XVII.

El maestro Ciruela, 3, 'Marquillos de Mazarambroz'

Como, especialmente de jubilados, no sabemos ya qué hacer con los nombres que siempre manejamos en la profesión, no nos queda casi más salida que colgárselos... al Fulano que tenga cara de portar el nombre de turno. Éste de arriba, con tanto ringorrango, era el de una novela picaresca más rara que un perro verde y más olvidada que la Tatita. Así que al avío: ¿a quién le ha tocado? A este Menda:

Marquillos de Mazarambroz es bajetón pero altanero. Tiene el culo como un traspontín añadido que le persigue: él lo sabe y procura caminar enhiesto. Es cegato pero lo corrige con gafas de cristal cuadrado que le permiten engallar la cabeza. Y con todo este equipo y equipaje recorre a paso marcial el galpón de viajeros de la estación de autobuses braceando como medido por un metrónomo. Agustín el Justiciero, también tendría pinta de llamarse. Eso se cree él. Viste pseudouniforme de dril y vive tan contento ignorando su apariencia de bicho orgulloso recién expulsado de su agujero.

En este punto sobreviene una interferencia: la estampa de otro perteneciente al tipo de los bajetones que caminan perseguidos por su culo, y de ahí los pasitos presurosos con que se los ve andar, en conflicto con su poca agudeza visual, que los frena poco a poco.

¿Y éste quién es? Me lo describió mi alumno Romy (es nombre de guerra), que le había tocado en Lengua y Literatura del Nocturno, por si yo lo conocía.

─¿Pero qué tipo es?

─Bajetón. Culón. Cuatrojos.

─¿Y por qué registro respira?

─¡Pss! Por el de meter la pata, ya ves tú.

─¿Pero será posible? ¿Y cómo?

─Pues que llega una tarde a clase y dice: «Bueno, eta tarde noh toca el ajetivo, por ehemplo pajarito». Y le corta un compañero: «¡Pero si pajarito no es adjetivo!» Contesta él, muy desahogado: «Bueno, pero como é un ehemplo no importa».

─Ah, pues ése es otro de la ralea «Marquillos de Mazarambroz».

–¿Y de verdad es de Mazarambroz?

─No, hombre, es una manera de clasificar, ¡pero imita algo que se da en nuestra naturaleza!– y el Romy preguntó entonces cómo era ese lío de lo que se da en nosotros.

Y viene a ser desta guisa: que los padres ponen a sus hijos, inocentemente, el nombre que bien les parece: pero ignoran que los nombres van labrando con los años a las personas, y al cabo de muchos el nombre les ha formado una fisonomía de cuerpo y cara que es la que impera y rige en ese antropónimo. Y los hay que son peligrosos, porque forman y deforman en unos trazos desfavorecedores. Y al contrario: otros nombres modelan los rasgos y las hechuras de modo que en la madurez mejoran visiblemente a la persona. Damián, por ejemplo, labra en el sujeto unos rasgos celestiales, y da lo mismo que el damianizado sea un humanista portugués del Dieciséis o que sea el Herrero de Yanguas: no hay más que ver cuánto se parecía Damião de Goes a Damián el Herrador o a Damián Renedo, arriero de La Armuña: ojos azules de mucho mirar cielos, naricita levantada e ingenua, boca de corte haciendo juego, y orejas pequeñas; las trazas del cuerpo, a juego también: atlético y dispuesto, aunque menudo y nervudo. ¡Y todo eso lo había hecho en ellos el mismo antropónimo sin que interviniese la herencia!

Cosme Damián Churruca no sirve porque no era puro Damián.