XXII.

Hay ojos que se enamoran de legañas

El Oso Hormiguero vuelve a casa con el pan debajo del brazo como un termómetro para payasos de circo: el equivalente, en termómetro, de ese reloj despertador que se gastaban los toninos circenses.

El Oso Hormiguero abre su portal con su llavín, sube a su primer piso y le está esperando su amante esposa, que es una señora guapetona pero demasiado sabihonda, y no se sabe cómo semejante prenda pudo elegir casarse con semejante animalejo, pero en estos casos siempre hay un Don Perfecto que te da en las narices con un aforismo viejo:

–¡Es que hay años que se enamoran de legajos!

–¡Entonces como yo!, que estoy enamorado de un dossier de la Biblioteca Nacional, y no le veo el fin a mi trabajo.

En fin, para no desbarrar más, vuelvo a mirar a la casa del Oso Hormiguero, que se ha quitado ya la ropa de calle, y veo a la Pajarita de las Nieves de su señora que se ha puesto en la terraza a ateclar las plantas. Doña Pajarita de las Nieves es pedante de macetas, lo cual es un colmo bastante subido.

Como me estomaga lo indecible, vuelvo el catalejo ─es un decir─ al hueco de al lado de su inmueble: es que toda esa hilera de casas era una dentadura perfecta, hasta que dieron en derribar la casa de en medio, y se ve por el hueco lo alegre que se ha vuelto ese patio, ahora que, sin edificio que cierre el paso a la luz, se bañan en luminosidad las habitaciones y ventanas antes condenadas al aire marchito. ¡Todas las cortinas apartadas a los lados!, en todos los pisos. ¿Desde cuándo no disfrutaban de una alegría así? Con todo, ya antaño había ventanas compasivas que se asomaban al fondo de aquel patio con ánimo dispuesto a tener piedad de ese suelo que nunca fue «el santo suelo». Hubo ojos enamorados de legañas.