LIX.

La Sufriente de Ajofrín, mendiga asiática

Es alta y cobriza. Vieja. Malhumorada. Mejor dicho, ahumada de gesto. Mal-humo-rada. Pide limosna a la puerta de la iglesia en una fabla que nadie fabló. Cuando ve que la miro, barbota ─eso es lo que le faltaba: vieja barbuda, como Celestina─, barbota no sé qué improperios y se mete en la portalada.

Me siento a escribirlo en un banco de la plaza soleada y fresquita. Al otro extremo hay una chica… talluda que está tecleando en el móvil con sabihondez. Echa una mirada hacia mí y, al verme escribir a mano y bolígrafo, se levanta despechada y se va.

Pasan dándose tirones dos mozos viejos; van riñendo a modo, van riñendo a modiño y sobre la marcha; en un momento dado frenan en seco y el uno le amenaza al otro, ¡Que te meto!, así, sin complemento directo pero enarbolando el puño. Yo me desentiendo (no sea que me caiga algo a mí también) con el aquél de clasificar la amenaza que acabo de escuchar: Deixis ad oculos. Mejor será no decírselo a los litigantes, para no darles ideas.

De repente me sorprendo pensando en… ya no me acuerdo en qué. Tengo el día desentendido y tumbón. ¡Y luego este solete con fresquillo…! Y el caso es que yo tenía que entrar en el mercado de Santa Isabel Ésa a comprar comida… Pero no me da gana, como escribía Juan de Yepes en una carta, y eso que tenía que continuar, por Santa Obediencia. Vamos allá.

LIX bis. Hoja de falso diario.

Jornada de acumulación de incumbencias y, consiguientemente, barullo mental por varios lados. El más caricioso es el derivado del paseo que he dado esta mañana por mis sitios acostumbrados. A lo largo de la tarde, he devanado un episodio a cuenta de la plazoleta [¡es la Plaza de Chamberí!] donde está la iglesia y convento de las Siervas de María. (En lo alto de la fachada de la iglesia, reloj con campana que da las horas.) El episodio es una de mis mistificaciones: que se mezcla lo que cantan los niños con lo que cantan las monjas, y en ambos casos es:

«Estaba el Señooor…»

Lo que pasa es que una cuidadora de niños canta esa canción con muy delicada y entonada voz; los niños, admirados, no la siguen,
y la copla infantil
sube hasta el campanil,
se une al monjil
coro que entona
la hora canónica;
momento en el que al reloj le toca
tocar las doce de la mañana. De la mañana de otoño. Hace un buen sol con algo de frío. La luz es espléndida. Los niños se ponen tibios, de arena mojada con agua traída en los cubitos: ellos se ponen hasta los cúbitos, claro, ¡y nadie les dice nada!, mejor así, que gocen de los berretes de la infancia. No sé cómo termina la estampa ─si es que las estampas terminan y no están─ pase lo que pase.

Me voy a acostar, voy a acostarme, que debo de estar con algo de temperatura, que dicen los finústicos.