IV.

Indagación de Teklet-Pileser

En cuanto aparece por las calles este poco de resplandor, desde temprano, ¡hala, todo el mundo con gafas de sol! para presumir de sensible, de gastible y de ultimogrito. ¡Todos Teglatfalasar! Si supieran ellos y ellas lo que parecen: caras de déspota asirio por todas las esquinas. Porque la Niña-los-Peines, no, que eso es más antiguo.

Me preguntaba Manolín hace unas semanas, en el museo arqueológico de Estambul, para qué me había servido a mí estudiar quién era Nabucodonosor... y Teglatfalasar, sí, precisamente, sacado de un cartelito museístico...

–Pero ¿Manolín el de la moneda en el camino?

–Sí, el mismo que viste y calza, ¿o es que tú no has conservado amigos de tu colegio a lo largo de muchos años?

–Pues si el tal Manolín era del tuyo, también él habría estudiado los Teglatfalasares esos.

–No, él no, que era morral, desganado, consentido, mimado en casa y desviado a golferías. Él únicamente se animaba cuando en el libro aparecía Nabopolasar, y ya te imaginas en qué se podía convertir esa ristra parlante, entre lo que salía por aquella boca.

–¿Y ahora qué tipo es? ¿Sigue locuelo, aturullado y obseso como dices? Porque si sigue así, era un peligro llevárselo de compañero de excursión a Estambul. ¡Igual se ponía a dar gritos contra el Islam, no?, en una mezquita.

–Quia, ahora se ha hecho muy compuesto y juicioso. Lo único que tiene es fanatismo por el fútbol, pero él acierta a no meterlo en todas las salsas. Además, que llevábamos a dos mujeres, dos amigas solteras y cuerdas que ponían en su ser las conversaciones. Lo único que le pasa a Manolín es que no quiere saber nada del pasado y de la historia. Dice que eso le frena a un tío. Que es como llevar un saco de cemento a la espalda todo el día y toda la vida. Y que cómo vas a correr en la vida si llevas un saco de cemento a la espalda. El pobre no puede comprender que Felipe Segundo soy yo. Y él, más Felipe Segundo.

Pero andaba por lo de «¿Para qué te ha servido a ti en la vida estudiar en el cole quién era Nabucodonosor?» Y yo le contesté que para saber de cuándo es la Cautividad de los Judíos en Babilonia. Y para fijarme en el salmo Super flumina Babylonis, aquel verano; o al siguiente… Y más tarde, para saber que yo sabía más latín que el ayudante de Portugués, que dijo Super illos flumina.

─Pues esta vez, con Manolín, hiciste el abusón, no sé si te das cuenta.

─Lo hice a posta. ¡Y todavía tuve misericordia!, porque no le conté que el ayudante de Portugués intentaba explicarnos qué estaba traduciendo Camões cuando dijo Sôbolos rios que vão.

─Bueno, pero a todo esto, ¿de Teglatfalasar, qué?

─¡Ah, sí, Teglatfalasar!, que nos lo hemos dejado en el camino, como moneda suya arrojada al polvo. Quién la pillara. Pues que con Manolín me hice el virtuoso para darle sopas con honda; pero que a mí también me ha durado mucho tiempo la cara insensata de todo este embrollo (Empezaron ellos). Porque desde el primer momento, desde el día en que me salió por primera vez en el libro, para mí Teglatfalasar era un tío muy puesto, con gafas de sol e incluso a veces disparando con una cámara fotográfica. De hecho, el nombre de Teglatfalasar, para mí, tenía unos chasquidos de máquina de retratar...

─¿Y eso te ha durado hasta hoy?

─No, tanto no, porque un día te viene a las manos una novela de Gonzalo Torrente, y un personaje dice que le van a hacer tanto caso como se lo pudieran hacer a Teklet-Pileser, ¡y tardas poco en darte cuenta de que es el mismo (pero sin gafas de sol)!, porque han cambiado los valores de las letras en las operaciones de trasliteración, ¿me comprendes?

─No, ahí ya no te sigo. ¿No te estarás haciendo el virtuoso también conmigo?

─No, hombre: quiero decirte que teglatfalasar para mí ya se ha vaciado de todo significado. Pero es verdad que siguen sonándome útiles entre las sienes otras martingalas superfluas de cuando yo era chico. Por ejemplo, ya me has oído alguna vez decir que doña Dulce y yo hacemos el numerito de Subiluliumma, que para mí es apartarnos uno a cada lado de la escalera, tendiendo la mano ambos, en invitación a subir primero.

─¿Y ya está? ¡Hombre, pero eso es demasiado fácil!

–¡Ah, pero a mi mente la divierte llamarlo así cuando lo revuelvo para entre mí! Lo que pasa es que hay otras piltrafas del tiempo antiguo que me dejan más perplejo, porque no me sirven para designar absolutamente nada. ¿Tú sabes qué puede significarte Salmanasar?

─¡Yo qué sé !, pregúntaselo a Manolín, ¿no irá un poco por los mismos rumbos que Nabopolasar?

─No, fíjate: todas las veces que lo evoco se me representa uno que es ‘Diestro con la Sartén Incendiada’, ¿tú lo ves?

─No, Perseo, tienes demasiado pocas cosas que hacer y yo demasiado muchas. Hasta que nos veamos otro ratito. Ya llego tarde a la Delegación. ─Éste que me ha hecho la caridad de una limosna conversacional es «un conocimiento del metro», como antes se decía y ya no se dice aunque siga habiéndolos: un día le pregunté en el trasbordo de Avenida de América si para tal estación me convenía ese puente elevado que construyeron sobre las vías con traza y pretensiones de Obra de Romanos, y él se quitó muy cortés los auriculares y me acompañó hasta mi final de trasbordo: me dejó sentadito en uno de esos descansaderos tras darme un poco de conversación, lo imprescindible, y él se fue a la Delegación. ¡Y desde entonces nos cruzamos siempre en el mismo trasbordo, y nos paramos un ratito en el puente romanamente!

¿Que no pasan esas frecuencias a plazo fijo?