XIII.

Panderectas

¿Seguro que no nos ponía «derechos de nuestra natura», a los doce años, el ver cómo y cuánto sobeteaba el mozo de cuadra Jesús las ubres de la vaca antes de ordeñarla? Seguro. Seguro que no. Vamos, salvo que nos salgan los listorros con que sí pero por dentro.

Jesús tenía buen humor. Canturreaba algunas veces mientras barría el establo. Nunca ponía mala cara. Y, sobre todo, no echaba de allí al chico que se le situaba a la vera mirando el caricieo que se traía con cada teta de la vaca, larga y demoradamente, al parecer con intermedio de alguna humedad que ¿de dónde había salido? //¿Seguro que el chico ─nunca una chica─ no mironeaba con mirada viciosa? ¡Eso habrían dicho los listorros!, pero yo he visto este verano, en Trento, cómo un papá extranjero levantaba en el aire a su nene pequeñín, protendiéndolo orientado de cara al violonchelo que tañía un bigardo muy complacientemente. El niñín era muy pequeño, a lo mejor sí llegaba al añito, iba en pañal y camisetilla y, ante el trabajeo del arco sobre las cuerdas, se iba quedando progresivamente fijado: no lo previo a dormido, no, sino... así... como hipnotizado. Se veía, casi se palpaba, el poder de la música sobre el género humano. Era evidente que estaba... más que disfrutando: abandonado a esa corriente sonora, sumergido en ella. Pues lo mismo el chaval de barrio en la vaquería, ante el falaguero proceso de preparar la ubre de la vaca.

Si después de eso, a los trece años, en que ya uno estaba mucho más maliciado, sobre todo de vocabulario, tenía que estudiar en clase de Historia los nombre de Digesto y Pandectas, cómo no comprender que se agarrase a la evocación de la ubre de la vaca, con su aspecto conjunto de aparato digestivo y su aspecto pormenorizado de [tetas] erectas? ¿Cómo no comprenderlo? Porque, en sí, digesto y pandectas no tenían ningún agarradero intelectual. Lo único que tenían era un olor parecido al del compañero Begui, que hacía pompas de saliva cuando se aburría, es decir toda la mañana, a tu lado. Olor a aparato digestivo.

¡Y falta lo principal!: el nombre de guerra de Jesús era el Pandereta, en alusión a cómo usaba ponerse la boina que llevaba sobre el flequillo todos los días y toda la vida. El Panderectas.

¡Ah!, el nene extranjero protendido a la música por su papá recibía de él, durante el proceso, besitos en la coronilla. No: lo he dicho muy torpemente, para lo tierna que era la estampa: el papá besaba al niño en lo alto de la cabeza: un beso demorado y cálido: el padre mantenía largamente ahí posados los labios entreabiertos. ¿A ver si el espectáculo lúbrico era éste, ahora que lo pienso?