XXXI.

‘Chi mai dall’Erebo?...’ Pasar lista en el infierno

A los asilados nos llaman todos por el sobrenombre que hayamos elegido, que esa es la condición para que te acepten. Yo me pedí mi nombre de guerra de siempre, Perséfono, pero como el personal tiende a la reducción, lo que oigo a todas horas (y a lo que acudo) es el hipocorístico Perse, que me es tan cómodo.

Lo único que pasa es que unos se creen que es reducción de Persépolis y otros que de Perseo, y, claro, a veces los más reverenciosos me lo llaman entero... u otros me dicen que es nombre de detergente. Paciencia. Paciencia y cachava, y vueltas al claustro.

Pero no por la parte cubierta, sino por el interior-a-cielo-abierto, que en estos momentos empieza un grupo la clase de Gimnasia y el calentamiento consiste en carrera y vueltas al recinto-cinto: carrera desenfrenada que pasa dando zapatazos fieros y zapatazas no tan fieras, aunque las chicas del grupo no les van a la zaga.

Todo lo miro despaciosamente desde mi paseo interior, y estoy tranquilo de que no van a ofenderse los jóvenes trabajadores y trabajadoras pastoreados por la voz estentórea del profe, que los recuenta y examina desde una hornacina-puerta de escape. Sé que ellos comprenden cómo a cada edad le toca su fardo a cuestas: que el de ellos es la carrera gozosona y el mío esta especie de recuento de Polifemo. Porque de tanto oír a la profesora unas veces, y al profesor otras, apostrofar a unos y a otras, ya me voy conociendo quién es quién. Y poniéndoles sobrenombre como ellos a mí.

Para empezar, el Érebo no es un lugar, ni siquiera un non-lieu, sino que le cuadra a ese alumno de la chiribita en la coronilla, sofocado él. Y es apellido: Pablo del Érebo.

Después pasa el grupo de amigas que siempre corren más o menos juntas, porque no quieren separarse ni para eso: son Las Euménides, y van hablando a la que corren, que no pueden dejarlo ni en ese trance ahogado: hablan a trozos, a retazos, hasta que alguna de ellas se detiene jadeando hacia abajo y expeliendo fonemas y que la profa le llama la atención y ella espera a que pasen sus amigas otra vez. Las Euménides, que son mezcla de humo y de fémina, y bien que les sienta para el pelo lo moreno de la combinación.

Ése que pasa ahora, reconcentrado en su carrera y en su ceño, es Pirítoo, así llamado por el penacho de cresta al viento que le revuela, y porque es pequeñarra y curtido.

Pero en este punto y momento ha sobrevenido una colisión de ésas que caen juntas sobre uno cuando el horizonte era relativamente pacífico.

Pacífico dentro de lo que cabe era el corretear de la alumnada, y más apacible todavía mi recontarlos desde dentro del claustro según pasaban, cuando ha coincidido la visita que un exalumno me hacía, con la aparición, al borde de la corriente, de la profesora Silvia, que lo es de Arte e Historia, y que en ese momento quería atravesar la bandada de corredores y corredoras para ir a su clase del piso primero. Yo me la he llevado del brazo hasta el patio central, y el exalumno nos ha seguido como un cordero: ¡expuestos a que nos llevase por delante la riada! Pero yo he oficiado de Urbano, y hemos arribado sanos y salvos al lado del pozo.

Ahora que estamos jadeantes y felices en zona franca, puedo detenerme a hacer las presentaciones: el exalumno es de los que tuve hace muchos años en el Nocturno, y no cumple el pronóstico y proverbio de circulación reducida entre los profes de aquel tiempo remoto: «El mayorzote es el mayor zote», que utilizábamos a principio de curso para curarnos en salud y, de paso, para ver si se cumplían los calambures con pretensiones de refrán. No. Este Lisandro sonriente y acróbata ─tal pinta tiene─ siempre fue hombre de paz, aunque académicamente resultase un poco «de espoleta retardada», porque contestaba a deshora a lo que se le preguntaba: respondía bien, pero siempre como desperezando la voz.

─¿Tienes prisa, Silvia, o puedo presentarte aquí, a este antiguo alumno de esta Santa Casa en los años Noventa?─ mientras ella calcula distancias y riesgos, a mí me da tiempo de estudiarme por enésima vez esa fisonomía de ojos ensoñadores, gesto apacible, edad indefinida y habla sosegada. «Questa é Silvia gentil, dolcissima pastora / della bella Euridice», estaba yo a punto de presentar, a tono con el Érebo circundante, cuando un resorte interior me ha echado el freno (no fuese a ofenderse con lo de pastora), y menos mal que han roto a hablar los dos a un tiempo, cada uno con su timbre de voz pero ambos como si hablasen en sueños:

─Pues mucho ─¿Pero entonces tú ─Que yo estaba en clase de Aquí ─Y yo a clase tenía que ir, pero la corriente ─¿Y usted de qué

─No, perdón, dejadme que ordene yo la circulación otra vez: esta profesora se llama Silvia, es de Arte y tiene un hijo de tu edad. Y este tagarote ─que no es insulto, no vayas a picarte─ se llama Lisandro y siempre fue así de apacible: como parece─ ellos se dan la mano, manos que parecen naufragar por culpa del desmayo que pone Silvia en la suerte, ¡cuando rompe a diluviar sobre nuestra cabezas y sobre nuestras gafas! Menos mal que se había reducido y acortado la carrera de los gimnastas, y hemos podido salir cada uno a su destino: Lisandro y yo, otra vez al bar, Silvia Gentil a clase con su dulce mirada de apacentar corderos. ¡No debería ofenderse si a otra vez la presento como dolcissima pastora! Pero no Della bella Euridice, porque volvemos a estar en el Tártaro de la tempestad que ha estallado en la calle y cuyo fragor se oye hasta dentro de la cafetería: truenos tan aparatosos que parecen de guardarropía, y rachas atemporaladas que baten los viejos cristales de esta Santa Casa amenazando troncharlos. Lisandro y yo tenemos que hablar a voces para entendernos!

─¿A que parece que estamos en el teatro?─ Siempre dije yo que este muchacho se salvaba por acertarle al interlocutor el pensamiento, aunque un poco retardado.

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–¿O sea, que ninguno pudo-pudisteis hilar algo que tuviese sentido?

–¡Pues claro! ¿O en qué se cree usted que consiste el que esto sea el Infierno?

Ah, bueno. Digo ah malo: para que todo el mundo tenga su reconcomio, Silvia gentil no es pastora sino Dolcissima compagna. Una vez más te has excedido en las precauciones. También esto es un infierno mental. El infierno de los escrúpulos.