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El maestro Ciruela, 2, 'La fruta en la mano'

A veces te pasa que tienes una historia bonita que contar y, si te descuidas unos cuantos años, al ir a tirar de ella te quedas con el rabillo en la mano. Una bonita historia de amor ─no la de la Jurisperita y el Mostagán─ que me contó mi amiga la Amparitxu y que yo anoté en una hoja volante muy bien guardada. Tan bien guardada que cuando fui a tirar de historia todo se había evaporado y no quedaba más que un verso latino: Et púeri púer nótos índue uúltus. A esto le llamo yo el rabillo de la fruta. Y a mi narrador desolado, el Señor Cuervo, por otro nombre Monsieur du Corbeau.

Pues el señor Cuervo, cuando llegó a su madura edad y le pasó lo que digo, estaba paseándose muy melancólico por el puente del Eresma a la altura de San Pedro Abanto, y hacía buenísimo porque había habido tormenta la noche anterior, y pedrisco la mañana antes, y corría el Eresma un poco atropellado por aquellas alamedas. Todo eso había atemperado la calima de otros días. Lo cual que Monsieur du Corbeau paseaba puente arriba y puente abajo mirando la corriente y los arbustos de la orilla, que a veces brotaban arriscados en el arranque mismo de los tajamares y subían ofreciendo su frutilla hasta el repecho: uno de estos era una acerola, que Cuervo intentó arrancar y se quedó con el rabillo en la mano, mientras la frutilla esférica y picada de granizo caía al remolino del Eresma. Y como personaje de fábula que era (sólo que indigesto, demasiado indigesto), se puso a reflexionar: «Qué pena de historia. No tengo ni idea de lo que pasaba con «el niño-del-niño» en el verso latino. Pero ni idea. Lo único que se le ocurre a mi cabeza entorpecida es que a esa figura de poner una palabra en sus varios casos se la llama poliptoton. Qué tontería de nombre, encima, por si algo le faltaba a mi aflicción. Politonto, que es lo que yo soy. ¡Y las cosas de la naturaleza, tan frescas y cantantes, como si no hubiera granizado a lo bestia sobre ellas! Es que el granizo también es naturaleza, nescio!, que es como nos llamábamos unos a otros en aquel curso».

Voy al grano, no sea que me pase a mí lo que al señor Cuervo, dueño de la historia olvidada.

Pues esto es que la Amparitxu, una mujer cuadrada, fornida y sonriente como buena vasca, era ya así de grandona cuando hacía Pre-U-letras, y se sentaba en clase ─eran pocos─ al lado de un niño pequeñito, sonriente y desconcertado, rubiales él, que cuando parpadeaba con perplejidad parecían las rubias pestañas como la lluvia de verano sobre el rastrojo reciente. Yo también estaba en la misma aula, claro, pero la Amparitxu me trataba de igual a igual, mientras que al rubito desamparado le hacía objeto de cariños verdaderamente maternos: que lo veía yo cuando íbamos los tres camino de casa (cerca vivíamos los tres, unos de otros: en cerco las casas); en clase, y antes y después, no se estilaban entonces ni se permitían acercamientos cariñosos ni toqueteos confianzudos. De modo que la Amparitxu y el Carrasquilla en aquel Pre-U-letras, y yo dos pupitres detrás, con un ojo en el libro y otro en la parejita.

Mucho más tarde yo sí he tenido en clase parejitas así, y, como era mucho más tarde, en mi clase por lo menos el rubiales pequeñín se acogía como un koala en el regazo y pechera generosa de la compañona de turno. Yo alguna vez fingí, cuando estaban desa guisa en clase, hacerles una foto inventando una cámara con las manos, el movimiento y el clic; ellos dos, tan plácidos: era su manera y posición de atender en clase, y había que dejarlos, ¡para una vez que sí estaban «al loro», como ellos decían!...

En fin, por no cansar, a la Amparitxu ya adulta y profesora de Latín en un colegio, le salió por otro costado una clase particular de lo Mismo a un mocete al que se le había atravesado el Libro Primero de la Eneida en su cole, y los padres se habían ido a buscarle pan de trastrigo por otro lado ─las clases particulares de la Amparitxu─, a ver si no le volvían a revolcar en la prueba de Suficiencia ésa, que es que era el chico un poco morral, aunque de muy buena condición... ¡Y resultó ser mi alumno rubiales, El Koala, que para hacer el Pre-U se había ido a otro centro mas mejor que no el mío!

─Pero cómo, ¿todavía andaban en el pre-u a vueltas con el libro primero de la Eneida? ¡Qué pesados!, ¿y qué año dices que era eso?

─Pues debió de ser el Setenta y Dos o por ahí. Y como la Amparitxu y yo habíamos seguido viéndonos y frecuentándonos y algo más que eso, pues en una de aquellas conversaciones ella me volcó todo en el plato:

[Hay dos puntos y aparte, como para scodellare dentro lo scodellato, pero de golpe me he quedado en blanco.]

[Meses después: ya me ha vuelto el acuerdo, na máj que me da vergüenza lo que me toca escribir. Los curiosos letores perdonarán si me embarco en un excursus que me lleve al hilo.]

Digo, pues, que una noche de ésas estaba yo preparando mis clases al pre-u, y nos tocaba que no sé quién daba chillidos desgarradores en un edificio de la acrópolis troyana, et tectum omnem implebat, era finales de mayo y ya hacía bueno hasta por la noche, tenía yo abiertas todas las ventanas de casa y a esas dos de la madrugada se puso a venir un lamento de voz decrépita in crescendo. Era la doña Petra, viuda de militar, la cual doña se conoce que estaba desesperada de la vida de vieja y sola, y voceaba que quería tirarse por la ventanita más estrecha de su habitación. «¡Pero no quepo!», añadía llamando al sereno para que a suicidarse la ayudase. Al vocerío se despertó mi hermano menor y me preguntó que qué pasaba en lo que soñando estaba. Digo yo: «Nada, la doña Petra, que se quiere morir, vuélvete a la piltra», porque entonces la joventud nos gastábamos tan poca caridad por fuera con todo el mundo. Otra cosa era por dentro. El hermano me hizo caso y me quedé yo otra vez a solas con mi rebumbio mental. «La viuda del militar quería morirse y lo anunciaba a chillidos, et tectum omnem implebat»: como siempre pasa cuando estás trayendo y llevando un texto, «el cuento habla de ti». ¡Y dice la Amparitxu que a ellos dos también los fotografió la máquina del texto!, porque estaban traduciendo en plan estaciones del viacrucis aquello de Venus a Cupido, «Tú coges y por una noche sola adquieres como niño esas conocidas facciones de niño, y te prestas a que la reina de Cartago te admita a su lado como el pequeño Iulo». A duras penas había conseguido que entre El Koala y ella amontonasen este montonciello de trigo limpio y presentable; eso me decía ella; que lo que es el rubiales no daba señas de comprender gran cosa; pero algo se le debió de desencadenar por dentro, como en reloj de pared que se dispone a dar las campanadas, y hete aquí que anunció:

─Pues la otra noche en la tele echaron una cosa de teatro que se titulaba igual y que...

─Pero igual ¿cómo?

─Pues esto del «niño del niño», vamos, quiere decir, que estaban la seño y su alumno traduciendo ¡esto mismo!, debe de estar de moda, y era que la seño y el chico estaban enamorados sin que se enterase el autor...

─¿El autor de la cosa de teatro, o el autor latino?

─Los dos, creo─. Aquí se verá qué luces naturales tiene El Koala. ¡Pero se mete en casa!, porque dice Amparo que mientras eso le contaba le echaba unas miradas incendiadas que venían a querer decir precisamente que «el cuento habla de nosotros».

Le decía yo a ella: «Pues el rubiales no es ningún niño, ¿qué años tendrá el rubiales?, ¿diecisiete?

─¡Y los que anduvo a gatas! Pero en esa clase él quiso hacerse el muy niño, a ver si había asunto conmigo. ¡Está bueno él! Mira, y me ha salido en los dos sentidos: lo que pasa es que continuamente se muerde las uñas, de donde resulta que cuanto más se acerca más huele a saliva. Por eso a mí me dio la risa y nada podía decirle a él: ‘Entonces, ¿él sería Cupido? ¡Sí, es Cupido escupido!’, y nada, que no podía salir de ahí.

«Y al cabo, ¿de quién era la ‘cosa de teatro’? ¿Te lo dijo?»

─Ahí tiene el chico otro nudo de memoria, porque lo único que pude sacarle es que ‘de uno que se llama Antonio Herrero... o Antero Erróneo, o no sé cómo’.

«Oye, pues tampoco le falta maldad al muchacho, ¿eh?, y te creías que se chupaba el dedo.»

─No, si también se chupa el dedo. El pulgar, por más señas, cuando está pensándose la respuesta.

«Total, que es una alhaja. No tuve ocasión yo de indagar tanto cuando lo tenía en mi clase.» Nos quedamos callados los dos, y como ya teníamos de antiguo la experiencia de deshacer coyunturas tan comprometidas, la bocca mi bació tutta tremante. ¡Cuánto hacía que no nos besábamos la Amparitxu y yo! Detrás vino, como antaño, un amasarnos con sabiduría, que ya teníamos edad para ser expertos, y esta vez yo pude aportar un lema a situación tan antigua, pues veis que hay de amase a amarse / una letra solamente. De donde resultó darnos cuenta de que aún tenían lumbre nuestros cansados corazones.

También esta vez tuve la fruta en la mano. La fruta madura de la Amparitxu. Y no se me frustró como otras veces. Qué sabios nos hemos vuelto.