V.

El Barrio de la Muerte. El otro barrio

Esta rotonda y esos grandes almacenes que se llaman Artimaña (¿pero es que no se dan cuenta de lo que prometen?) estaban ocupados por un solar (sí, sí, como suena: estaban llenos de vacío), por un solar a donde se bajaba el mellizo de enfrente a machacar durante toda la tarde esa especie de cacerolo que tienen las motos abajo a un lado. Se sentaba a lo moro en el santo suelo, desparrancaba los remos, ¡y dale que tienes, no sé si incluso con una piedra, al cacerolo de su moto!, las horas muertas. Se conoce que quería redondear las abolladuras del cerco, pero desde mi casa, con las ventanas cerradas, aquel rosario de golpes regulares llegaba como un pregón lamentable, como una melopea tristísima de subdesarrollo, ¡como un latazo insoportable! para uno que intentaba concentrarse en un texto en francés, en una lección de Derecho de Gentes, en una balada de Chopin, en una oración ─pero plegaria, ¿eh?, aunque ahora me dé un poco de vergüenza─ en latín medieval. Lo que no me da vergüenza es desdoblar toda esta ristra de actividades nobles frente al empecatamiento casi vicioso del jodío chico de la moto. Ninguna vergüenza.

Bueno, pues es que acaba de pasar el tagarote de la moto, que ahora es una especie de armario de guerra, meleno él y andares desparramados, acaba de estudiarme de lado y no ha proferido ni palabra ese marmolillo peatonal: ¿los tiempos han cambiado, o es que no gasta prosa ni siquiera con su trogka? que a su lado va y tiene la apariencia de una Fúnebre muy dura de roer. ¡Ahora que digo lo de fúnebre!, ¿a ver si lo que pasa es que están todos muertos? Porque me extraña tantísimo que vaya muda esa pareja, con tanta pinta de despreciar al mundo en conversaciones. (También puede ser que el tagarote no sea él y sea su gemelo, a quien no haya tocado hablar en el reparto de la vida adulta, pero, entonces, ¿y la Fúnebre juzgadora de mundos? ¿Cómo es que no habla ni pasma esa Boca Cruel?)

Y van pasando también: el aceitunero de Aldeasoña, que hasta se paraba antaño un momentín conmigo a preguntarme qué tal por el pueblo; después, Nicasio, ahora Ni-Caso, el librero de viejo, que me contaba entre risillas avergonzadas qué pasaba cuando de muchachetes iban a las señoras putas de la plazacastilla, y cuánto les llevaban. (Estos dos han vendido el local y por eso tampoco saludan. Se conoce que ya no quieren nada con gente pobre.)

Pasa renqueando la tiamoniaca, llamada así por no decirle Demoniaca ─pero siempre sin acento─ y porque siempre lleva un gesto de disgusto, como de estar oliendo algo muy irritante de los ojos y mareante de los sesos. De los sesos lo ha la tia Amoniaca, siempre con sus patas rencas (cojea de las dos piernas) pero ya sin las muletas que llevaba un tiempo. La tia Amoniaca mira el mundo todo y la vida en general con malos ojos, y a mí con peores: yo no sé qué le hice en el otro tiempo a la tia Amoniaca, pero el caso es que reprueba mi presencia en su barrio, el barrio de su circunscripción, porque toda la pinta es que se ha erigido en vigilanta de todos estos parajes. ¡La Divina Con Medias! se ha creído que es esto. Y con medias debe de ir, por dentro de los pantalones, la tia Amoniaca; pero medias elásticas, ortopédicas o como se diga ese andamiaje corrector que ella se gasta.

─Dios l’ampare─le digo al pasar, así, apostrofado, a ver si capta la alusión a las lámparas de grasa que en la pechera lleva. La tia Amoniaca no contesta nada: se para, se orienta, me mira con desprecio... e passa oltre. ¡Diversamente lo habrían dicho mis amigüelos de aquí, de los doce años!: «Se para, se orienta, se sienta, se tienta...»

Otra que pasa como sombra dantesca es doña Fuencisla, la maestra de Aldeasoña, con el soñoliento mirar perdido en las nieblas de su memoria, y también solía hablarme en la frutería, y bien que me gustaba oírla ─sí, la─ el tonillo de su castellano palatal lateral. Pero pasa sin que me vean, ya me digo, esos ojos y sin que me sonría esa boca de ancianita pícara. «¡Qué pena, tener marido y no tener cena!», como ella habría dicho.

Cuántas mujeres y qué pocos hombres, ¿no? Sí, pero el que también rompe a duras penas la niebla de su acera es Emiliano, que fue maestro en Hoyoquesero y ahora está convertido en muda pavesa de lo que fue.

En el quiosco que llevaban a trallazo limpio el padre, dañao, la madre soberbia y zafia, el hijo gato-gordo insultón y otras yerbas de desprecio, esclavos todos de los siete pecados capitales, no queda más que el Gatogordo y el pizca de su perro, pero entrambos siguen ladrando hasta a los clientes. Ya se ve que estos dos tampoco hablan: ladran, pero especialmente, como digo, el perrucho; mas no parece tener muchas hechuras de Can Cerbero.

¡Y evocado por los medios artesanales de pronunciar una de sus letanías obscenas (peores que las de Manolín), pasa el viejo mortecino en que se ha convertido el Luisete Benavides!, que éramos amigos por orden de lista...