LVII.

¡No he visto pasar la Electra! (también llamado La Mujer Viva)

En vez de una tragedia griega, una comedia rural de 1960 y tantos. El menestral de pueblo vuelve de vender al público su mercancía (bollos, pasteles, pastas, rosquillas, alguna tarta si se la han encargado) en otros de alrededor; nunca se alarga más de quince o veinte quilómetros a la redonda. Los bollos los pesa en una romana de níquel, tendida al aire para que la clienta vea el equilibrio; siempre echa alguna rosquilla de más, para que la parroquia en torno se fíe y quede contenta cuando le toque. Después de poner los pasteles en la bandeja que le traen, se lava los dedos con agua, de una botella de Triple Flor que siempre lleva a mano; luego cobra; luego se vuelve a lavar (todo con la misma destreza airosa); luego despide a la clienta, que se aleja tan satisfecha, la toquilla cruzada sobre el pecho y sujeta con dos dedos, el monedero en el puño de la derecha ─santa María del puño cerrado, siempre─ y el culo hacia afuera para preservar el vientre, que en estos pueblos hasta en verano corre un gris que corta: cerca está la Mujer Muerta, pero del lado de allá, quiero decir a la izquierda.

Mejor dicho: con el tiempo he aprendido que hay dos Mujeres Muertas: una, la de Sotosalbos, y otra la de Otero “el aldea Ferreros” que dice Juan Ruiz. La que yo digo es la primera.

Pues eso.

Pero la historieta que yo quisiera contar es la de La Mujer Viva. ¿Y en qué se nota la viveza? Pues luego ¿no ves con qué aplicación saca de la faltriquera una llave con la que se podría matar a un cristiano? Mete en el ojo de la cerradura semejante arma mortífera; enclavija los dedos en los dos ojos de la llave; revuelve ese instrumento dentro de la cerradura, y suena en los adentros del portal un eco medroso. Mal engrasada la hoja de arriba. Empujón. Cencerreo de la aldaba en la hoja de abajo. Levantamiento en vilo y gruñido alegre de bienvenida. Ras-ras, mi casa cerrá.