Perséfono I

Iba a resultar una tarde terrible, tan vacía y tan aburrida como todas las de estos meses, pero me he dicho: «A ti lo que te conviene es organizar el tiempo; para llenarlo un poco más, vete al cine». Me he hecho caso y, nada más salir a la calle y empezar a oír lo que decía la gente, unos a otros, he caído en la cuenta de que YA soy un personaje de novela. Un Perséfono.

Es lo que siempre quise y para lo que siempre estuve preparándome sin conseguirlo: ser personaje de novela.

Parece una idea de casquero, y a lo mejor lo es. Nace de haberse preguntado tantas veces: «¿A ver si resulta que quienes de verdad SON en la vida son los demás, y tú no eres?»

¿Pero por qué me tiene que tocar a mí la china de no ser, y en qué se notaría, sobre todo?

Qué bobada: el toque está en que no se notaría en nada, hasta que caes en la cuenta de que tú a los demás sí los ves vivir, pero tú a ti mismo no te ves vivir: eso es ser personaje de novela, no tener consistencia sino para los demás, no para uno.

Estupendo: lo había conseguido. Y a partir de ese momento ¡me entró una sed de atender a lo que decían y hacían hasta los seres más insignificantes del barrio! Me puse a satisfacer concienzudamente esa sed, y lo que era una vida vacía se llenó a rebosar:

─¿A ver, he cogido yo mi móvil? Niños, ¿habéis visto si he cogido el móvil?

De los tres niños, el más morenucho contestó muy seguro que no, que se lo había dejado en casa, y acto seguido empezó a burlarse suavemente de su mamá. Qué cosa más fascinante es un niño, por dondequiera que se mire. Un niño de unos seis o siete años, un poco inteligente, que ya ha aprendido a burlarse donosamente de su mamá sin que ella se dé por sentida.

Pues digo: hace esas horas, como estaba llevando, inesperadamente, una vida tan llena, llegué al cine, vi por encima la sinopsis de la película y me pareció mucho peor que la vida de los otros por la calle. Además, en ese momento se me ocurrió otra idea de casquero: «Me da la impresión de que me van a llamar por teléfono y no voy a estar, así que me vuelvo a casa». Lo he hecho, y por el camino me he metido en la iglesia de san Társilo, a sentarme en un banco y ver cómo se está cuando se es otro. Se está bien, porque el tiempo de vacaciones de Semana Santa siempre tiene una gracia que no sé en qué consiste. Es como no haber comido en todo el día y sin embargo tener un raro dulzor en el estómago: así es siempre este comienzo de primavera, dulce y hambriento. Para completarlo, respiras hondo y el aire sabe bueno.

Mejor lo voy a seguir llamando así: comienzo de primavera. Lo de Semana Santa me pareció corriente e insípido hasta que aprendí que en Italia dicen Per Pasqua. ¡Qué suerte, y además con qu!

El otro día, en la radio, una locutora no sabía llamar al Domingo de Resurrección: lo llamó mecánicamente Domingo Santo. Bueno, tampoco es que yo sea un adicto a los nombres litúrgicos. Siempre me parecen apropiados para otro ciclo. A estos días de principio de primavera les vendría bien llamarse Adviento. Un adviento suavecito que te da en la cara y te alimenta. Lo que decía antes.

A mí lo que me pasa es que nadie me habla ni yo hablo con casi nadie (los comerciantes no entran en esta cuenta), como es propio de un Perséfono: los Perséfonos no somos nada comunicativos. Y, para los demás, inabordables. Así que no sé el nombre de casi nadie, y llevo veinte años viviendo en estas mismas calles.

Llegué a casa, escamondé el contestador automático y no me había llamado nadie. Bueno, pues luego lo harían. Yo, a lo mío.

Ya es otro día. ¿Y qué? Nada: que por la noche tampoco cesa mi monólogo, lo noto en que se me escapa alguna que otra palabra mascullada, y eso son astillas del pecio y procesión que va por dentro. Pero ahora ya estoy aquí.

Se ha pasado toda la noche lloviendo, y ahora sigue. Eso también es una conversación a voz única, pero bien distinta de la mía, dónde va a parar: la oración de la lluvia es un mensajeo susurrado como tejido todo él por un continuo despegar de labios. Los labios de la lluvia.

Qué dulce, qué agradable. Qué consolador. Lo oigo desde acostado otra vez, pero ya sobre el colchón desnudo, que nunca lo había hecho: es para ver qué se siente cuando tienes claro que no eres; qué se siente desde una cama que casi tampoco lo es.

Acostarse cara al techo sobre el colchón despojado no sabe a nada: en sí no sabe a nada. Como chupar un garbanzo crudo. ¿Pues qué me creía yo? ¡Precisamente por esa nada se evidencia lo que quería demostrar!

Y cuando esto ha quedado resuelto, se abre un gran silencio todo él pespunteado por la oración de la lluvia. Ya puedo levantarme. Ya puedo decirme que hoy he amanecido dos veces. He remanecido, ¡todo hay que probarlo!

Hace un rato, cuando he bajado a tirar la basura, por el camino me he cruzado con el Paracleto y su perro. El hombre le estaba voceando al animal:

─¡Oye! ¿Qué te he dicho yo?

El perro no tiene nombre. Como respuesta a las voces de su amo ha hecho un gesto de disimulo que confirma su condición animal: un gesto de disimulo es algo que se descompone en «Di sí, mulo», y cualquiera sabe bien cómo hace un mulo cuando dice Sí.

En cuanto al Paracleto, se llama así porque siempre tiene pinta de haberse caído hace poco de la bici. Lo que no puede llamarse es Bicicleto, porque eso es una sola cosa, mientras que en Paracleto está por un lado el tío y por otro la máquina. Los andares del Paracleto son un poco los del que se dice «que tiene un cantazo», pero sin mala intención, sino literalmente.

A mí, el Paracleto ni me ha mirado. Normal. Sólo a su perro, con mucha autoridad:

–¡Oye! ¿Qué te he dicho yo?

(¿Qué le habrá dicho él? Me quedo intrigado.) En cambio, en los comercios del barrio ya me dije que el planteamiento es distinto: la panadera, por ejemplo, se llama Ignacia, es joven y limpia de gesto, y por todo eso y más cosas da gloria verla. A mí suele llamarme Cariño, pero hoy no tocaba porque había por medio un mozo que le debe de hacer tilín. No me extraña: no hay cosa más entrañable y biemparecida que la juventud cuando es humilde. El Carrillejo de la panadería se ha apresurado desde dentro a abrirme la puerta y ha contestado a mi saludo. Pero en ésas, la Ignacia le ha requerido desde detrás del mostrador:

─Ven, dame un beso ─y se lo ha dado. Eso mismo me solicitó a mí la Ignacia cuando salí del hospital y ella lo supo. A dulce de membrillo me supo a mí el beso y abrazo de la panadera. La cual, hoy, se ha limitado a preguntarme:

─¿Tu barrita, Perse?

─Sí, Ignacia, mi barrita. Pero dame una que no barrite.─ Ni se ha molestado en devolverme la moneda verbal: tenía que atender al mozanco.