XXXII.

'El Patatal de Ambrosio'. Pasar lista en el Purgatorio

Yo no sé cómo nos apañamos los provectos, que nadie se acuerda nunca de nosotros, como si ya no pisásemos pinares de este mundo, y cuando alguien sí se acuerda es para que acudamos a un menester menesteroso, siempre relacionado con los fieles difuntos o con noticias de muerte y destrucción. El caso y ello es que alguna vez de cuando en cuando me paso por la que fue mi casa, no sea que tenga correo. Y esta vez sí tenía: la abro y es para avisarme de que en la Sacra Mœnia (léase Sacrameña) ha cedido el terreno del cementerio, ha caído la cerca y le ha tocado la china a la sepultura familiar: que están los restos al aire y que me persone por allí a ver si pongo remedio.

Con mucha pereza y mucho dolor de corazón dejo la celda mía en lo que fue casa del bedel y me pongo en camino a esas Sagradas Murallas en el consabido coche de línea, mascando recuerdos como el que masca chicle para no marearse (pero ha de ser con los ojos cerrados y sin dormirse: los viejos somos expertos en esto).

Claro: en estas lides siempre se acude a los principios. Y los principios fueron que en el año La Tana hubo que agrandar el cementerio de Sacrameña, y sólo cabía ampliarlo por detrás, que por delante estaba la ermita y por los lados sendos caminos llamados carra en celtíbero.

La tierra lindera por detrás con el cementerio era una huebra que, para que dejase de ser huebra, había sembrado de patatas su dueño. El cual se llamaba Ambrosio, y era un poco falto: ¡pero se metió en casa!, porque, cuando el ayuntamiento le llamó a capítulo para hacerle el petitorio de que a ver si hacía la caridad –todo eran circunloquios cariciosos en esta coyuntura– de cederle a buen precio su tierra al municipio para cementerio, el listo de Ambrosio contestó que bueno, que gratis, pero a condición de que cuando se muriese le hiciesen una sepultura gratis también en lo que ahora era tapia. Los síndicos, más contentos que unas pascuas, que bueno. Y se agrandó el cementerio y aquello era una vastedad que daba gloria morirse. Desde entonces, la gente del pueblo, cuando quería mencionar morirse pero con eufemismo, lo llamaba “irse al Patatal de Ambrosio”. Y en terrenos propiamente dichos del patatal de Ambrosio estaba la sepultura de mis abuelos y la que me tocará a mí cuando sea mi hora. Vamos, digo yo que me tocará: porque con los datos que me endilgan por carta parientes de allá, no se puede saber si la sepultura familiar estará aún utilizable cuando me llegue el día, o si la solución será la Monda, precisamente.

En Sacrameña hay un osario, que está junto a la iglesia, pero no sé si todavía funciona. (Cuando tengo que explicar, aunque no sea en clase, sino a mí mismo, cosas macabras o escabrosas, lo mejor es neutralizarlas y arroparlas con mazacote verbal y cascote fraseológico.) Digo, pues, que en tiempos pasados, como se enterraba en las iglesias, llegaba un momento en que había que sacar los restos de alguna sepultura para hacer sitio a lo que viniese, al difunto propincuo. Y al sacar los restos ¡se veía cada cosa!... que eso era La Monda. (Extrañamente, mundare quiere decir limpiar. En Sacrameña, antiguamente, cuando no había más agua que la de los pozos, de cuando en cuando había que limpiar de impurezas y tierras el fondo de alguno. El que lo hacía de oficio era un paisano llamado Pedrito Angelo –sí, así, la tónica era la e, y yo qué sé por qué–, y eso tan limpio era un pocero en aquel tiempo. Se llamaba a Pedrito para mondar el pozo. Me cuelgo, con uñas y dientes, de este significado, para huir del otro de las iglesias...)

Y con estas visiones tan lisonjeras hemos llegado a Segovia para hacer trasbordo. Mientras ponen el coche para el pueblo, y como ya estoy mucho más despierto, me da por pasar lista a los nombres de ciudadanos florentinos, aunque no estuviesen en el Purgatorio dantesco.

¿Y si fueran como estos vejetes que vegetan en el galpón de espera? Se vienen aquí porque se está caliente. A media tarde, entran a la cafetería y piden uno coleche, así lo pronuncian, y del bolsillo sacan un polvorón que dejan bajo la barra y desenvuelven y comen con mucho disimulo. Pásales revista, a ver cómo son esas fisonomías: ¿por qué no iban a tener esas narices de alcuza los florentinos dantescos? ¿ A ver qué dicen?

─‘¡Algo es algo!’, y comía nieve –el interlocutor sonríe medio vergonzosillo, mientras el del refrán se queda saboreándolo y como si le supiese a bicarbonato. Facies bicarbonata, lo llamaría el macarrónico, pero no sería mala descripción pseudodocta.


¿Y si me los doy traducidos? ¡No! Quedan muy desairados.

Para abrir boca, un chiste: que en el trasmundo del Dante, Castruccio Castracane perseguía eternamente ─y sin alcanzarlo jamás─ a Cangrande della Scala.

Y detrás vienen: Diotaiuti, Diotisalvi, Bentivegna, Bonvesín, Buonagiunta, Buenapieza, digo, no, que me he resbalado. Ya no me salen más. En el pueblo tengo una Divina Commedia... que canta en la mano. En cuanto llegue a casa, sin cenar ni nada, la cojo, le quito el polvo y me la llevo a la cama.

Tontunas opitimistas que se piensan, porque estará mi cama como esas veces en que parecen húmedas las sábanas, de puro frío. ¿Pero quién dijo miedo? «Ahí diome el diablo una estufa / y servirá para vos». ¿Y la prospección al cementerio? Mañana será otro día. Ya está ahí, piafando, el coche de línea.

Me subo enganchando la gancha en toda asa, asidero o asiento que se vaya dejando, elijo ventanilla por si el mareo y me dejo caer como un patriarca abierto de piernas. Bien sé yo que Petrarca no tiene nada que ver con Patriarca Abierto de Piernas, pero así es como me lo imaginé yo siempre en su cátedra: sentadazo y repantigado, con los pliegues del manto en el regazo, pero el tronco erguido y la mano derecha alzada, en el gesto de dedos de adoctrinar. ¿Y la corona de laurel? No sé yo. Los profes jubilados nos la gastamos toda en los guisotes.

Y mira por dónde viene por el pasillejo del autobús, eligiendo asiento, la Merce la del Pifas, como una pajarita de las nieves,

─¿Dónde va la moza? ¿Pero es que no me conoces? ─adoptando yo el tonillo rural para mayor inmediatez.

─¡Huy, el don Pablito de la Feliciana! ¿Qué tal y cómo le va? ¿Y cómo por aquí? ¿Ha pasado algo? ─eso sí, el catastrofismo castellanoviejo que no falte.

Me levanto un poquito, lo suficiente para besar a la Merce en esa cara que huele que da gloria, y nos repachingamos (esta vez, sí, repachingamos, que hay confianza) lado a lado para sumarnos al clamoreo de conversaciones que ya se ha armado en el coche de línea: todos y todas trompetean con la cadencia toboganesca de la provincia, y se conoce que con eso coge ánimos el dichoso autobús, que arranca alegremente adeliñando para la Font Idonea y las Sacra Mœnia y otros emporios.

A la Merce no le preguntes por el fetosín de su padre, ¿no acabas de oírle que el pobrecito se murió del disgusto porque se lo habían quitado?,

─Pero, mujer, si precisamente siempre hablábamos en casa, aquí, en la Villa, que nunca habíamos visto un viejo más acartonadito y saludable, sin un mal resfriado...

─Ya, pero, amigo, cuando viene la Pálida, puede venir con cualquier excusa: que no se sabe por qué equivocación le habían quitado el fetosín, y cuando vino a Segovia a resolverlo le dio tal sofocación que se fue visto y no visto en la vuelta de una semana.

─A lo mejor dijo: ‘Pues si es que se lo quitan a uno en cuanto se muere, voy a darles ese gusto, ya que se me han adelantado’, y cogió y se murió para hacerles esa broma macabra. ¡Que era muy bromista tu padre!

─¡Bien bueno! es lo que era, que nadie le vio nunca una mala cara ─y se sume la Merce en un silencio tan largo que empiezo a pensar si no habré metido yo la pata en lo que he dicho del fetosín, ¡pero es que marean al Verbo y Gracia los de mi pueblo, con el dichoso fetosín!

Así que me lo tendré que comer yo solo, con pan y silencio. Ahora que todavía se ven allá a la espalda las torres segovianas de los señorones del Quince, a ver si me distraigo recordándome dónde diaño leí yo que aquellos caballeros también se traían mucho trasteo papelero con «una tierra cedida en çense fitéosyn», mira tú, escribiéndolo y pronunciándolo acompañado de esa otra palabra –que era comerlo con pan– tenía la palabra más pinta de griega, que lo es, y dejaba de parecer esa enfermedad que semeja ser fetosín, entre tos ferina y feto sí.

Pues anda, que, dejemos esta y tomemos la de curso legal, ayúdame a sentir: enfiteusis, casi es peor, porque para pronunciarla hay que poner unos morros que dan asco, como aquellos chupetes que ostentaban antañazo algunos bebés, de caucho marrón claro con argolla de lo mismo, y, ya que estás en ese rictus, lo que pronuncias es tifus, me da la impresión de que estoy empezando a dormirme y que me amenaza pesadilla. Los ojos sí los llevo cerrados, y el ronroneo del autobús es de lo más soporífero, suadentque sidera somnos.

Sed si tantus ámor... ─se me ha escapado en voz alta la secuencia en latín, y la Merce, que, se conoce, también iba ya medio modorra, abre ahora unos ojos de a palmo y me mira con una cara de incomprensión que para qué quieres más día de fiesta.

─Perdona, maja, es que me había quedado traspuesto y no sabía dónde estaba. Pero ya que andábamos en ese asunto, ¿tú sabes qué ha pasado en el cementerio de nuestro pueblo?, que me han avisado los míos de un desaguisado... ¡Por eso vengo, que si no!...

–Algo he oído, sí, así, al pasar, que yo no soy nada meticona, pero que di-y-que se ha caído la mitad de la tapia que hicieron, mira tú qué fuerte la harían hace tan poco tiempo, y que lo más pesado ha caído sobre vuestra sepultura, nada, la lastra de mármol resquebrajada namás, pero no creas que se ve nada... que pueda preocupar.

A ver, para enfriar el sofoco que me está entrando: métete con los tiempos verbales que usa la Merce, y me lo usas ahora mismo a manera de bolsa de hielo: sucedió hace ya una buena mano de semanas, pero ella lo pone todo en nuestro pretérito perfecto de siempre, que para nosotros funciona como presente histórico... ¡Histórico me estoy volviendo yo, y me creo que todos tienen la misma pachorra conversacional!

─Ah, bueno, creía que me iba a encontrar en el cementerio un cuadro... como para conmover los cristianos corazones, que dijo el Otro. En fin, que esta noche puedo dormir tranquilo en mi casita... hasta mañana que amanecerá otro día...

─Eso tú verás, pero no creo que haga mu bueno en un casulario como el vuestro, todo el año cerrado. ¡Y ahora no vayas a echarte encima cinco mantas! ¿No tienes enredón?

Tras que uno es durillo de oído, me doy cuenta de lo que tardo en descifrar que ha querido decir edredón. Está bien traído el traspiés: enredón para enredar, ¿no?,

─No, si no creas que yo soy muy enredador... ¡y tampoco tengo yo calientacamas de aquellos que eran como una sartén solo que abombada y con el mango muy largo, y tapadera..., ¿no sabes? Pero bolsa de goma para los pies sí que tengo, y esta noche me caliento un litro de agua, que me dura mientras me duermo.

─Anda, ¿y si andan duendes por los sobrados, no te van a despertar a media noche?─ ya me he dado cuenta de dos cosas: que esta mujer me está devolviendo el pitorreo, y que ha dejado de ustedearme. ¡A lo mejor se cree que me doy por ofendido!, qué equivocada está.

¿Pero qué sigue relatando la Merce?, parece ahora que le han dado cuerda:

─...Como la pasó a una de Carbonero el Mayor, ¿no sabes dónde está?, pues ahí, que era muy novelera y muy fisgona, lo contrario que yo, pues aquella, que se la había muerto un tío lejano, y antes que le enterrasen se puso Dios-que-Dios que quería ver cómo estaba su padre en la misma sepultura, ¡ya ves tú qué ideas! y di que la dejaron y se lo pusieron delante (también, los enterradores, vaya hígados), y la otra casi se vuelve loca, contaba a los que la querían oír que ‘¡Dios qué barbas más largas y más temerosas, y qué pelos, y qué ojos y qué no ojos !’...

─Pero, mujer, yo me creía que esas cosas solo las hacían los personajes de García Pavón...

─¿Y quién es ese, también, que se le ocurren disparates como ese?

Ahora seré yo el que se haga el ofendido, y así, canteando la cabeza para el otro lado, a lo mejor vuelvo a quedarme un poco traspuesto y descanso del parloteo de la Merce, que ya me estaba produciendo... dolor de corazón. Eso, voy a echarme este cebo para el sueño: ¿a qué llamaban dolor de corazón los catecismeros? Lástima de frase tan hermosa, que la usaran para esas contabilidades tan áridas de la penitencia... No, pues me parece que en lugar de quedarme traspuesto me estoy avivando más el seso... ¿Qué podría yo ponerme de potenciador de la soñarrera? ¡Eso: en vez de muertes, resurrecciones! Pongamos que yo volvía a la vida... activa, pero convertido en mero bibliotecario en vez de docente, que en los últimos tiempos no traía más que dolores de cabeza. Voy a soñarlo en letras de molde, veamos:

Hijuela de XXXII:

'Primero que leído, destruido'. La muerte de la muerte.

El alumnete entró en la cabina del bibliotecario, pidió determinado libro, se lo dieron en una edición un poco antigüilla –pero nueva flamante–, él llenó la papeleta y se marchó goloseando su ejemplar sin tener ojos para ninguna otra cosa. No había casi traspuesto las puertas del sacro recinto, cuando volvió con el gesto enfoscado.–¿Qué te pasa ahora? ¿Qué quieres?–¡Que me lo ha dao tó estropeao!, que no se puede leer–, madrileñito él, y estaba de veras indignado mientras mostraba el libro abierto de alas y con los vuelos sin cortar. Pájaro muerto bocabajo.¿Y cómo le explicas a esa inocencia bautismal que son así ciertos libros: que te los dan sin acabar el trabajo de construirlos como obra legible, para que la acabes tú? ¡Y que tú los construyas y des vida!, ¿no es una perspectiva fascinante?Mas advierto que, según avanzo en la disertación (¿pero yo estoy en mi seso? ¿y despierto, o dormido?), yo mismo me hago cada vez más arcaico hasta de estilo. Ya debo de andar por mediados del siglo Diecinueve. Diecinuevecito. Yo es que no soy profesor, que soy bibliotecario, y no sé ni tengo paciencia para enseñar a los pipiolos, con paciencia y paso a paso, enseñarles por qué sí hay derecho a que le den a uno un libro con las hojas sin cortar. Ni siquiera sé si se dice así, porque intonso es una crueldad decírselo a un chavea (además, a lo mejor se creía que era ‘sin circuncidar’; quita, quita).No. Yo no me da la gana meterme a bodegonero. Porque está prohibido desvelarles a los alumnos, por ejemplo, que ahí arriba, en la cabina secreta, hay ciertos harapos de libro que están descuajaringados de lomo y con las tripas al aire, pero, en los cachos, todos los cuadernillos sin abrir. La muerte de la muerte.

─¡Vamos, agüelo, que ya han pasado las burras de la leche!─ y es el Pelines, el conductor del autobús, que con una manaza me zarandea y con la otra me ofrece mi garrota: con la dormición, se me había caído: ella y la baba sobre la solapa.

Conque agarro mi gancha y mi fardel y adeliño para casa. La Merce se ha eclipsado, se conoce que está de morro conmigo por no sé qué inconveniencia que le debo de haber dicho. Pues tal día hará un año.

Vamos para casa.

La caritativa de Silvia me dijo hace poco que no dijera eso de la dormición, que solo se usa para lo de la Virgen. Pues muy Señoras mías. Yo es que soy así de bastián.

¡Pero qué sueño me gasto yo estos últimos tiempos! Y encima para no tener más que visiones mostrencas copiadas de la realidad más a ras de tierra. ¿Pues no he soñado que yo era bibliotecario profesional en un centro docente?, es decir, de los que no se llevan más que sofocones y desprecios a cuenta de libros que no merecerían ni un parpadeo. ¡Y no poder cambiar de sueño!

Desde hace unos pocos años, hay veces en que se me pasa de un salto un trozo de mi jornada como aguja de tocadiscos que se salta tres surcos: no me he enterado de cómo llegué al pueblo, a mi calle y a mi casa. Pero dentro de ella estoy, no sé hace cuántas cuentas de rosario, y, dentro de ella, en la bodega.

¿Por qué estoy de repente en la bodega de casa, con este olor a patatal, de paredes terreras rezumantes? ¿No será que estoy soñando otra vez, y de un meneo me voy a encontrar en el autobús al lado de la Merce?

No, quia, este frío en los brazos y este frío en el pecho no son imaginarios, conque escalera y manta, que aquí huele también a tierra de los muertos, y me acuerdo demasiado de a qué he venido.

Cocina. Cocina sin lumbre. Aunque el solo olor a cocedero ya parece que me anima y hasta me cuenta una historia de gitanos, gitanos mesetarios, como la señora Carmen, que le enseñó a abuela a hacer un café que levantaba a un muerto.

¿Pues por qué no te haces tú uno ahora mismo, anda, majo, bien cargado, a ver si te dejas de tenebrosidades?

Dicho y hecho. El gas, zumbando y oliendo. El pucherete de peltre, el agua caliente y el colador a mano. Ya verás qué pronto cambia de diapositiva el olfato.

Porque es verdad que las diapositivas no son sólo visuales, las hay olfativas, y bien distraídas que son. Quiero decir: imaginar olores lo más vívidamente que puedas. Y cada una trae detrás su historia recordada.

Pero ¿será posible que de puro cafetado que estoy toda la vida, el solo olor a buen torrefacto cociéndose me pone en marcha la fantasía? Este es el momento en que el olor de lo que se cuece acaba de soltar el telón de fondo, y en él aparece escrito: Convenévole da Prato. ¡Bien! Ya detrás viene todo rodado. Sólo tengo que estar atento a que no se me salga revoltiyando el café, pero por lo demás había que dejarle que amenazase... ¿cuántas veces?, tres, como en todo.

Pues sí señor, Convenévole, también llamado Convennole.

Ya había que ser arcangélico para poner a un hijo Convenévole. ¿Y qué significaba: ‘Conveniente’? No me seas burriciego, que algunas veces te distraes. Me parece a mí, a la segunda, que convenévole era el que se mostraba de acuerdo. En la conversación, supongo. “Convengo con usted en que...” ¡En que se me sale el café, si me descuido!, conchos.

Pero por un pelo acierto a bajar la llama, y ya está burlado el maleficio. Como esos peces listos que aciertan a llevarse la carnada y eludir el anzuelo. Que los hay.

─¿¡Hay alguien en casa, o no hay nadie!, y es el viento, que este invierno huele a café?

Esa voz sin tonillo de pueblo y esa guasa suave... ¡es la Pili la Carnicera!, que viene como siempre a ver si se me ofrece algo. ¡Y qué rápido se ha enterado de que estoy en mi casa!,

─Aquí hay un cacho de uno, dando guerra todavía─ beso va, beso viene, y qué bien huele todavía esta moza vieja, claro que no a carnecería, que es lo de los carnecios, amén de que la carnicera es su madre; huele a hierba rebelde en mitad de la solanera–, que me han llamado por lo de la sepultura de mi familia, y digo Pues esta noche por lo menos duermo en mi casita, y la del Patatal de Ambrosio que me espere muchos años, sea lo que sea. ¿Quieres café, que me lo estaba haciendo?

─¡No por cierto!, ¿tú quieres que la Pili no duerma esta noche? Pues es que ya te habrán dicho lo del cementerio y lo de vuestra sepultura…

─Sí, pero ¿eso cuánto hace que ha sido? ¿Y cómo estará el panorama?¡Porque yo no tengo cuerpo para ver estropicios irreparables!

─¡Anda, hijo, y qué quieres que le haga yo? Yo lo que vengo a ofrecerme a acompañarte, por si hay que hablar con el tío Mondregas.

─Ya me acuerdo de él, ¿y hace falta intérprete? ¡No, mujer, no te encampanes!, es que me creía yo que de eso se tenía que encargar el sepulturero, y ya hace tiempo. Pero si ha pasado algún mes, ¿cómo estará eso, tras las lluvias? ¿Qué cuadro vamos a ver?

─Pues no sé. Pero si tú quieres, esta misma noche hablo con Mondregas, y mañana vamos los tres. ¿Qué me dices?

─Pues que sí, y que muchas gracias. Mañana, ¿a qué hora?, a la puerta el cementerio: ¿la de atrás, o la de adelante?, ─ya hablo yo también a estilo de patatal.

─La de atrás, que está más a mano de lo vuestro. Ahora voy a hablar con el Mondregas, y luego te digo la hora por teléfono.

Conque le doy el número, le vuelvo a ofrecer café, vuelve a rechazármelo y nos damos el beso de despedida. Cuánta prosa inútil hay que gastar… es decir, demasiado útil. ¡Por Dios!, ¿y mi café?

* * *


Primero sueño.

Tropezones de ‘Rómpete el alma’.

Pues esto es que yo tengo doce años, y la iglesia de la Villa de Font Idónea tiene un órgano de fuelles del siglo diecimuchos que canta en las manos. No sé por qué llevo pantalones cortos y rodillas descortezadas, si el sacristán, por mal nombre Marrón, me trata de igual a igual. En la calle hace una solanera que se caen los pájaros (¿tendré por eso tanto calor?), pero en la tribuna corre un fresquete de abrigarse la garganta. No tengo ninguna bufanda a mano, así que paciencia, y, en cuanto al sacristán, va vestido como siempre de chaqueta y pantalón marrones, camisa blanca pero con cuello de simple tirilla y sin echar el botón, por si hay que cantar. Sonríe sosamente, a un lado de los fuelles, y yo decido actuar porque me muero de ganas de tocar aunque solo sea un flauteado de prueba en el teclado manual. Ante él estoy, pero como caigo en la cuenta de que primero he de manchar, corro al fuelle más cercano, lo lleno, deshago el camino, tropiezo en el conducto del aire que resoplando iba, ¡y me caigo un testerazo que retumba por toda la bóveda como si fuera la defenestración de praga sólo que por dentro! Marrón me ayuda a levantarme, me pregunta si me he hecho mucho, yo digo que nada mientras me sacudo el polvo, y el otro enhebra una explicación trivial que logra enfurecerme. Encima.
–¡Claro, usté quería ver si podía dar alguna nota, y... ! –sí, con la exclamación fuera para imitar el suspiro de desaliento del sacristán.
Se conoce que con el trompazo acabo por despertarme, pero empalmo el sueño enseguida viendo que no me he hecho nada. Sólo me queda un regusto de pesadumbre que se parece mucho a la hipocondría del viejo que me he despertado en la cama del pueblo y rodeado de un dosel de helazón que me hace ovillarme hasta coger otra vez el hilo del soñar. Estoy en mi cabina de bibliotecario perpetuo (¿por qué perpetuo?), y necesito un rimero de libros de los que se crían entre telarañas en los huecos de los ajimeces . ¡Hala, a gemir al ajimez, que es condena propia de los precitos del trasmundo! Sólo que me hago el mozo por el tramo de escalera que no tiene ni barandilla ni contrapié en el escalón, meto el empeine por el vacío de un contrapié ¡y me cojo un ranazo de los de rómpete el alma! La escalera de tramo precario ha dado un estruendo aparatoso propio de los que se quejan de vicio. ¿Me he hecho mucho? No lo sé. Para empezar, no sé ni dónde estoy. ¿Y el rimero de libros antiguos, dónde ha ido a parar?

Segundo sueño.

Libro pájaro enfermo.

Estoy en mi cabina de bibliotecario perpetuo (¿por qué perpetuo?), y necesito un rimero de libros de los que se crían entre telarañas en los huecos de los ajimeces . ¡Hala, a gemir al ajimez, que es condena propia de los precitos del trasmundo! Sólo que me hago el mozo por el tramo de escalera que no tiene ni barandilla ni contrapié en el escalón, meto el empeine por el vacío de un contrapié ¡y me cojo un ranazo de los de rómpete el alma! La escalera de tramo precario ha dado un estruendo aparatoso propio de los que se quejan de vicio. ¿Me he hecho mucho? No lo sé. Para empezar, no sé ni dónde estoy. ¿Y el rimero de libros antiguos, dónde ha ido a parar? No lo sé, pero oigo que tengo clientela abajo, en la cabina. Déjalo todo y atiéndele.
El alumnete ha entrado en la cabina del bibliotecario, pide determinado libro, se lo busco y se lo doy en una edición un poco antigüilla ─pero nueva flamante─, él llena la papeleta y se marcha goloseando su ejemplar sin tener ojos para ninguna otra cosa. Y no ha traspuesto casi las puertas del sacro recinto, cuando vuelve con el gesto enfoscado.
─¿Qué te pasa ahora? ¿Qué quieres?
─¡Que me lo ha dao tó estropeao!, que no se puede leer─, madrileñito él, y está de veras indignado mientras muestra el libro abierto de alas pero con los vuelos sin cortar. Pájaro muerto bocabajo.
¿Y cómo le explicas a esa inocencia bautismal que son así ciertos libros: que te los dan sin acabar el trabajo de construirlos como obra legible, para que la acabes tú? ¡Y que tú los construyas y des vida!, ¿no es una perspectiva fascinante?
Pero noto que, según avanzo en la disertación, yo mismo me hago cada vez más arcaico hasta de estilo en el soñar. Ya debo de andar por mediados del siglo Diecinueve. Diecinuevecito.

Noto que me he ido poniendo de sueño cada vez más cuerdo, noto que me voy poniendo apoplético por la indignación, que me hincho con el enfado alumnil, y antes de que me estalle el globo… ¡me despierto de golpe y sentado en mi cama del pueblo!

Ya casi son las ocho.

Déjate estar un poco, ahora que estabas calentito de cólera (el colmo es encolerizarse por algo que has soñado, yo no he visto viejo de la manera), anda, majo, no te despabiles del todo, piénsame un poco en esos frailes tan simpáticos (una cosa son las pesadillas y otra las pensadillas, fruta para el despierto), en esos frailes tan simpáticos como Buonaventura da Bagnoregio, que no era sino un fraile gordísimo al que siempre se ve metiéndose en la bañera y haciendo revoltiyar ondas y olas de agua. ¡Pero ahí se queda tan pancho!, y hasta me da que se queda dormido en el baño regio. ¡Qué cesto podrá ser!

[¿Y Bonaventura da Bagnoregio? ¿Y Convenevole da Prato?] Convennole fue el maestro de Petrarca, y no se me olvide que el discípulo le había dejado al maestro un diálogo de Cicerón, que el maestro nunca devolvió: por eso, cuando Convennole murió, Petrarca se negó a hacerle el elogio fúnebre.

Por lo que toca a Buonaventura da Bagnoregio, no era más que un fraile gordísimo al que siempre se ve metiéndose en la bañera y haciendo revoltiyar ondas y olas de agua. ¡Pero ahí se queda tan pancho!, y hasta me da que se queda dormido en el baño regio. ¡Qué cesto podrá ser!