XXI.

Foi incêndio!

Lo primero de todo: esto no fue robar, ¡pues solo faltaría!, esto fue traerse a casa el borde marmóreo de un altar portugués.

Y sucedió como sigue. ¿Ves esa iglesia que hay a un lado del Rossio de Lisboa? Esa que sufrió un incendio en los años ’50 del siglo XX, y no sé cuántos ─pocos─ años después le dieron un arrimateacá para que se sostuviera y admitiese volver al culto sin dejar de mostrar las trágicas trazas de la quemazón («Foi incêndio!») a los cristianos corazones...

¿La ves? ¿La sitúas?

Bueno, pues yo no había entrado allí en ninguno de mis viajes a Lisboa. Entro en ella el otro día del otro mes, la recorro (había un cura confesando a una penitenta: ella arrodillada sobre el santo suelo del presbiterio y él al lado sentado en un sillón; en qué punto andaría la bronca que el senhor Padre le estaba echando, que oíamos sus palabras los turistas circunstantes: «Tu és doida, minha filha, tu és maluca!»), continúo el periplo y reparo en un altar de mármol color carne todo slabbrato, tout délabré, y me digo tontamente: ¿pero esto seguirá funcionando?

Conque me acerco más, apoyo las dos manos en el borde del ara para inclinarme a mirar mejor, y debía de parecer el movimiento litúrgico del preste cuando hace eso mismo para mejor doblar una rodilla, en el decurso de la misa; pero en ese mismo momento siento bajo mis dedos que el borde... casi carnal... del altar, se desprende y me deja entre los dedos una reliquia física.

Aquí la tengo, sobre mi mesa de trabajo, mientras escribo. No es grande, ni falta que hacía: es pequeña, pero se llevó consigo sus raíces de interior de la piedra, y contrasta dolorosamente el borde recurvo, suave, con la entraña de la piedra mármol, áspera, y con el ligero parpadeo de un rebrillar mineral diverso que tuviera el mármol dentro.

El todo parece un colmillo antediluviano que impresiona un poco, si no te has acostumbrado a él como yo.

¡No le des mucho trasteo, que se desmorona!