Desde el pasado 27 de mayo y hasta el 6 de junio, España está de luto oficial por las víctimas mortales que ha dejado a su paso la epidemia del coronavirus. ¿Cuántas? No se sabe. Aunque parezca mentira con los medios tecnológicos de que disponemos. No se sabe. Entre todos estos miles, ¿cuántos ancianos? Tampoco se sabe.
Me quedo hoy con el dolor por estas personas mayores, madres y padres que en su juventud afrontaron una guerra y sobrevivieron; afrontaron tiempos de hambre y sobrevivieron; afrontaron una vida de trabajos duros y sobrevivieron. Cuántas angustias silenciadas para no transmitirnoslas a los niños que éramos; cuántos cálculos hechos en el silencio de la noche porque no había para comer; con cuánto ahínco nos ofrecieron educación y ánimos continuos para convencernos de la importancia del saber como medio para salir de su ignorancia y sufrimiento.
De sus bocas han salido mil historias de amor a los nietos, sonrisas ante el bienestar de los hijos, por los que ellos tanto han luchado. Sus manos estaban arrugadas por los años y curtidas en mil batallas para dar vida, y vida en abundancia, a sus seres queridos.
Pero se han ido, muchos de ellos solos. Otros de manera imprevista, a veces con prisa. “No me lo puedo creer”, “pero si el otro día estuvimos juntos y estaba bien”... así cada uno podemos desgranar palabras que ahora se agolpan en nuestra boca y aturden nuestra alma.
Por momentos se nos pueden venir a la mente las palabras del libro de las Lamentaciones: “me han arrancado la paz, y ni me acuerdo de la dicha” (Lam 3,17), tan dolidos hemos podido quedar. Pero también nos recuerda el profeta Daniel (12,3) que “los maestros brillarán como brilla el firmamento, como estrellas, perpetuamente”. Y los abuelos eran maestros de vida. Entonces el llanto se abre a la esperanza: porque descubrimos emocionados sus palabras, sus atenciones, sus desvelos, sus caricias; nos inundan los recuerdos de sus sonrisas, las sugerencias. Es verdad abuelos: habéis sido maestros sabios.
Avanzamos cuidando la esperanza y descubrimos que San Pablo en su Carta a los Romanos (14,7) escribe que “ninguno vive para sí, ninguno muere para sí”. Y ¡qué verdad tan grande es!. Los abuelos han vivido así: para los demás. Por eso nos desborda este vacío inesperado, y la pena de no haber podido ni obsequiarlos con una caricia última. Nada. ¡cuánta pena! y !cuánto gozo! por esa vida dada. Además añade San Pablo que “ninguno muere para sí”. Y vuelve el orgullo del ser querido a nuestras mentes, retomamos las bondades que enumeramos en listas interminables. Su muerte no es inútil. No puede serlo. Gracias.
Junto con los demás que comparten el dolor, nos sentimos cercanos, recuperamos el aliento y las palabras de Mateo (5,4): “dichosos los afligidos porque serán consolados”.
Querido Dios: que estos cuerpos que han pasado a nuestra madre Tierra hagan germinar vidas nuevas, soñadoras, llenas de coraje, decididas y luchadoras, profundamente humanas. Que su recuerdo no sea una ilusión sino manantial de vida para saciar nuestra necesidad de justicia y paz. Y, pese al dolor, gracias. Gracias por tener una familia donde ha habido maestros de vida.