VIII.

El Maestro Ciruela, 1

Y ya es hora de desvelarme sin tapujos que Perséfono es un docente decente como hay muchos, insípidos también como él, nerviosos y azogados en cuanto se descubre su menester en el ámbito que sea, y tratan-tratamos de deshacer el embarazo contando la historia del Maestro Ciruela, que no sabe leer y pone escuela.

Empecemos por lo más remoto: cuando yo era chico se echaba sobre la mesa con mucha frecuencia el naipe de este refrán tan agrio. Menos mal que, en mi interpretación de entonces, el maestro Ciruela, además de no saber leer, ponía en un papel la palabra escuela con muy bella caligrafía de pendolista. ¿Y cómo es que sabía escribir sin saber leer? ¡Pues ahí estaba la gracia del refrán!, y me quedaba tan pancho.

Pues bien: sucedió que, en los finales de mi ya larga carrera, llovieron sobre mí promociones de alumnos y alumnas a cuál más belitre, y el culmen fue la promoción en que fueron a parar al mismo grupo mío el Mostagán y la Jurisperita. Una de tantas parejas acarameladas en el mismo grupo.

El Mostagán se llama Mustafá y quiere ser llamado Musta: es el único que tiene balón, se lo lleva al insti y con él se atrae las simpatías de todos los compañeros.

─Hey, Musta, ¿dónde vas ahora, que empieza la clase?─ y se le veía pasar seguido del jefe de estudios.

─¡Dispacho direstora otra ves!─ de resultas del cual castigo, y como la alumna Noemí se había hecho novia del exalumno Mustafá, al salir de clase siempre me estaban esperando con un perro enorme cogido del ramal. Pero en la calle, ¿eh?, ¡en la calle!, que es de todos.

Por ahí empiezo, por los nombres de todos. Porque la chicuela quería ser llamada Noémi, a la inglesa, pero de mí no lo lograba. Todo lo más, por la carita de pera perfumada y jovenzuela coloradilla, la Jurisperita. Porque además era muy forera y protestona y reclamadora de sus derechos ante el tutor y el jefe de estudios.