Perséfono

Digresiones en caída libre


por Luis Cañizal de la Fuente

Monserga previa

QUINTO POETA.- ¡Cuando yo era niño!...

CALÍGULA.- (A gritos.) ¡Pero bueno! ¿Qué tendrá que ver la niñez de un imbécil con el tema propuesto? ¿Quieres decirme qué tiene que ver?

(Albert Camus, Caligula, acto IV, escena XII.)

A lo primero no se ve ni se oye nada, solo se huele: un olor a madera muy rozada (¿o muy rezada?) y a almendras desnudas. Y a cera irritada: puede ser cera del entarimado o cera de la que arde.

Basta! Basta! Che tutte le tue note sono pesanti! –casi ladró Mauro ante mi enésima parada por el centro de Milán, a escribir en la libreta, pasmado a la vista del monumento de turno.

¡Ja!, pues Mauro no había oído disertar a Torrente Ballester cuando era viejo (no sé si siempre, empezando por sus clases, se trajo esas pausas entre frase y frase; pausas en las que parecía chupar el hipotético caramelo que en la boca llevase), quiero decir que gastarse estas calmas en el coloquio es virtud de viejos, sí señor, de viejos que con la edad han aprendido que hay que ser cautos en las palabras que uno se deja decir.

Pero me parece que ya he estropeado el efecto del arranque. Voy a seguir, y así se comprenderá que no quería ser tan afectado como parecería. El caso y ello es que cuando uno está(ba) arrodillado en un banco de la ermita, la tendencia era a no mantener erguida la cabeza, sino a posarla sobre los nudillos, y a cerrar los ojos: penumbra llama a penumbra, y todo lo que estoy describiendo no es por beatería de viejo temeroso de las postrimerías, sino que cuando ya sabes las mañas de que un viejo dispone, te das cuenta de que descansa más la posición de rodillas que sentado. De verdad.

Así que hete aquí que has entrado, oh anciano, en la ermita que abierta de par en par estaba, te has ido a los atrases y te has puesto a descansar como dejo descrito. Y en esa posición y ojos cerrados, ¿a qué huele?, que es la única percepción que tienes. Hay un olor tibio y dulce a la madera cercana del banco, madera de pino, y a la cera de las velas que están encendidas allí cerca. Lo que los beatos llamaban meditación, se conoce que lo producía la postura, el lugar y el mismo banco, porque en semejante actitud va destilando mi cabeza el siguiente hilo mental.

¡Buena la hizo el que dijo, no sé quién era, que la patria del hombre es su niñez! Buena la hizo. Porque arrimándose a ese dicho, todo perro viejo empalaga al que se ponga a tiro, contándole ocurrencias, creencias y sucedidos de cuando él era chico. Y es casi hasta repugnante oírnos a los viejos referir extasiados ciertas niñerías propias. Puede llegar hasta a ser obscena esa adoración. Lo sé. Pero procurando corregirme el pulso, he ido echando a ciegas en esta especie de fichero cerrado ─iba a decir «de urna marmórea impenetrable»─ los fragmentos desprendidos puntualmente de una memoria que fue buena y que ya se desmigaja. Iba a decir «se desmorona», pero me he acordado de lo que ponderaba una colega mía en la sala de profesores: que sus alumnos escribían «se desmorrona», y que tenían razón, porque desmoronarse (y ponía una voz con festón) es una cursilería.

Además, esto no va a ser, no quiere ser una exudación del género memorias. «Memorias» siempre atrae a su homófono «me moría». ¡Lagarto, lagarto! Meigas fora! Esto va a ser una sucesión de viñetas en que la dosis de ficción pretende tapar las caries del recuerdo, y perdón por la metáfora guarra. Quiero decir que si en estas secuencias se ve algo que recuerde demasiado crudamente la vida «de techo bajo» que llevábamos en los años ’50, ruego al lector que lo achaque a necesidad de fingir; y que en cambio coja la fruta todavía fresca del arbolejo al que nos subíamos. ¿O es que el de on-line no es lector?

Madrid, 25 de enero de 2018.