XXIV.

'Piedra de aplacar la carne' (prosa geométrica)

Juro que la llamaba así para mis adentros ya cuando tenía yo siete años.

Era un pedrusco de color marrón claro y del tamaño que cabe a gusto en el cuenco de la mano pero sin que sobre nada. La usaba mi madre para enternecer y alisar los filetes de carne cruda, listos ya luego para fritos o el cocinado que fuese.

Si cuando digo pedrusco imagino uno con relieve abrupto, con picos y desigualdades, entonces la palabra no sirve para aquella piedra, porque era lisa y pulida y tirando a esférica, salvo por un lado en que le faltaba una lasca: esa cara sí era un poco más áspera, pero hacía su papel, porque la mano se agarraba así mejor a la pieza entera.

Y lo de aplacar, en ese contexto, no debe extrañar en el caso del niño que yo era. Sé de dónde venía; de dónde le venía a mi cabeza; diálogo frecuente entre mi madre y yo:

─Pero ¿vienes ya, o no vienes?

─Aguárdate un poco, ¡es que me pones nervioso!

─Pues como vaya yo ahí, te aplaco los nervios─ ante la cual proposición yo me despepitaba en acudir. ¡Pues no era nada que te aplacasen los nervios con la piedra de los filetes!

El paso siguiente, cómo no, lo dieron los curas, que en la confesión te hablaban de «aplacar la carne»: ¿cómo pudieron adivinarlo?

Pero uno nunca creía que llegasen hasta el extremo literal de darse con un canto en los cueros, como inventó, supongo, san Jerónimo. Por eso tuvo razón don Antonio Machado cuando estampó esa estampa, en verso aunque no lo parezca:

Señor san Jerónimo,

suelte usted la piedra

con que se machaca...

(Me pegó con ella.)

Han pasado muchos, muchos años. En verano hemos ido a Rumanía. En la feria de Sinaia había, entre otros puestos, el de un artesano... o artista... que exponía en tenderete sus creaciones: esculturas en piedra, grandes y pequeñas, antropomóficas y dificilmórficas, cada una con su porqué, cada una con su aquél, y todas a cuál más rara y a cuál más hermosa-enigmática. ¡Vamos, que lo he dejado claro! Pero a poco de mirar, me atrajo y me enamoré embrujadamente de una piedra-mármol que figura(ba) un semidiós con dolor de cabeza. Pero sólo la cabeza. Y, por el otro perfil, sonríe. El mármol es rojo-sangre-seca veteado de venas blancas, salvo por la parte de los cascos, que es blanco-sesos. Y el todo, bruñido y luciente. Cualquiera de mis amigas ─no lo he enseñado a nadie─ diría que da ajco, y, si no es madrileña, que da aprensión. Es verdad. Pero una aprensión buena, no sé cómo decirlo.

─Hijo mío, eso es idolatría, hablando en plata ─ya tuvo que echar su cuarto a espadas la voz remota de mi confesor de hace cincuenta años. Poecito, [su] Dios le haya perdonado.

No, no he probado a macerar la carne ─¡ahora he dado con el otro verbo que usaban!─ con la piedra roja rumana. Pero duerme siempre a mi lado sobre la mesilla de noche. Por la mañana, cuando subo la persiana del balcón, el malhumor de esa cabeza casi echa humo. Bien está así.