete, y cuando le entregué la receta en una ficha de 15 x 11 y ella la leyó, se mondaba de risa, tanto que no le salían palabras, sino ja-ja y gi-gi, conforme le recomendé que escribiera también.

¿Y eso no era sadismo? No, padre, porque hicimos juntos la página de enmienda, y la Sandrita me preguntaba mientras tanto con risa cascabelera quién era el Vejete. Yo le contesté que un personaje de Cervantes, nos quedamos ambos tan frescos y en ese punto y hora sonó el timbre y se acabó la clase.