LV.

La Rarra

La Felicita la Rarra ya no es ninguna niña, ya no cumple los cincuenta, y la llaman así porque es zaravalla, como dicen en Cáceres al tartamudo y medialengua, todo en uno.

Ni siquiera es cacereña, que es de un pueblo de Ávila, me parece que de Hoyoquesero, para que no se molesten los naturales del auténtico, que, en cambio, sí juegan a la adivinanza pánfila de «La mujer del quesero, ¿qué será?». Bueno.

─Peo mía, quétepaece?─ dice por ejemplo la Rarra en el puesto del cacharrero sobando y acariciando una alcarraza vidriada de verde que, en efecto, es un tesoro de los de pueblo y que ellos lo aprecian en toda su hermosura rotunda y nadie hace los extremos que hago yo ahora porque ya se sabe que, con la vejez, todos nos hacemos un poco pánfilos.

Eso de La Felicita no es diminutivo: es como llaman en Hoyoquesero a las que fueron bautizadas como Felícitas: latín crudo; nominativo; ¿y yo qué le voy a hacer?: el cura rural tiene olvidado todo el latín que aprendió en el seminario, y bautizó a aquella mujer como Felicíta, en efecto. (Ya murió. Dios le haya perdonado. También puso a algún niño Nicóstrato, y así no hay-había manera de traducir aquel bello nombre como ‘El Muerto Resucita’, que es lo que dice Nicrostato. ¿Cuánto hace de aquello?)

La Felicita cruza la plaza mayor de punta a punta a media mañana, y una vecina caritativa le llama la atención:

─Pero hija, mondregas, que se te va viendo el viso, pues luego ¿no te das cuenta tú misma?─ y la Rarra, tranquilorra contesta que lleva toda la mañana del coro al caño con esos andracapadres. Con la condición tranquilorra de los que son un poco parvos, contesta (que también ella sabe esgrimir la ironía):

─Peo mía, ¿quétepaece?, qué vengüenza debo de habel pasao─ y tácitamente pone el dedo en la llaga: para pasar vergüenza hay que ser consciente de ello mientras se pasa. La vergüenza no se pasa sin darse cuenta.

La Rarra se mete en su casa tan fresca, digo tan fresca en su casa a quehacer sus quehaceres ─que es muy hacendosa ella─ mientras por la calle abajo pasa una cuadrilla despreocupada, dos mozancos, una mociquilla y el perro de ambos tres, y, para que se note que se han escapado del Instituto y que no les importa que los vean, van dándose patadas laterales sin dejar de caminar, que tiene mucho mérito, y diciéndose desprecios que harían llorar a su mismo padre si se lo oyera. Pero mira, ¿qué te parece?

Huy, perdón, que la cámara ha dado una vuelta de campana, como suele en cuanto me descuido, y se me ha ido de la cocina de la Rarra a donde no debía. La Rarra se ha puesto a hacer la comida para los dos.

¿Qué dos?

Hasta que no está puesta la mesa no se hace presente el marido, que, sin una palabra, se sienta, deja el palo a un lado y empieza a comer directamente de un pucherito con asa: sopas de ajo sin tropezones, y de segundo carracanchos y agua asada.

El marido se llama Leoncio Marigüeña, y, como indica el sobrenombre, es zanquilargo, patiquebrado, calvorota y visionario. Sí, cara de iluminado, quiero decir. Tiene en la expresión algo de ascético, y en cuanto empieza a hablar se difunden los ecos sacrales a su alrededor.

─Siendo yo niño, era muy dado a venir por estos pagos, y aquí se me apareció en fecha señalada mi hermano Ángel-Jesús-Jesucristo y, un poco más allá, otro día, mi hermano Ángel-Isidro-Labrador…─pero esto lo dice posado en mitad del barbecho, y ahora no toca más que trago de agua y reposo meditativo.

Leoncio y la Rarra tienen una hija moza como un ramo de flores: alta, sonriente, buenas carnes y buen decir. Y con don de gentes, para que nada falte. «Cuando Marigüeña quiere, para todo tiene maña», dicen los del pueblo, sin que se sepa a qué se refieren, si al acierto del padre al engendrarla, o al remango de la hija todo a lo largo de la plaza. ¡Y el caso es que tiene visos de refrán, pero no se ve dónde coño está la rima!, digo, sí: pues eso, en la eñe.

No tienen hacienda…