VII.

'A porta Ínferi'

Debo de haber dormido... una hora o diez minutos, me he despertado de sobresalto y no he mirado al reloj, que me lo olvidé en Madrid, sino que he visto que no veía. Se han ido y me han dejado cristal por medio con el muerto, todas las luces apagadas. ¡Se necesitan hígados!

Pero lo curioso es que no me asusté ni preocupé: me he arrellanado mejor en la butaca velatoria y, como hacía bueno, ni frío ni calor, he pedido enchufar de nuevo lo que soñado había: que estaba otra vez, de niño, en la huerta de Santiaguillo, afueras de Sacrameña, en verano. Éramos varios primos y primas. Jugábamos a «ver visiones», así se llamaba el juego. No sé sabe por qué, las visiones tenían que empezar por Estaban.

«Estaban las mujeres cosiendo a la puerta abierta de su casa, de espaldas a la calle, con una doble hoja de periódico puesta sobre la cabeza, al solazo de las cuatro de la tarde en verano, con la radio puesta en el interior del portal».

«Estaban tendiendo las sábanas, recién lavadas, sobre los cañotes de la alfalfa segada. Y más tarde, ya secas y tensas, las regaban con regadera: el ruidito daba mucho gusto, que se añadía a los gustos del olor a alfalfa tronchada, a ropa blanca enjabonada y seca», a la propia piel nuestra retostada por el sol de la huerta: el sol era un asta de toro que embestía el capote aventurero de la epidermis. Aunque quede un poco cursi lo último. Pero es que no sé cómo decir «a qué olíamos los chicos y chicas, a qué olían nuestros brazos y piernas al aire, y quizá un poco morroñosos de polvo del camino»; sólo un poco. Además, recuerdo que hubo todavía un Estaban que a nosotros nos entretenía muchísimo pero que no era bien recibido por todo el auditorio:

«Estaban meando en hilera sólo los chicos en mitad del camino, a ver cuál levantaba más penachitos de polvo con el propio chorrete o cuál hacía dibujos más meritorios en lo ceniciento del sendero, y en esto estaban cuando Esteban...», y en esto andaba mi cabeza y memoria cuando oí distintamente golpecitos con los nudillos en un cristal.

Ahora sí que me di el susto de mi vida creyendo en la anástasis de Anastasio, que esas palabras dibujó mi espanto, pero cuando me levanté y orienté mi oreja, se sienta, se orienta, me dirigí a la puerta cerrada del tanatorio y, a través del cristal, vi la figura larguirucha del sacristán de Sacrameña, que venía a rescatarme. Juro que se llama Lázaro, que era un niño cuando yo un mocete antes de venirme a Madrid, y juro que entre nosotros, en familia, le llamábamos «Lázaro-sal-del-sepulcro». Estaba la noche siniestramente festiva, como se ve.

Le pregunto por señas ─¿por qué por señas?─ si tenía la llave, y él cabeceó que sí mostrándola en lo alto antes de abrir y liberarme. Me eché inexplicablemente en sus brazos, casi llorando. Olía a grasa de máquina su chaqueta y a uvas pasas su aliento cuando me preguntó la pregunta que menos me esperaba yo:

─¡Pero hombre-pero hombre! ¿Qué has ido a hacer?

Resumiendo lo de él: que era la costumbre irsen todos a descansar a sus casas, para estar frescos al día siguiente, para el sepelio y el pésame... Se me hacían los sesos frases capciosas, por el enojo de que no me hubieran avisado. ¿Costumbre? ¡Era costumbre de los antiguos persas! ¿Estar frescos? ¡Estaban frescos todos ellos si creían que yo!... Menos mal que Lázaro me detuvo el turbión interior malhumorado con preguntas cuerdas,

─¿pero tú sabes la hora que es?, ¿pero cómo te vas a ir a Madrid ahora, y en qué arre?, ¿pero no te has traído pijama?─ ahora el despepitado era él. Y en conclusión, me invitó a dormir en su casa─ ...Que es un casulario, y tiene para todos los chicos de la Inclusa: abajo dormimos mi mujer y yo, y arriba tenemos sobrado y alcobas ¡pero todo muy limpio, no vayas a creerte!; lo único, que entodavía tiene el olor del trigo y la cebada, pero eso es vida, ¿a que sí?, vida y dulzura, como decía el poecito de tu tío cuando le visitábamos todavía sentadito en su tabuco de albardero... ¡Lo que habrá trabajado este hombre! ¿Vas a venir mañana al funeral de córpore insepulto? ¡Yo le cantaré lo mejor que sé !, ¿vas a venir?– ah, luego la misa de difunto aún no había transcurrido? Ah, luego Lazarito aún no se ha enterado, y eso que es de la profesión, que no se dice de corpore insepulto? Ah, luego no estaba todo lo mío echado a perder por culpa de unos primos (carnales) desalmados?

¿Y cómo no iba a ir, si me lo daban en la mano todo hecho? ¡Más que mis primos, y era un extraño!

Llegamos a su casa, nos recibió la Loli con ojos amañanados, poecita, pero con tan buena conformidad, y me guió con una linterna hasta el sobrado, donde se abrían dos alcobas limpias y bienolientes a cosecha madura.

─...Es que la electricidad sólo llega al primer sobrado, ¿sabes? Pero tú te apañarás con esta linterna, que está recién cargada. A los pies de la cama hay un perico. ¿Quieres un pijama de Lázaro?

En fin, lo que se esperaría cualquier atontado como yo. Y muy agradecido todavía, claro.

La vida pasó como dice la Teresa: una mala noche en una mala posada. Quiero decir que, hasta que me dormí, pasé las cuentas sonoras a todo el rosario de las casas abandonadas: el roerroe de la carcoma, el rugerruge del aire enfadado en los chopos de la plaza, el chorreo del caño comunal allí cerca, los chasquidos del maderamen en techos y suelos, como si aquello fuese una nave fantasma... Y sobre eso se amasó el primer sueño que tuve: yo estaba durmiendo en una hamaca balanceada por el oleaje, en el sollado ─yo no sé qué es el sollado, ni falta que me hace, de un galeón, porque mi soñar era más bien desollado─ y ya al amanecer me quedé dormido con un sueño cerrado hasta que me cayó, en uno de esos chasquidos, un grano de cebada en el lagrimal: debía de ser la Loli (o el propio Lázaro: depende de la hora que sea-fuese) que caminaba despacito ─le oía yo.

Lo cual que me levanto, en efecto, con el reloj en la mano, abro los cuartones de una ventana muy reverenda y resulta que no son más que las ocho de la mañana. Del día del sepelio. Mortua sepeliatur, et ambo suspendantur in sacris, le tengo que contar a Lázaro ese chiste de cuando los chistes se contaban en latín, pero primero he de ver y oír si en el oficio de difuntos Lázaro canta A porta Ínferi en vez de Aporta, infeliz, como decían los sacristanes antiguos. Si lo dice bien, se lo cuento. ¡Es largo!

Más largo soy yo, aquí, vistiéndome a retazos como los sofragas de la busconería, y a cada harapo un rezo entre dientes, «como sacerdote que se reviste», que dijo el otro.

Pero también el otro tuvo la cortesía de decir: «En fin, por no cansar, fuimos...»

Y desayunando me enteré de que la misa no iba a ser en latín ─¡de ayer es la copla!─, luego nada de A porta Ínferi, qué lástima, con lo bonito que era; que yo podía sentarme en la iglesia donde quisiera, no por fuerza en la trasera, donde los hombres y los primos; que las primas habían preguntado por mí con mucho sentimiento; ¡y que me arrease con las sopas de pan en leche, que ya estaba la campana gorda tocando segundas a funeral!, a cuyas palabras ─las de la campana─ arrambló Lazarito con las llaves enormes que colgaban de un clavo en la cocina y se me despidió como si fuera yo del opusdéi en vez del opus diavoli de mis malhadados primos.

Salió Lazarito raspahilando y yo me quedé atendido por la Loli. Y enseguida, sin lavarme yo ni peinarme, adeliñamos también para la iglesia de Sacrameña. Debía de llevar unos pelos como para meter miedo «de ver cómo los menea el aire»: ralos, largos y encrespados amén de canos, claro, se conoce que a tono con los del difunto en su caja y los del Luisete Benavides en su barrio de difuntos.

En fin, por no cansar, la misa fue cantada y en castellano, que es más fea que Picio, salvo un momento en que, cuando tocaba según la liturgia antigua, vi a Lázaro echar una sonrisilla pícara hacia donde estaba yo sentado entre las primas, y enhebrar en latín Qui Lazarum /ressuscitasti /a monumento / fetidum (con œ es más hediondo todavía, como muela cariada).

y mientras el sacris lo cantaba así en efecto ─luego se supo que con permiso del párroco─, le echaba una sonrisa de complicidad al Perse sentado en segunda fila entre sus primas. Mientras tanto, lluvia repentina, lluvia a jarrear en la anteiglesia y la plaza, y lluvia hilo a hilo por las mejillas del Perse. Y no era el único: toda la gente lloraba / menos el pobre Simón.

En un aparte, acabado el duelo, le susurró Lazarito al Perse: «Vete pa la huerta de tu tío, que te la quiero enseñar, mientras yo remato aquí y le pido las llaves al dueño de ahora», y el Perse azogado sin saber a qué parte volverse, de aturdimiento, como pelele u ojivendado en cartón para tapiz, de tantas dudas como revolvía en su cabeza de indeciso patológico. Al cabo le dio una patada mental a lo de «¿Para cuándo la incineración?» o «¿Le van a dar tierra?», que es mucho más templado, suave y terrible; pero él se desentiende en un golpe de egoísmo, se va caminito polvoriento de la huerta que fue de su tío y allí espera a Lázaro-Sal-Del-Sepulcro sentadito en los yerbajos a la sombra de una pared de adobes. No tiene prisa ninguna por volver a su barrio ardiente de Madrid. Ahí se está bien, fresquito del aguacero de verano de hace poco, aunque sea con la humedad de los yerbajos en el culo; y remoendo-remoendo, le viene a las mientes otro «Estaban»:

«Estaban barriendo el colgadizo con escobas de ajonjera. [Y se me había olvidado que cuando los escobones de esa raíz recia eran nuevos (y sin mango supletorio), por la parte barredera podían tener flores. Y las escobas de ajonjera de mi recuerdo, nuevas flamantes, tenían las terminaciones todavía verdes y premiadas con flor blanca.] Lo cual que estaban barriendo el colgadizo con esos escobones y luego el corral después de regado a mano de cubo. Se quedaron los escobones hechos una lástima, con las flores y las terminaciones verdes embarradas y lacias. Pero esta mirada compasiva la tengo yo ahora. Entonces, cuando ‘Estaban’, a nadie le daban duelo esas garambainas poéticas».

En fin, por no cansar, llegó Lazarito sonando estas otras llaves, entraron en el colgarizo anteostiano, umbrío y descansado de azadones, escardillos, bieldos, palas barranqueras y hoces melladas, que había claridad suficiente para discernirlo. Y fue un estampido de luz azul y gloriosa, arropada de brisa fresca, cuando Lázaro abrió la puerta llovida y maderera del huerto. El huerto: un secarral de cardos descabezados a media altura y salteado de flores azules de las que crecen sin que nadie de lo mande.

─¿Y para qué quiere el nuevo dueño tanto apero en el colgadizo, si la huerta no tiene ni una mala alfalfa en flor?

─¡Ay, el dueño nuevo! Bastante tiene con descabezar un ejército de cardos que crecían aquí. Los rebana a media altura, porque no puede inclinarse más, el hombre, para que lo sepas. ‘¡Ay, de los renes!’, decía aún el otro día saliendo de su corral con las manos en los mismos, que ya se había quitado unos guantes de amianto que para esto se pone. ¡Es muy bienhablado el tío Saltahuertos!, no sé si le conoces. Y muy bien pertrechado que viene. Pero después, ¡ay, de los renes!

─Pues tú tampoco te quedas atrás, Lázaro, aunque sólo sea porque se te ha quedado en la memoria eso de los renes.

─¡Hombre, Perse, ya sabes tú que cuando uno ha tenido que cantar en latín, siempre algo se le ha pegado!─ presume Lazarito un poco infatuado, recorriendo con la vista el secarral de cardos y acianos como si fueran sus dominios.

─No sé si te acordarás tú, Lázaro... digo no, que a lo mejor ni habías nacido: mi tío Santiago, padescanse, tenía esto todo sembrado de alfalfa, y la regaba cutio, y cutio y cutio. Pero nos dejaba a los sobrinos venir a correr y a jugar y a perseguirnos, aunque le pisásemos algo lo sembrado. Me acuerdo que en una de ésas nos estábamos escorrazando a escobazos mi primo Rafael y yo: ganó él, que se tiró a cogerme la canilla, y caí de bruces en la alfalfa; no me hice daño, pero me revolqué un poco arriba y abajo para hacer aspavientos y que se asustase: el que se asustó fui yo, porque agitándome entre la alfalfa machucada me dio un paralís de gustazo y yo me creí que era un ataque de eclampsia. Ahí tuve yo mi primer corrimiento. Juro. Nueve años. ¿Qué te parece a ti eso?

─Pues esa treta de coger una liebre agarrándole al otro por la canilla bien me la conozco yo. ¿No ves que tenía música de pregón y todo? «¡A coger patatas / que valen baratas!» ─canta Lazarito con su voz de tenorino de pueblo, eludiendo elegantemente la conversación inconveniente a la que ya se había lanzado el Perse.

Pero qué imprudente y qué indiscreta y desvergonzada puede ser la vejez. Además, ¿a los nueve años manejabas tú eso de ataque de eclamsia? Sí, padre, que te contaba tu mamá a veces que los habías tenido de chiquitín. Qué vergüenza debo de haber pasado. Tutta per caritá se gli commosse.