Textos UD 1. La crisi de l'Antic Règim: la Revolució Industrial i la Revolució Francesa

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PAISATGE AMB FIGURA

L'enginyer Pearson al Tibidabo

El 7 de maig del 1915 un torpede alemany enfonsava l'imponent Vaixell Lusitania, Es va repetir la història del Titanic i les costes d'Irlanda van engolir un vaixell suposadament insubmergible. Hi van morir 1.195 persones, entre les quals, l'enginyer de Massachusetts Frederick Stark Pearson, l'home que va portar Catalunya al segle XX. Tot va començar l'11 de juliol del 1911, quan l'empresari tarragoní Emili Montañés s'emportà Pearson al cim del Tibidabo i li mostrà un bé de déu de xemeneles,

LA PERLA CATALANA

Pearson va saber interpretar els Senyals defum de les fàbriques que esperaven l'arribada de l'electricitat i la interConnexió amb la Capital per mitjà del ferrocarril. A les seves memòries, el tarragoní explica que Pearson, després d'escoltar atentament les explicacions, li va posar la mà a l'espatlla, se'l va quedar mirant fixamenti li va dir una frase que canviaria per sempre la història recent de Catalunya: "Montañés, de perles com aquesta ja gairebé no en queda cap al món. Em quedo amb l'assumpte", Dos mesos més tard fundava a Toronto la Barcelona Traction Light and Power, Company Limited, la mítica Canadenca. I l l'any següent començaven les obres del canal de Seròs.

ANNA SAEZ

Article revista Sàpiens, núm. 185.set. 2017, pà. 62.

CAB 1918 Pearson Frederick Stark.jpg

La Revolució Industrial

LA DESIGUALTAT INHERENT AL CAPITALISME. Genís Barnosell (Mirador / Història) Ressenya crítica del llibre de Gonzalo Pontón. La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona, Ed. Pasado y Presente, 2016, 850 pp. A la revista L'Avenç núm. 432, març 2017

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LA «FÁBRICA DE ESPAÑA»

El día 20 de mayo de 1888 se inauguró en Barcelona la Exposición Universal con la presencia de la reina regente y su hijo, de Sagasta con parte de su gobierno y de una nutrida delegación extranjera. Era la primera de las exposiciones universales que se celebrarían en la España contemporánea y, para el caso español, tuvo una trascendencia análoga a la que había tenido la exposición de 1851 celebrada en Londres en el Crystal Palace, que fue modelo de tales acontecimientos para futuras exposiciones en todo el mundo. Si con ocasión de esta última se

había puesto de manifiesto que el Reino Unido era el «taller del

mundo», con el evento barcelonés se comenzó a percibir lo que,

—muchos años más tarde, permitiría definir a Cataluña como la

“fábrica de España”. La celebración, que tuvo algo de improvisada y dejó abundantes deudas, sirvió sin embargo para reforzar la especial relación que la burguesía industrial y comercial catalana mantenía por entonces con el régimen de la Restauraciónnon como demuestra la composición del comité organizador,

el que estaban el banquero Girona, el empresario López Bru, del marqués de Comillas, o los políticos conservadores Durán y Bas y Ferrer-Vidal, además del alcalde de la ciudad, Rius i TauIet. Fue la presentación en sociedad, en el marco de la Euro­pa mediterránea, de una ciudad y una economía industrial que destacaban claramente en el contexto de un país todavía rural poco urbanizado y mal comunicado interiormente. No tuvo la brillantez de las exposiciones de París, que conmemoraba el centenario de la revolución (1889) o de Chicago (1893), definida como «colombina», pues ningún hecho singular centraba el discurso interno de la feria catalana. Tampoco el monumento a Colón erigido en el puerto barcelonés es comparable a la parisi­na torre Eiffel inaugurada un año más tarde, pero la dimensión de la Exposición catalana da la medida de la relevancia que ha­bía alcanzado Barcelona como una ciudad europea, aunque to­davía fuese una pequeña urbe que no alcanzaba el medio millón de habitantes.

La Exposición y el optimismo social que la rodeaba se con­virtieron., además, en tema literario de mucho aliento. Hubo Juegos Florales y visitantes ilustres, como Galdós, Menéndez y Pelayo o la Pardo Bazán. Un novelista coetáneo, Narcís 0ller. que hizo de anfitrión de algunos de los escritores que visitaron la Exposición, reflejó aquel ambiente en una de sus obras, La febre d’or, crónica del entusiasmo desatado en los negocios barce­loneses desde la fiebre bursátil de 1881. Un siglo más tarde, un personaje de ficción, el Onofre Bouvila de la novela de Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios, recrea aquella experiencia como el principio de una exitosa carrera de ascenso social y de enriquecimiento personal no siempre escrupuloso. En ambas el relato se construye como una metáfora de la Cataluña triun­fante, burguesa e industrial.

La idea de la Exposición fue presentada en Barcelona en 1886 por el periodista Serrano Casasnovas, que tenía un conocimien­to directo de certámenes realizados en diversas ciudades europeas. Los preparativos para su celebración, que habían, comenzado tímidamente en medio de fuertes críticas de la prensa,

aceleraron durante los meses anteriores a la inauguración, con una actividad febril de construcción de edificios, apertura de calles y erección de monumentos singulares, obra de algunos los arquitectos más influyentes de la época, como Lluís Do­mènech i Montaner, que diseñó el celebrado —y luego derribado- Hotel Internacional. El viejo parque de la Ciudadela, símbolo de política anticatalana de Felipe V que había sido recuperado la ciudad en tiempos del gobierno del general Prim, fue el centro de las actividades de la Exposición, a la que se entraba bajo un Arco de Triunfo que todavía se conserva. Además, las iras realizadas acercaron la ciudad al mar con nuevas avenidas como el paseo de Colón, en el que se levantó un monumento al descubridor del Nuevo Mundo. Era la constatación de la estre­cha relación que Cataluña mantenía con América a través de la presencia de muchos de sus empresarios y comerciantes en las Antillas, especialmente en la isla de Cuba, origen de tantas for­tunas catalanas en el siglo XIX.

La calificación de Cataluña como la «fábrica de España» fue acuñada un siglo más tarde, por el historiador Jordi Nadal. Quería decir con ello que en la geografía industrial de la España del siglo XIX, la posición de Cataluña había logrado una concentración de establecimientos y actividades manufactureras que la colocaban

en una posición de privilegio en algunos sectores y de hegemonía casi monopolística en otros. Desde el arranque industrial que había tenido lugar en las décadas centrales del siglo, el sector textil catalán, basado en el aprovechamiento del algodón como materia prima y en una notable innovación tecnológica, ya ejercía un papel de liderazgo en el mapa de la industrialización española. Pero sus posiciones relativas mejoraron claramente en el último tercio de aquella centuria, con un avance muy significativo entre los años setenta y los noventa, gracias a la aparición de otros sectores industriales que, sumados al textil, hicieron del Principado catalán uno de los grandes oasis industriales de la España decimonónica.

De acuerdo con las estimaciones del propio Nadal, el PIB industrial catalán «se ha multiplicado por 20,8» en el periodo comprendido entre 1844 y 1935, siendo una de sus fases más decisivas la correspondiente al periodo 1870-1880, justamente la que se sitúa en la antesala temporal de la Exposición Universal. En términos comparativos, el crecimiento de la intensidad industrial catalana fue del doble de la española (incluida en ella la catalana) en el mismo periodo. Esta aportación catalana a la riqueza industrial española se fundamentaba en varios pilares. El primero y más relevante, el textil algodonero, que fue la base de la moderna revolución industrial española. La importación de algodón no dejó de crecer durante todo el siglo XIX, pasando de menos de diez mil toneladas anuales hacia 1848 a unas setenta y cinco mil hacia 1900. El destino del algodón eran los talleres fabriles catalanes, que consumían el 95 por 100 de la fibra importada por el puerto de Barcelona. La hegemonía del algodón tuvo efectos directos sobre las tradiciones industriales a otras regiones españolas, corno Valencia, Castilla la Vieja, Andalucía o Galicia, que habían mantenido hasta mediados del siglo XIX una importante actividad textil en los ramos de la seda, La lana, el cáñamo o el lino.

El segundo pilar en que se basó esta «fábrica de España.» fue el dominio del mercado interior ejercido por la producción manufacturera catalana, que bloqueó progresivamente la de los otros núcleos regionales y evitó la competencia exterior, especialmente la británica. El tendido de líneas de ferrocarril y una política arancelaria de tendencia proteccionista fue esencial para la cobertura de los mercados interiores por parte de los productores de paños de Cataluña, tanto de algodón corno de la. Pero también fue importante la atención prestada por las grandes empresas textiles a la comercialización de su producción, la cual se asoció con frecuencia a la figura del viajante catalán, con su maleta repleta de muestrarios y una amplia cartera de pedidos, que se generalizó a partir de 1870. Él fue la piedra angular de la comercialización de los tejidos de algodón catalanes desde el último tercio del XIX hasta los años del franquismo, a juicio de recientes investigaciones que confirman la vieja intuición de Vicens Vives que los vinculaba con la difusión del ferrocarril. El tercer pilar fue la enorme capacidad de atracción que la industría catalana ejerció sobre la actividad manufacturera de otras regiones, fuese o no del sector textil. El resultado es claro: a la altura de 1900, el 56, 8 por 100 de todo el sector textil español estaba concentrado en las provincias catalanas, con el centro de gravedad en la ciudad de Barcelona y su área de influencia en la comarca del Vallés (Terrassa, Sabadell), que reforzó su especialización en la producción lanera. De las 20 primeras ciudades industriales españolas de finales del siglo XIX, las once primeras son catalanas (y ocho de ellas, de la provincia de Barcelona):

La concentración también tuvo lugar en otros sectores. La industria de la seda levantina se fue «catalanizando», mientras que la producción de lienzos de lino de origen gallego decayó por razones técnicas, además de las comerciales. Incluso un sector como la fabricación de cueros, en el que las curtidurías gallegas habían logrado una posición de privilegio en el conjunto de la península en la primera mitad del siglo, acabó desplazándose hacia Cataluña. La condición de Cataluña como la «fábrica de España» nunca fue más apropiada que durante el periodo de la Restauración. Corno ha advertido Jordi Nadal en su análisis de la distribución regional de la industria española a partir de las Estadísticas administrativas de la contribución industrial y de comercio, «en 1856, Cataluña sobresalía en el trabajo del algodón y de la lana, Andalucía en el del cáñamo-lino y Valencia en el de la seda. En 1900, el dominio catalán es aplastante en todas las especialidades». De todas las actividades industriales españolas de finales del siglo XIX, el sector textil era el que presentaba un mayor grado de concentración en su localización geográfica, por encima de otros como el metalúrgico o el papelero.

La especialización industrial catalana marca una de las características más notables de toda la industrialización española, como fue el predominio de industrias de bienes de consumo sobre las de bienes de equipo. A la altura de 1900, el peso sectorial relativo de h industria de consumo era más del doble del que representaban la industria pesada y de construcción mecánica, de acuerdo con el «índice de Hoffman» (49 por 100 frente a 22 por 100). Se trataba por tanto , de una industria que era mucho más intensiva en trabajo que en capital, lo que explica el enorme aumento del número de los trabajadores industriales, todavía a medio camino entre su tradición artesanal y su condición de operarios fabriles. En todo caso, algunos otros sectores industriales mantenían una importante actividad en el área de producción de bienes de consumo, como era la variada gama de industrias alimentarias, desde las conservas de pescado a la fabricación de destilados (vino, aceite, caña de azúcar) o la molturación de granos. La industria harinera alcanzó un gran desarrollo en Castilla la Vieja, aunque a finales de siglo se había extendido también a Cataluña, tras la crisis triguera finisecular (19,4 por 100 de la cuota fiscal de este sector en. 1900 se pagaba en el Principado, frente a un 20 por 100 en Castilla). La industria conservera de pescados se asentó de forma especial en las rías gallegas (sobre todo, en Vigo), mientras que Andalucía tuvo en los destilados de vino uno de sus pilares industriales.

Más allá de esta posición específica de Cataluña en el seno de la industria española de finales del siglo XIX, lo que conviene subrayar es justamente el carácter regional del proceso industrializador, que no se reduce únicamente a las provincias catalanas. Una visión de conjunto de la industria fabril hacia 1900

muestra que la participación regional en el PIB español es muy desigual, con cuatro grandes polos de referencia, que son Cataluña,Valencia, Andalucía y el eje cantábrico de Asturias-País Vasco. Lo que sucede durante la segunda mitad de la centuria se caracteriza por la concentración de los establecimientos industriales. Aunque los procesos industrializadores suelen ser, en las primeras fases, hechos fuertemente regionales, en España se produce asimismo un cambio de localización, desplazándose claramente la intensidad industrial desde el sur andaluz (Málaga, Antequera, Sevilla) hacia el norte cantábrico y la orla mediterránea, en la que Valencia sustituye a Andalucía en intensidad industrial a finales del siglo XIX, con algunas ciudades especialmente activas, como Alcoi o Elx. Las razones que explican esta concentración de la actividad industrial son muy variadas, desde las estrictamente técnicas o energéticas, hasta las relacionadas con decisiones políticas o con la formación de un mercado interior.

El equipamiento industrial andaluz, que había sido muy notable en la primera mitad del siglo XIX en el entorno de las ciudades de Málaga y Sevilla, comenzó a declinar a partir 1860 en su sector más puntero, que era el siderúrgico, que se desarrolló en parte con el empleo de carbón vegetal, mucho más caro que el mineral. La explotación más intensa de los yacimientos de mineral en Asturias facilitó el trasvase a esta región de la primacía industrial de la siderurgia, con fábricas en Mieres y La Felguera (Pedro Duro) que, entre 1860 y 1880, sentaron las bases de la industrialización asturiana. Finalmente, desde 1880 se

produce la transición de la tradición ferretera vasca hacia una.: moderna industria siderúrgica, con su base principal en la de Bilbao y su entorno más cercano. Gracias a los beneficios: acumulados por la exportación de mineral de hierro extraído de las minas de Somorrostro, familias capitalistas vizcaínas (Rivas: Ybarra, Chávarri, Gandarias, Urquijo), en unión de algunos empresarios catalanes, fundan varias empresas que, en 1902, confluyen en la constitución de Altos Hornos de Vizcaya, empresa que producía entonces dos tercios del total de lingotes de hierro fabricados en toda España. Si el algodón hizo de Cataluña una: fábrica de España, el hierro hizo lo propio con el País Vascos donde se combinó la explotación de ricos yacimientos mineros con la fundición en altos hornos. “El hierro es el pan de Bilbao” llegó a decir el cronista viajero Julio Camba.

La transición de la hegemonía siderúrgica desde Asturias al País Vasco, que tuvo lugar en esta- época, constituye uno de los capítulos más interesantes de la geografía industrial española. La clave explicativa no està tanto en la ausencia de capitales como en la calidad de las materias primas empleads y, sobre todo, de los circuitos comerciales creados por la demanda internacional del mineral de hierro de Vizcaya. El carbón asturiano era caro y de baja calidad pero, por otra parte, las minas de hierro vizcaínas producían un mineral no fosfórico, una rareza compartida con minas sitas en Suecia, que era el más adecuad para la fabricación de acero con el procedimiento técnico conocido como el convertidor Besserner que, además, permitía un importante ahorro en el consumo del carbón. Esto favoreció una exportación masiva del hierro vizcaíno hacia las fábricas de Gran Bretaña y una importación de retorno de carbón de Gales, más barato que el asturiano.

Esta oportunidad y el bajo coste de la mena vizcaína para los altos hornos de la ría de Bilbao —que compensaba los gastos de importación del carbón— condujo de forma rápida a una hege

monía de la siderurgia vasca sobre la asturiana, dado que su promedio de costos de producción era muy inferior al que lograban las fábricas de Asturias. Se reproducía de otro modo el proceso mediante el que la siderurgia asturiana había sustituido a la andaluuza, gracias a su reducción de costos con el empleo de carbón eral en vez del vegetal que usaba la fábrica malagueña de La Infancia. En suma, que un posible y fecundo «eje Gijón-Bil­bao- fue sustituido por un «eje Bilbao -Cardiff» —ha advertido Nadal- de modo que la industria siderúrgica del norte de España acabó por separar, más que unir, los destinos industriales de Vasconia y Asturias.

Quizá por este predominio del componente exportador de la ría vizcaína y, desde luego, también por la baja demanda interior de productos siderúrgicos, la producción de hierro y en España se hallaba a considerable distancia de la de

los países, a pesar de las buenas condiciones que reunía la ría

Bilbao para el desarrollo del sector. Hacia 1900, la producción de lingotes de hierro y acero en España era casi cuatro veces menor que la de Bélgica y nueve veces menor que la de Francia. El consumo de productos siderúrgicos en España, aunque era en relación con la capacidad de producción de la industria estaba bloqueado por la importación de maquinaria para sectores industriales o de material para el ferrocarril. Esto explica las presiones corporativas que, hacia finales de siglo, se

manifiestan entre los industriales vascos para lograr una protección arancelaria que convergió con los intereses agrarios e incluso con los textiles.

Ramón Villares – Javier Moreno Luzón. Restauración y Dictadura. Historia de España vol. 7. Ed. Crítica / Marcial Pons. 1ª ed. 2016. 760 pp. Pp. 123-131.

En consecuencia, la Convención nacional proclama ante el mundo entero y bajo los ojos del legislador inmortal, la siguiente declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Art. I. El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, y el desarrollo de todas sus facultades.

II. Los principales derechos del hombre son el de subvenir a la conservación de su existencia, y la libertad.

III. Estos derechos pertenecen por igual a todos los hombres, cualquiera que sea la diferencia de Sus fuerzas físicas y morales.

La igualdad de derechos ha sido establecida por la naturaleza. La Sociedad, lejos de intervenir en ello, no hace sino preservarla contra el abuso de la fuerza, que convierte la igualdad en una ilusión.

IV. La libertad es el poder que el hombre tiene para ejercer a su gusto todas sus facultades. Su norma es la justicia; sus límites, los derechos de los demás; Su principio, la naturaleza, y su salvaguardia, la ley.

V. El derecho a reunirse pacíficamente y el derecho a manifestar Sus opiniones, ya sea por medio de impresos, ya sea por cualquier otro medio, Son consecuencias necesarias del principio de libertad del hombre. Tan es así, que la necesidad de enunciarlas Supone o la presencia o el recuerdo reciente del despotismo.

VI. La propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano de gozar y de disponer de la porción de bienes garantizada por la ley.

VII. El derecho de propiedad está limitado, como todos los demás, por la obligación de respetar los derechos de los otros.

VIII. Este derecho no puede perjudicar ni a la Seguridad, ni a la libertad, ni a la existencia, ni a la propiedad de nuestros Semejantes.

IX. Todo comercio que viola, este principio es esencialmente ilícito e inmoral.

X. La Sociedad está obligada a garantizar la subsistencia de todos sus miembros, ya sea procurándoles trabajo, ya sea asegurando los medios de existencia de aquellos que no están en condiciones de trabajar.

XI. Los ciudadanos que tienen cubiertas abundantemente Sus necesidades están obligados a ayudar a aquellos otros que carecen de lo necesario. Pertenece a la ley determinar el modo de que esta deuda debe ser satisfecha.

XII. Los ciudadanos cuyas rentas apenas excedan de lo necesario para su Subsistencia serán dispensados de contribuir a los gastos públicos. Los demás están obligados a sostenerlos progresivamente, en proporción a sus recursos,

XIII. La Sociedad debe favorecer con todo su poder los progresos de la razón pública, y poner la enseñanza al alcance de todos los ciudadanos.

XIV. El pueblo es soberano: el gobierno es su obra y su propiedad, los funcionarios públicos son sus empleados.

El pueblo puede, cuando lo desee, cambiar su gobierno y destituir a sus mandatarios.

XV. La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad del pueblo.

XVI. La ley es igual para todos. XVII. La ley sólo puede prohibir lo que es nocivo para la sociedad. No puede, sin embargo, ordenar lo que es útil.

XVIII. Toda ley que viole los derechos imprescriptibles del hombre es esencialmente injusta y tiránica: no es una ley.

XIX. En todo estado libre la ley debe, sobre todo, defender la libertad pública e individual contra el abuso de autoridad de aquellos que gobiernan.

Toda institución que no suponga al pueblo bueno y al magistrado corruptible está. viciada.

XX. Ninguna parte del pueblo puede ejercer el poder del pueblo entero, pero el voto que esa parte expresa debe ser respetado como el voto de una parte del pueblo que debe concurrir a formar la voluntad general. Cada sección del soberano reunida debe gozar del derecho de expresar su voluntad con entera libertad: es esencialmente independiente de todas las autoridades constituidas y dueña de organizar y reglamentar sus deliberaciones.

XXI. Todos los ciudadanos Son admisibles para todas las funciones públicas, sin ninguna otra distinción que la de Sus Virtudes y la de sus talentos, sin ningún otro título que el de la confianza del pueblo.

XXII. Todos los ciudadanos tienen el mismo derecho para concurrir al nombramiento de los mandatarios del pueblo y a la formación de la ley.

XXIII. Con objeto de que los derechos no sean puras ilusiones, ni la igualdad una quimera, la sociedad debe retribuir a los funcionarios públicos y hacer de modo que los ciudadanos que Vivan de Su trabajo puedan asistir a las asambleas públicas a las que les reclama la ley, sin comprometer su existencia ni la de Su familia.

XXIV. Todo ciudadano debe obedecer religiosamente a los magistrados y a los agentes del gobierno cuando éstos son órganos o ejecutores de la ley.

XXV. Pero todo acto contra la libertad, contra la Seguridad o contra la propiedad de un hombre, ejercido por cualquiera, incluso en nombre de la ley, fuera de los casos determinados por ella y de las formas que ella prescribe, es un acto arbitrario y nulo. El propio respeto a la ley prohíbe someterse a él, y si se trata de ejecutarle por medio de la violencia, es lícito rechazarle por la fuerza.

XXVI. Corresponde a todo individuo el derecho de presentar peticiones a los depositarios de la autoridad pública. Aquellos a quienes tales peticiones son dirigidas están obligados a resolver acerca de los puntos objeto de tales peticiones, pero en ningún caso pueden prohibirlas, restringirlas o condenar Su ejercicio.

XXVIII. La resistencia, a la Opresión es una consecuencia de los otros derechos del hombre y del ciudadano.

XXVIII. Hay opresión contra el cuerpo Social cuando uno sólo de sus miembros está oprimido. Hay opresión contra cada miembro del cuerpo social cuando está oprimido el cuerpo Social.

XXIX. La insurrección es el más sagrado de los derechos y el más indeclinable de los deberes para el pueblo y para cada una de las partes del pueblo, cuando el gobierno viola los derechos del pueblo.

XXX. Cuando un ciudadano carece de garantía social, recobra el derecho natural de defender por sí mismo todos sus derechos.

XXXI. En uno y otro caso, Subordinar a determinadas formas legales la resistencia a la opresión constituye el mayor refinamiento de la tiranía.

XXXII. Las funciones públicas no pueden ser consideradas como distinciones ni como recompensas, sino como deberes públicos.

XXXIII. Los delitos de los mandatarios del pueblo deben ser severamente y fácilmente castigados. Nadie tiene derecho a pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos.

XXXIV. El pueblo tiene derecho a conocer todas las actuaciones de sus mandatarios. Estos deben darle fiel cuenta de su gestión y someterse respetuosamente a su juicio.

XXXV. Los hombres de todos los países son hermanos, y los diferentes pueblos deben ayudarse entre sí según su poder, al igual que los ciudadanos de un mismo Estado.

XXXVI. Aquel que oprima a una Sola nación será declarado enemigo de todas.

XXXVII. Aquellos que hacen la guerra a un pueblo para detener los progresos de la libertad y aniquilar los derechos del hombre deben ser perseguidos por todos, no ya como enemigos Ordinarios, sino como asesinos y bandidos rebeldes.

XXXVIII. Los reyes, los aristócratas, los tiranos, cualesquiera que sean, son esclavos rebelados contra el soberano de la tierra, que es el género humano, y contra el legislador del universo, que es la naturaleza.

Maximilien Robespierre. Discursos e informes en la Convención (traducció, introducció i quadre cronològic d’A. García Tirado). Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1968. 246 pàgs. Pàgs. 102-107.

Por lo que se refiere al equilibrio de poderes, nosotros mismos estuvimos a punto de ser víctimas de esta ilusión, en una época en que la moda parecía exigirnos este homenaje a nuestros vecinos, en una época, en que los excesos de nuestra propia degradación nos permitían admirar todas las instituciones extranjeras que nos ofrecían una débil imagen de la libertad. Pero, a poco que se reflexione, Se advierte fácilmente que este equilibrio no puede ser más que una quimera o una calamidad pública, que supondría la nulidad absoluta del gobierno, cuando no ocasionase necesariamente la alianza de poderes rivales el contra del pueblo. Porque se advierte con facilidad que prefieren mucho mejor ponerse de acuerdo que llamar al pueblo soberano para que juzgue su propia causa. Inglaterra es testigo de ello. y el oro y el poder del monarca inclinan constantemente la balanza del mismo lado; allí, el propio partido de la oposición no parece solicitar, de tarde en tarde, la reforma de la representación nacional, sino para ponerla trabas de acuerdo con la mayoría que parece combatir: especie de gobierno monstruoso donde las virtudes públicas no son más que un espectacular alarde, donde el fantasma de la libertad aniquila, la libertad misma, donde la ley consagra al despotismo, donde los derechos del pueblo son objeto de un comercio reconocido, donde la corrupción. Se encuentra desprendida del freno mismo del pudor.

¿Qué nos importan las combinaciones que equilibren la autoridad de los tiranos? Es la tiranía la que hay que extirpar; no es en las disputas de sus amos donde deben buscar los pueblos la oportunidad de respirar por algunos instantes, sino en su propia fuerza, y es en esa fuerza donde hay que colocar la garantía de sus derechos.

Por esta misma razón, tampoco soy partidario de la institución del Tribunado: la historia me ha enseñado a no respetarla. No creo que se deba confiar la defensa de causa tan importante a unos hombres débiles o corruptibles. La protección de los tribunos supone la esclavitud del pueblo. No quiero que el pueblo romano se retire al Monte Sagrado para pedir protectores a un Senado despótico y a unos patricios insolentes: prefiero que permanezca en Roma, y que destierre de ella a todos sus tiranos, Odio, tanto como a los propios patricios, y desprecio mucho más, a esos ambiciosos tribunos, a esos viles mandatarios del pueblo que venden a los grandes de Roma. Sus discursos y su silencio, que sólo algunas veces lo han defendido para negociar su libertad con sus opresores.

Sólo hay un tribuno del pueblo que yo pueda reconocer: el propio pueblo. Cada sección de la República francesa posee atribuciones tribunarias. Y creo que sería fácil organizarla de un modo tan alejado de las tempestades de la democracia absoluta como de la pérfida tranquilidad del despotismo representativo.

Pero antes de establecer los diques que deben proteger la libertad pública de los desbordamientos del poder de los magistrados, comencemos por reducirle a Sus justos límites.

Una primera regla para alcanzar ese objetivo es que la duración de su poder debe ser corta, aplicando especialmente el principio a. aquellos cuya autoridad es más amplia.

2ª. Que nadie pueda ejercer, al mismo tiempo varias magistratura.

3ª. Que se divida el poder. Es preferible multiplicar el número de funcionarios públicos a depositar en. algunos una autoridad demasiado temible.

4ª. Que legislación y ejecución se encuentren cuidadosamente separadas.

5ª. Que Se delimiten lo más posible las diversas ramas del poder ejecutivo, de acuerdo con la propia naturaleza de los asuntos, y que sean confiadas a manos diferentes.

Uno de los mayores vicios de la organización actual es el excesivo alcance de cada uno de los departamentos ministeriales, donde están amontonadas diversas ramas de la administración, muy distintas por naturaleza.

El ministerio del Interior, sobre todo, tal como se han obstinado en conservarlo provisionalmente hasta hoy, es un monstruo político, que hubiera provisionalmente devorado a la naciente República si la fuerza del espíritu público, animada por el movimiento de la Revolución no lo hubiera defendido hasta hoy, tanto contra los vicios de la institución como contra los de los individuos.

Además, nunca podréis impedir que los depositarios del poder ejecutivo sean magistrados muy poderosos. Despojadles, pues, de toda autoridad y de toda influencia ajena a sus funciones.

No permitáis que asistan y voten en las asambleas del pueblo mientras dure su gestión. Aplicad la misma norma a los funcionarios públicos en general. Apartad de sus manos el tesoro público, confiadle a depositarios y supervisores que no tengan que ejercer ninguna otra especie de autoridad.

Dejad en los departamentos, y a disposición del pueblo, aquella parte de los tributos públicos que no sea necesario depositar en la tesorería, general. Y que los gastos se paguen en las propias localidades en la medida de lo posible.

Debéis guardaros mucho de remitir a aquellos que gobiernan Sumas extraordinarias, bajo cualquier pretexto que sea, sobre todo bajo el pretexto de formar la opinión.

Toda clase de presión o manipulación sobre el espíritu cívico es perniciosa. Recientemente hemos tenido una cruel experiencia de ello, y el primer ensayo de este extraño procedimiento no debe inspirarnos mucha confianza en sus inventores. Nunca olvidéis que corresponde a la opinión pública juzgar a los hombres qeu gobiernan, y no a éstos dominar y crear la opinión pública.

Pero existe un procedimiento general y no menos Saludable para disminuir el poder de los gobernantes en beneficio de la libertad y de la felicidad de los pueblos.

Consiste en la aplicación de esta máxima, enunciada en la declaración de derechos que os he propuesto: “La ley sólo puede prohibir lo que es dañino a la sociedad. No puede ordenar lo que le es útil”.

Evitad la antigua manía de los gobernantes de querer gobernar demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer aquello que no perjudique a los demás. Dejad a las comunas la facultad de normalizar por sí mismas sus propios asuntos, en todo aquello que no concierna muy esencialmente a la administración general de la República. En una palabra, devolved a la libertad individual cuanto no pertenezca de un modo natural a la autoridad pública, y habréis conseguido dar menos oportunidades a la ambición y a la arbitrariedad.

Sobre todo, respetad la libertad del pueblo soberano en las asambleas primarias. Por ejemplo, al suprimir ese código descomunal que entorpece y que anula el derecho de votar con el pretexto de regularle, despojareis de armas infinitamente peligrosas a la intriga y al despotismo de los directorios y de los legisladores. Del mismo modo que, al simplificar el código civil, al aniquilar el feudalismo, los tributos y todo el gótico edificio del derecho canónico, se reduce singularmente el imperio del despotismo judicial. Mas por muy útiles que sean todas estas precauciones, todavía no haríais nada si no previnieseis el segundo tipo de abuso a que me he referido, es decir, la independencia del gobierno.

La Constitución debe procurar sobre todo, someter a los funcionarios públicos a una formidable responsabilidad, haciéndoles depender realmente no de los individuos, sino del pueblo soberano.

Aquel que es independiente de los hombres se hace muy pronto independiente de sus deberes, y la impunidad es. la madre y la salvaguardia del crimen, del mismo modo que el pueblo se ha visto esclavizado desde el momento que se le ha temido.

Existen dos clases de responsabilidades: una, a la que se puede llamar moral, y otra física.

La primera reside, principalmente, en la publicidad. Mas ¿es suficiente que la Constitución asegure la publicidad de las actuaciones o de las deliberaciones del gobierno? No. Es preciso aun darle todo el alcance posible. La nación entera tiene derech.0 a conocer la conducta de Sus mandatarios. Sería preciso, si fuera posible, que la asamblea de los mandatarios delibera. Se en presencia de todos los franceses. La sede de las sesiones del cuerpo legislativo debería ser un edificio fastuoso y majestuoso, con capacidad para doce mil espectadores. Ni la, corrupción, ni la intriga, ni la perfidia tendrían el valor de manifestarse a los ojos de tan elevado número de testigos. Sólo se consultaría la voluntad general, Sólo se escucharía la voz de la razón y del interés público. Pero ¿garantiza una publicidad proporcionada, a la inmensidad de la, nación, la posibilidad de reunir algunos cientos de espectadores, encajonados, en un local estrecho e incómodo? Sobre todo, cuando una multitud de mercenarios amedrentan al cuerpo legislativo, interceptando o alterando la verdad, por medio de relatos inexactos que difunden por toda la República. ¿Qué ocurriría, pues, si los propios mandatarios despreciasen a esa pequeña parte de público que les observa; si pretendieran hacer mirar como a dos especies de hombres diferentes a los habitantes de la región donde residen y a aquellos otros alejados de ellos; Si denunciasen constantemente a los testigos de sus acciones ante aquellos que leen. Sus panfletos, para convertir la publicidad no sólo en inútil, sino en funesta para la libertad?

Los hombres superficiales no adivinarán jamás la influencia que el local que albergó al cuerpo legislativo tuvo sobre la Revolución, y los bribones nunca lo reconocerán. Pero los amigos esclarecidos del bien público fueron testigos, no sin indignación, de que, después de haber atraído hacia si las miradas de la opinión pública, con objeto de resistir a la corte, la primera legislatura las evitó todo cuanto pudo, cuando quiso aliarse con la corte en contra del pueblo; de que, después de haberse en cierto modo escondido en el arzobispado, a donde llevó la ley marcial, se rodeó de bayonetas, para ordenar la masacre de los mejores ciudadanos en el Campo de Marte, salvar al perjuro Luis y minar los fundamentos de la libertad. Sus sucesores se han cuidado mucho de salir de allí. Los reyes o los magistrados del antiguo régimen hicieron edificar en pocos días una magnifica sala de Opera, y, para vergüenza de la razón humana, han transcurrido cuatro años antes de que se haya dispuesto una nueva morada para la representación nacional. ¿Qué digo? ¿Es acaso más favorable para la publicidad y más digna para la nación ésta en la que acaba de entrar? No. Todos los observadores han advertido que ha sido dispuesta con mucha inteligencia, por el mismo espíritu de intriga y bajo los auspicios de un ministro perverso, para ocultar a los mandatarios de las miradas del pueblo. Incluso se han hecho milagros en este terreno; por fin se ha encontrado el secreto, tanto tiempo buscado, de excluir al público al tiempo que se le admite; de que pueda asistir a las sesiones aunque no pueda escuchar salvo en el reducido espacio reservado a las honradas gentes y a los periodistas-; de que esté ausente y presente a la vez. La posteridad se asombrará de la indiferencia con que una gran nación ha sufrido durante tanto tiempo las infames y burdas maniobras que cometían a la vez por su seguridad, su dignidad, su libertad y su seguridad.

A mi modo de ver, la Constitución no debe limitarse a ordenar que sean públicas las sesiones del Cuerpo legislativo y de las autoridades constituidas, sino que debe procurar los medios para asegurarlas una mayor publicidad. La. Constitución debe arrebatar a los mandatarios el poder de influir, de algún modo acerca de la composición del auditorio, y el de elegir arbitrariamente la capacidad del lugar que albergará al pueblo. Debe procurar también, a este respecto, que la legislatura resida en el seno de una inmensa población y que delibere en presencia de multitud de ciudadanos.

El principio de responsabilidad morral debe velar también porque los agentes del gobierno rindan exactas y circunstanciadas cuentas de su gestión en épocas determinadas y lo más próximas posible; porque estas cuentas se hagan públicas gracias a la voz de la impresión y sean sometidas a la consideración de todos los ciudadanos; porque sean enviadas en consecuencia, a todos los departamentos a todas las administraciones y a todas las comunas.

Para apoyar la responsabilidad moral se hace preciso desplegar la responsabilidad física, que es, en último término, la más segura, guardiana de la libertad. La responsabilidad física consiste en el castigo de los funcionarios públicos prevaricadores.

Un pueblo cuyos mandatarios no deban rendir cuentas a nadie de sus gestiones carece por completo de Constitución. Un pueblo cuyos mandatarios no deban rendir cuentas más que a otros mandatarios inviolables carece por completo de Constitución, puesto que depende de éstos traicionarle impunemente o dejarle traicionar por los otros. Si tal es el sentido que se atribuye al gobierno representativo, confieso que hago míos todos los anatemas pronunciados contra él por Rousseau. Por lo demás, esta sentencia necesita ser explicada, como muchas otras. O, mejor dicho, es mucho menos urgente definir al gobierno francés que constituirle.

En todo Estado libre los crímenes públicos de los magistrados deben ser castigados tan severamente y tan fácilmente como los crímenes privados de los ciudadanos, y la facultad de reprimir los atentados del gobierno debe regresar a las manos del pueblo.

Sé que el pueblo no puede ser un juez siempre activo, y tampoco es esto lo que pretendo. Pero menos todavía pretendo que sus delegados sean unos déspotas al abrigo de las leyes. Se puede alcanzar el objetivo que propongo por una serie de medidas elementales Cuya teoría voy a exponer.

1. Que todos los funcionarios públicos designados por el pueblo puedan ser revocados por él, con arreglo a formas que serán establecidas, y sin otro motivo que el derecho imprescriptible de revocar a sus mandatarios, derecho que le pertenece.

2. Es lógico que el cuerpo encargado de redactar las leyes fiscalice a aquellos que han sido comisionados para ejecutarlas. Los miembros del Cuerpo ejecutivo estarán, pues, obligados a dar cuenta de su gestión al Cuerpo legislativo que, en caso de prevaricación, no podrá castigarles, porque no hay que dejarle ese medio de apoderarse del poder ejecutivo, pero que los acusará ante un tribunal popular, cuya única función será la de juzgar las prevaricaciones de los funcionarios públicos. Los miembros del cuerpo legislativo no podrán Ser perseguidos por este tribunal a causa de las opiniones que hayan manifestado en las asambleas, sino solamente a causa de los hechos positivos de corrupción o de traición de que puedan ser acusados. Los delitos comunes que puedan cometer serán de la jurisdicción de los tribunales comunes.

Al término de sus funciones, los miembros de la legislatura y los agentes del ejecutivo, o ministros, podrán ser citados a juicio solemne por sus comitentes. El pueblo decidirá, simplemente, si conservan o han perdido su confianza. Si el juicio declarase que han perdido Su confianza, ello implicaría la incapacidad para llevar a cabo ninguna otra función. El pueblo no podrá condenarles a una pena mayor, pero si los mandatarios fuesen culpables de otro crimen particular y formal podría transferirlos al tribunal establecido al efecto.

Estas disposiciones serán aplicables igualmente a los miembros del tribunal popular.

Por muy necesario que sea reprimir a los magistrados, no lo es menos elegirlos bien. La libertad debe estar apoyada sobre esta doble base. No olvidéis que en el gobierno representativo no existen leyes constitutivas más importantes que aquellas que garantizan la pureza, de las elecciones.

Veo que, con respecto a esto, se están divulgando peligrosos errores, y advierto que se abandonan los principios fundamentales del sentido común y de la libertad para perseguir vanas abstracciones metafísicas. Por ejemplo, se pretende que los ciudadanos voten en cada punto de la República para designar a todos los funcionarios públicos, de modo que el hombre cuyos méritos y virtudes sólo son conocidas en la comarca, que habita no pueda nunca ser llamado a representar a sus compatriotas, y de modo que los charlatanes famosos, que no siempre son los mejores ciudadanos ni los hombres más esclarecidos, o los intrigantes apoyados por un partido poderoso que domine en toda la República, se conviertan, a perpetuidad y exclusivamente, en los representantes obligatorios del pueblo francés.

Pero, al mismo tiempo, se encadena al pueblo soberano por medio de reglamentos tiránicos: en todas partes se le obstaculiza, se arrincona a los sans-culottes por medio de formalidades. ¿Qué digo? Se les acosa por medio del hambre; porque no se piensa, ni en indemnizarles del tiempo que arrebatan a la subsistencia de sus familias y que consagran a los problemas públicos.

Estos son, sin embargo, los principios conservadores de la libertad que la Constitución debe afirmar. Todo lo demás no es sino charlatanería, intriga y despotismo.

Haced de modo que el pueblo pueda asistir a las asambleas públicas porque el pueblo es el único apoyo de la libertad y de la justicia: los aristócratas y los intrigantes son su azote. ¡Qué importa que la ley rinda un hipócrita, homenaje a la igualdad de derechos si la más imperiosa de todas las leyes, la necesidad, obliga a la parte más sana y más numerosa rosa del pueblo a renunciar a ella! Que la patria indemnice al hombre que vive de su trabajo cuando asiste a las asambleas públicas; que pague un sueldo por la misma razón, de modo comparable, a todos los funcionarios públicos, que las normas de las elecciones y las formas de las deliberaciones Sean tan simples y tan reducidas como sea posible; que todos los días se fijen asambleas en las fechas más cómodas para la parte laboriosa de la nación.

Que se delibere en voz alta: la publicidad es el sostén de la virtud, la salvaguardia de la verdad, el terror del crimen, el azote de la intriga. Queden las tinieblas y el escrutinio secreto para los criminales y para los esclavos. Los hombres libres quieren que el pueblo sea testigo de sus ideas. Este método contribuye a formar los ciudadanos y las virtudes republicanas. Es el adecuado para un pueblo que acaba de conquistar Su libertad y que combate para defenderla. Cuando deje de convenirle, la República habrá dejado de existir.

Además, vuelvo a repetirlo, que el pueblo sea perfectamente libre en las asambleas; la Constitución sólo puede establecer estas reglas generales, imprescindibles para desterrar la intriga y asegurar la libertad misma. Toda otra sujeción no es más que un atentado contra su soberanía.

Sobre todo, que ninguna autoridad constituida se mezcle nunca en su orden ni en sus deliberaciones.

Con ello habréis resuelto el problema, todavía indeciso, de la economía popular, de depositar en su virtud de pueblo y en su autoridad de soberano el contrapeso necesario a las pasiones del magistrado y a las inclinaciones del gobierno a la tiranía.

Además de esto, no olvidéis que la propia solidez de la Constitución se apoya en todas las instituciones, y en todas las leyes particulares de un pueblo. Sea cual fuere el nombre que se le dé, se apoya en la bondad de las costumbres, en el conocimiento y en el sentimiento de los sagrados derechos del hombre La Declaración de derechos es la Constitución de todos los pueblos; la otras leyes son variables por naturaleza y están subordina.das a aquélla. Debe estar siempre presente en todos los espíritus, debe brillar al comienzo de vuestro código público: y el primer artículo de este código debe ser la garantía formal de todos los derechos del hombre. El segundo debe especificar que toda ley que los lesione es tiránica y nula. La Declaración debe ser exhibida triunfalmente en vuestras ceremonias públicas, debe atraer las miradas del pueblo en todas sus asambleas y en todos los lugares donde residan sus mandatarios, debe encontrarse escrita, sobre los muros de nuestras casas, debe ser la primera lección que los padres den a sus hijos.

Si me preguntasen: ¿Cómo tomando precauciones tan estrechas contra los magistrados se puede garantizar la obediencia, a las leyes y al gobierno?, respondería que precisamente están muchos más garantizadas con precauciones tales. Pues ellas equivalen a restituir a las leyes y al gobierno toda la fuerza de que se priva a los vicios de los hombres que gobiernan y que hacen las leyes.

El respeto que inspira el magistrado depende mucho más del respeto con que el mismo mira las leyes que del poder que usurpa. Y el poder de las leyes reside mucho menos en la fuerza militar que las rodea que en su identificación con los principios de la justicia y con la voluntad general.

Cuando la ley tiene por principio el interés público, su sostén es el propio pueblo, y su fuerza es la fuerza de todos los ciudadanos, de quienes es a la vez obra y propiedad. La voluntad general y la fuerza pública tienen un origen común. La fuerza pública es al cuerpo político lo que es al cuerpo el brazo, que ejecuta espontáneamente aquello que manda la voluntad y que rechaza todos los objetos que pueden amenazar el corazón o la cabeza.

Cuando la fuerza pública no hace sino secundar la voluntad general, el Estado es libre y pacífico. Cuando la contraría, el Estado está esclavizado o agitado.

La fuerza pública está en contradicción con la voluntad general en estos dos casos: o cuando la ley no se identifica con la Voluntad general, o cuando el magistrado la emplea para violar la ley. Tal es la horrible anarquía que los tiranos han establecido en todas las épocas bajo el nombre de paz, de orden público, de legislación y de gobierno; todo su arte consiste en aislar y en oprimir a cada ciudadano por medio de la fuerza, para esclavizarles a todos sus odiosos caprichos, a los que dan el nombre de leyes. Legisladores, haced leyes justas. Magistrados, hacedlas ejecutar religiosamente. Si tal fuese vuestra política, proporcionaríais al mundo un espectáculo desconocido: el espectáculo de un gran pueblo libre y virtuoso.

Art. I. La Constitución garantiza a todos los franceses los derechos imprescriptibles del hombre y del ciudadano enunciados en la declaración precedente.

II. La Constitución declara tiránico y nulo todo acto de legislación o de gobierno que los viole.

III. La Constitución francesa, no reconoce otro gobierno legítimo que el gobierno republicano, ni otra república que la basada em la libertad y en la igualdad.

IV. La República, francesa es una e indivisible.

V. La soberanía reside esencialmente en el pueblo francés. Todos los funcionarios públicos son sus mandatarios; el pueblo puede revocarlos del mismo modo que los ha elegido.

VI. La Constitución no reconoce otro poder que el del pueblo soberano. La diversidad de autoridades que los diferentes magistrados ejercen no son sino funciones públicas que el pueblo les delega para el beneficio común.

VII. La población y la extensión de la República obligan al pueblo francés a dividirse en secciones para ejercer su soberanía. Pero sus derechos no son ni menos reales ni menos sagrados que si sus deliberaciones Se llevasen a cabo en una asamblea única y con todo el pueblo reunido.

VIII. Con objeto de que la desigualdad de bienes no destruya la, igualdad de derechos, la Constitución ordena que se indemnice a los ciudadanos que vivan de su trabajo, por el tiempo que consagren a los asuntos públicos en las asambleas del pueblo a las que la ley les llama.

IX. La duración de las funciones de los mandatarios del pueblo no podrá exceder de dos añOS.

X. Nadie podrá ejercer a la vez dos cargos públicos,

XI. Las funciones ejecutivas, las funciones legislativas y las funciones judiciales serán independientes.

XII. La Constitución no pretende que la propia ley pueda garantizar la libertad individual, sin beneficio alguno para el bien público. Deja a las comunas el derecho a reglamentar sus propios asuntos en aquellos aspectos que no afecten para nada a la administración general de la República.

XIII. Las deliberaciones del poder legislativo y de todas las demás autoridades constituidas deberán ser públicas: la Constitución exige la mayor publicidad posible. El poder legislativo deberá celebrar sus sesiones en un lugar que pueda admitir doce mil espectadores.

XIV. Todo funcionario público es responsable ante el pueblo.

XV. Se establecerá un tribunal cuya única función será la de juzgar sus prevaricaciones.

XVI. Los miembros del poder legislativo no podrán ser perseguidos por ningún tribunal constituido a causa, de las opiniones que hayan puesto de manifiesto en la a asamblea. Pero al término de Sus funciones Su conducta será solemnemente juzgada por el pueblo, que los habrá elegido. El pueblo decidirá acerca de esta cuestión: ¿Ha respondido el ciudadano tal a la confianza con que le ha honrado el pueblo?

XVII. Los hechos positivos de corrupción y de traición que puedan ser imputados a los funcionarios públicos de que se ha hablado en los dos artículos precedentes serán juzgados por el tribunal popular, y Sus delitos privados, por los tribunales comunes.

XVIII. Todos los miembros del poder legislativo y todos los miembros del poder ejecutivo estarán obligados a rendir Cuentas de Su fortuna dos años después de la terminación de su autoridad.

XIX. Cuando los derechos del pueblo sean violados por un acto del poder legislativo o del gobierno cada departamento podrá someterlo al examen del resto de la República, y las asambleas primarias se reunirán, en el plazo que se determine, para manifestar Su Opinión Sobre este punto.

XX. La Declaración de derechos del hombre y del ciudadano deberá ser colocada en el sitio más visible de los lugares en los que las autoridades constituidas celebren sus Sesiones. Deberá Ser llevada triunfalmente en todas las ceremonias públicas, y deberá ser el primer objeto de la instrucción pública,

Maximilien Robespierre. Discursos e informes en la Convención (traducció, introducció i quadre cronològic d’A. García Tirado). Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1968. 246 pàgs. Pàgs. 118-134.

Queremos reemplazar en nuestro país el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, los usos por los principios, el decoro por el deber, la tiranía de la moda por el 1mperio de la razón, el desprecio de la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por el orgullo, la vanidad por la grandeza de alma, al amor al dinero por el amor a la gloria, la buena sociedad por buenas gentes, la intriga por el mérito, la presunción por la inteligencia, la brillantez por la verdad, el cansancio de la voluptuosidad por el encanto de la felicidad, la ruindad de los grandes por la grandeza del hombre, un pueblo amable, frívolo y miserable por un pueblo magnanimo, poderoso. y feliz, es decir, todos los vicios y todas las ridiculeces de la monarquía por las virtudes y todos los milagros de la República.

Queremos, en una palabra, realizar los deseos de la naturaleza, consumar el destino de la humanidad, cumplir las promesas de la filosofía, liberar a la providencia del largo reinado del crimen y de la tiranía. Que Francia, en otro tiempo ilustre entre los países esclavos, Francia, que eclipsaba la gloria de todos los pueblos libres que han existido, se convierta en un modelo para todas las naciones, en el espanto de los opresores, en el consuelo de los oprimidos, en el ornamento del universo, y que, al sellar nuestra obra con nuestra sangre, podamos al menos ver brillar la aurora, de la felicidad universal. Esta es nuestra ambición, éste es nuestro objetivo.

¿Qué clase de gobierno puede realizar estos milagros? Únicamente el gobierno democrático o republicano: estas dos palabras Son sinónimas, pese a los abusos del lenguaje Vulgar. Porque la aristocracia, no equivale a República, sino a monarquía. La democracia no es un estado en el cual el pueblo, constantemente reunido, regule por sí mismo todos los asuntos públicos, y todavía menos un estado en el que cien mil partes del pueblo, con medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, decida la Suerte de la Sociedad entera: Semejante gobierno no ha existido nunca, y si existiera Sólo podría Volver a llevar al pueblo el despotismo.

La democracia es un estado en el cual el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, realiza por sí mismo cuanto puede realizar, y por medio de delegados cuanto no puede realizar por sí mismo.

Debéis, pues, buscar las normas de vuestra conducta política en los principios del gobierno democrático.

Maximilien Robespierre. Discursos e informes en la Convención (traducció, introducció i quadre cronològic d’A. García Tirado). Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1968. 246 pàgs. Pàgs. 140-141.

CUADRO CRONOLÓGICO

1789

CAIDA DEL ANTIGUO REGIMIEN

Enero-mayo: Reunión de los Estados Generales.

17 de junio: El Tercer Estado se proclama Asamblea Nacional.

20 de junio: Juramento del Juego de Pelota.

22 de junio: Gran parte del clero y de los nobles del Delfinado se unen al Tercer Estado.

7 de julio: Se crea un Comité de Constitución en la Asamblea.

9 de julio: Asamblea Nacional Constituyente.

14 de julio: Revolución parisiense: Toma de la Bastilla.

Finales de julio: Revolución municipal y revolución campesina.

1 de octubre: Nuevos brotes de indignación patriótica en París. El pueblo se dirige al castillo de Versalles.

6 de octubre: El rey y la Asamblea acceden a trasladarse a Paris.

1789-1791.

ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE

GRUPOS

ARISTÓCRATAS, que se sientan a la derecha de la Asamblea. Cabecillas: el abate Mauri, el abate de Montesquieu, Cazales. Política: defensa de los privilegios. Periódicos: El amigo del rey, Las actas de los apóstoles (en el que escribió Rivarol). Club: el “Salón Francés”.

MONÁRQUICOS, encabezados por Moulier, Malouet y el conde de Clermont-Tonnerre. Política: defensa, de la prerrogativa real y oposición a los progresos revolucionarios. Club: el “Club de los amigos de la Constitución Monárquica”.

CONSTITUCIONALES, dirigidos por La Fayette. Albergan en su seno a representantes de la burguesía y del clero que desempeñarán un papel decisivo en la elaboración de las nuevas instituciones. Defienden los intereses de la burguesía y tratan de establecer una monarquía moderada. Periódicos: El Monitor, el Diario de París y el Amigo de los Patriotas.

UN TRIUNVIRATO, compuesto por Barnave, Du Pont y Lameth, que se sienta a la izquierda de la Asamblea y que al comienzo defiende las ideas liberales. Más adelante se inclinará hacia los monárquicos,

DEMÓCRATAS, sentados en la extrema izquierda. Destacan en la primera época Buizot, Petion y Robespierre, defensores de los intereses del pueblo. Periódicos: El patriota francés, de Brissot; Las Revoluciones de París, de Prudhomme; Las Revoluciones de Francia y de Bravante, de Camilo Desmoulins, y El amigo del pueblo, de Marat. Clubs: el de los “Jacobinos”, al que se llama así por celebrar sus reuniones a partir de octubre de 1789 en el convento de los Jacobinos de la calle Saint Honoré; el de los “Fuldenses”, que a partir de julio de 1791 se separará de los jacobinos, del que siempre fue el ala conservadora, y albergará a los partidarios de La Fayette y de Lameth); el de los “Cordeleros” o “Sociedad de los Amigos de los Derechos del Hombre”, que se reúne a partir de abril de 1790 y en el que se formarán Dantón y Marat.

REFORMAS

POLÍTICAS. Basadas en la nueva declaración de derechos, votada el 26 de agosto de 1789, que dará origen a la Constitución de septiembre de 1791. Poder ejecutivo: lo posee el rey, aunque subordinado a la Constitución, a la que tiene que prestar juramento. Toda decisión real debe ser ratificada por la Asamblea. Poder legislativo: independiente del rey, lo posee una Asamblea Nacional Legislativa compuesta por 745 miembros elegibles cada dos años.

ADMINISTRATIVAS. Nueva división territorial: 83 departamentos autónomos, Subdivididos en distritos, cantones y comunas.

JUDICIALES. Abolición de las antiguas jurisdicciones. Las nuevas siguen el modelo de las reformas administrativas. Creación de un Tribunal Supremo, que se compone de un juez por cada, departamento, y de la Alta Corte para delitos de ministros y altos funcionarios, y crímenes contra la seguridad del Estado. La nueva organización judicial es también independiente del rey.

ECLESIÁSTICAS, que siguen la pauta de las anteriores y que no tardarán en producir un agudo conflicto religioso; reserva permanente de las agitaciones contra-revolucionarias. Supresión del clero regular y reorganización del secular, de acuerdo con la Constitución civil del clero (24 de agosto de 1790). Se establece un obispado por departamento. Por un decreto anterior (23 de febrero de 1790) se obliga a los curas a leer y comentar los decretos de la Asamblea. Pío VI condena como impía la Declaración de Derechos del Hombre.

FINANCIERAS. Nuevo sistema de contribuciones. Supresión de impuestos indirectos, refundición de impuestos directos; sobre la tierra, sobre la renta fijada, por el alquiler y sobre los beneficios del comercio y de la industria.

Dificultades en el establecimiento y en el cobro de impuestos: el nuevo sistema de percepción resulta insuficiente. La crisis financiera empeora.

MONETARIAS. 19 de diciembre de 1790: la Asamblea pone a la venta los bienes de la Iglesia -400 millones- con los que superar el déficit y salvar la deuda. Creación del asignado, bono reembolsable en tierras de la Iglesia a un interés del 5 por 100, 27 de agosto de 1791: los asignados son transformados en billetes de banco; la primera emisión es de 200 millones.

Se multiplican las emisiones de asignados; se produce la inflación, aumenta la carestía de los artículos de primera necesidad. Agitaciones populares.

REFORMA AGRARIA. Ley de 14 de marzo de 1790 por la que se establece la venta de bienes nacionales y que resulta perjudicial para los campesinos al llevarse a cabo por explotaciones conjuntas y no por parcelas, De ese modo, burgueses, arrendatarios y cultivadores propietarios se convierten en los más importantes compradores de bienes nacionales, Decreto de 15 de marzo por el que se establecen distinciones entre las propiedades usurpadas o adquiridas por medio de la violencia y las concedidas a perpetuidad a los campesinos por sus señores. Se suprimen los derechos de posesión en el primer caso, mientras que en el segundo las propiedades son declaradas rescatables por los campesinos, para lo cual, y mientras se cumple el plazo del rescate, seguirán obligados a pagar las rentas señoriales.

MEDIDAS PROTECCIONISTAS al comercio y a la industria: liberalismo económico: plena libertad de cambio y producción. Supresión de aduanas interiores, protección de la producción nacional mediante la tarifa aduanera de 1791.

Supresión de los derechos de asociación y de coalición: ley del 14 de junio de 1791 por la que se prohíben las asociaciones obreras y las huelgas,

DIFICULTA DES

INTERIORES. Producidas por las fuerzas contra-revolucionarias, que no se resignan a ser desposeídas de sus privilegios (los emigrados tratan de provocar la intervención de las potencias extranjeras; los aristócratas multiplican sus intrigas; el clero refractario invita a las masas populares a que se unan a la oposición aristocrática), y por las fuerzas que tratan de hacer más radical la revolución.

Se reanuda la agitación social (primavera de 1791) al aumentar el costo de los artículos de primera necesidad; los demócratas incrementan sus fuerzas con la multiplicación de clubs populares y con la creación del “Club de los Cordeleros” (mayo de 1791, especie de comité central; la burguesía maniobra frente al doble peligro de fuerzas contra y revolucionarias. El 2 de abril del 91 muere Mirabeau. El Triunvirato de Barnave, Du Pont y Lameth ocupa, su lugar y se aproxima a La Fayette: el antiguo partido patriota vira lentamente a la derecha.

EXTERIORES. Originadas no tanto por la espontánea solidaridad de las casas reales europeas con Luis XVI como por los amenazadores ecos que la Revolución ha encontrado en esos países. Situación de expectativa hasta el verano de 1791.

21 DE JUNIO DE 1791:

FUGA DE VARENINES

La fuga del rey acentúa las dificultades interiores y exteriores.

Aumenta la acción de los grupos demócratas, Piden la proclamación de la República y la condena del rey tras su frustrado intento de fuga en Warennes,

Aumenta la reacción burguesa: fusilamiento de patriotas congregados en el Campo de Marte (17 de julio); maniobras fuldenses para conciliar a la monarquía con la burguesía; revisión del Acta Constitucional, que el rey acepta (13 de septiembre).

Exaltación monárquica en Europa: Declaración de Pillinintz (23 de agosto). El emperador Leopoldo y el rey de Prusia amenazan a los revolucionarios con la intervención europea, que queda condicionada al acuerdo de las demás potencias.

1 DE OCTUBRE DE 1791-1O DE AGOSTO DE 1792

ASAMBLEA LEGISLATIVA

COMPOSICION: 745 DIPUTADOS

DERECHAS, 264 diputados, inscritos en el “Club de los Fuldenses”. Dos ramas: lamethistas (dirigidos por Barnave, Du pont y Lameth) y l'afayettistas, partidarios de la monarquía, moderada, y de la supremacía burguesa,

IZQUIERDAS. 136 diputados, inscritos en el “Club de los Jacobinos” o en el de los “Cordeleros”, a quienes prácticamente dirigen Brissot y Condorcet, y sobre quienes ejercen considerable influencia los diputados girondinos (Vergniaud, Gensonné y Guadet). La política de los diputados de izquierdas en esta Asamblea será fundamentalmente la política de los brisotistas, democrática en el plano teórico y partidaria de la burguesía rica, en el plano real. La extrema izquierda constituye una minoría de escasa influencia en la Asamblea. Toda su fuerza se ejerce en los clubs y sociedades populares.

CENTRO. 345 diputados independientes sin política precisa.

CLUBS Y SOCIEDADES POPULARES desempeñarán en esta etapa un papel decisivo para la evolución de los acontecimientos:

Brisotistas y Girondinos. Se reúnen en los Salones de Mme. Roland (esposa del futuro ministro del interior).

Los Jacobinos se nutren con la gran masa de la pequeña burguesía. Robespierre y Brissot empiezan a separarse. Las filiales de los Jacobinos extienden Su influencia por todo el país.

Los Cordeleros son frecuentados por las masas por pulares, igual que las secciones parisienSe8, que en Inúmero de 48 ven aumentar la influencia de una facción de estas masas destinada a desempeñar un papel preponderante a partir de agosto del 92: los Sans-culottes.

LA POLÍTICA DE LA ASAMBLEA LEGISLATIVA es contradictoria frente a las dificultades ya planteadas a la Asamblea Constitutiva y ahora agravadas, en el plano interior, por los nuevos disturbios del campo y de las ciudades (encarecimiento del precio del trigo, aumento del precio de los artículos coloniales, mantenimiento del régimen feudal) y por los movimientos contra-revolucionarios del clero y de los aristócratas (disturbios en La Vendée en agosto del 91, levantamientos campesinos en Lozère en febrero de 1792), Y en el plano exterior, por las incesantes provocaciones de los emigrados (publicación de un manifiesto anunciando la invasión de Francia, ataques contra la Asamblea, concentración de tropas en Coblenza).

En el plano interior, las medidas radicales necesarias para la solución de los problemas sociales dividen a la Asamblea y a la burguesía: la burguesía rica se inclina a pactar con la aristocracia; la media con el pueblo. En cambio, las insurrecciones contra-revolucionarias conocen medidas más enérgicas por parte de la Asamblea: por decreto de 29 de noviembre del 91 se exige a los sacerdotes refractarios un nuevo juramento cívico y en caso de disturbios Se les amenaza con la deportación.

En el plano exterior, la Asamblea, gracias al influjo de brisotistas y girondinos, se inclina progresivamente hacia la guerra.

LA POLÍTICA DE GUERRA, patrocinada por brisotistas y girondinos, recibe la aprobación entusiasta de la corte, que ven en un futuro conflicto la posibilidad de regresar al poder. Sólo una pequeña minoría -con Robespierre al frente- se opone a ella.

El 20 de abril, a propuesta del rey, la Asamblea -excepción hecha de 12 diputados- vota a favor de la, declaración de guerra, a Austria.

LA GUERRA comienza en la primavera de 1792 con una serie de derrotas para los franceses. El ejército cuenta, con efectivos muy reducidos; el alto mando carece de capacidad militar; las tropas y los generales aristocráticos están enfrentados.

30 de abril: los generales Dillon y Biron ordenan la retirada a sus tropas, dejando la frontera descubierta. La Fayette se inhibe.

18 de mayo: los jefes militares, reunidos en Valenciennes, aconsejan al rey que pida la paz. La Fayette anuncia que su ejército se dirigirá contra Paris para dispersar a los jacobinos.

Resurge el movimiento revolucionario: la Asamblea se ve obligada a tomar medidas enérgicas,

27 de mayo; decreto por el que se disuelve la guardia del rey.

29 de mayo: decreto por el que se aprueba la deportación de todo sacerdote refractario que haya sido denunciado por veinte ciudadanos de su departamento,

8 de junio: decreto por el que se dispone la formación de un campamento de 20.000 guardias nacionales para defender París y prevenir las rebeliones de los generales facciosos,

11 de julio: la Asamblea proclama la patria en peligro. Más de 15.000 parisienses acuden al llamamiento de la Asamblea.

Brisotistas y girondinos rectifican su oposición a la corte ante el temor a verse desbordados por la creciente unidad de las masas populares. Los girondinos pactan con el rey.

Principios de agosto: se conoce en París el manifiesto de Brunswick, redactado en Coblenza bajo los auspicios de María Antonieta. El manifiesto amenaza con la muerte a los guardias nacionales que se atrevan a defender París o a tomar represalias contra la familia real.

10 de agosto: las secciones de París y los confederados toman las Tullerías y obligan a la Asamblea a destituir al rey y a votar la convocatoria de una Convención Nacional que se elegirá por sufragio universal y que se encargará de elaborar una nueva Constitución.

10 AGOSTO 1792-20 SEPTIEMBRE 1792

DETENCIÓN DE LA INVASIÓN

La Asamblea, en tanto se celebran las elecciones para la Convención, nombra un Consejo Ejecutivo Provisional, compuesto por antiguos ministros girondinos — Roland (Interior), Claviere (Finanzas) y Servan (Guerra)- y en el que se da entrada a otros nuevos — Monge (Marina), Lebrun (Relaciones exteriores) y Danton (Justicia).

Este período de seis semanas anterior a la primera reunión de la Convención nacional está marcado por la oposición entre la Gironda, y la Comuna insurreccional, que se pone de manifiesto al tomar medidas contra los problemas interiores (movimentos contra-revolucionarios y dificultades económicas y sociales) y los exteriores (progresos de los ejércitos austro-prusianos). Los girondinos se muestran cada vez más conservadores.

26 de agosto: llegan a París las noticias de la tentativa de insurrección de la Vendée y de la toma de Longwy. Los jefes de la Gironda se disponen a abandonar París con el Gobierno, La Comuna se apresta a la defensa nacional.

2 de septiembre: la Comuna llama a las armas a los ciudadanos de Paris al conocerse la noticia del sitio de Verdún, última fortaleza, entre Paris y la frontera. Se organizan batallones de voluntarios para la defensa de la ciudad en el campo de Marte. La Comuna lo hace todo: los arma, los equipa, apresuradamente y los envía a la frontera.

8 de septiembre: el ejército prusiano llega a Argona y es detenido por el ejército popular (a cuyo frente la Asamblea ha colocado a Dumouriez).

14 de septiembre: el ejército de Dumouriez se ve obligado a retroceder hacia el Sur.

19 de septiembre: Kellermann, jefe del ejército de Metz, se une al ejército de Dumouriez.

20 de septiembre: batalla de Valmy. El ejército popular, en su mayor parte formado por sans-culottes, frena al ejército de Brunswick, considerado como el primero de Europa.

A continuación, el ejército prusiano se bate en retirada. Dumouriez no hace nada por aplastarlo, pese al entusiasmo de sus tropas.

LA CONTRAPARTIDA de esta fulgurante puesta a punto de un ejército a expensas, sobre todo, del esfuerzo popular fue una serie de medidas interiores radicales patrocinadas por la Comuna, y aceptadas por la Asamblea, con la oposición de los girondinos.

MEDIDAS DE TIPO SOCIAL Y ECONÓMICO. El 25 de agosto son abolidas sin indemnización las rentas feudales. En septiembre, ante la agudización de la escasez, la Asamblea concede autorización para inspeccionar y requisar las existencias de grano con objeto de abastecer los mercados. Se niega, en cambio, a tasar los artículos de primera necesidad.

MEDIDAS REPRESIVAS. Creación de comisariados y comités de vigilancia en los ejércitos y en los departamentos, que tienen la misión de arrestar a los sospechosos de traición y depurar a las autoridades. Creación de un tribunal criminal extraordinario para delitos de traición (17 de agosto). Decretos por los que se obliga a los funcionarios a prestar juramento para mantener la libertad y la igualdad. Decreto por el que se obliga a salir del país, en un plazo de quince días, a los sacerdotes refractarios que no hayan prestado tal juramento (26 de agosto). Decreto por el que se autorizan las inspecciones domiciliarias que tengan por objeto la requisa de armas (28 de agosto). Entre el 2 y el 4 de septiembre (las mismas fechas en que llegan a París las noticias del sitio de Verdún), la justicia popular se ejerce sobre 1.100 personas.

21 SEPTIEMBRE 1792-2 JUNIO 1793

CONVENCION GIRONDINA

EL PROBLEMA DE LA GUERRA, simbólicamente atajado el 20 de septiembre con la batalla de Valmy, presente en todas las etapas de la Revolución, parece tomar al comienzo de la nueva asamblea un giro favorable.

El 6 de noviembre tiene lugar la batalla de Jemiappes, con la derrota de los ejércitos austríacos y su reemplazo en Bélgica por los franceses.

Las ideas de la Revolución, además, sirven también como ejércitos para la conquista: los habitantes de Niza y de Saboya piden ser anexionados a Francia.

Al principio sólo se trata de “conceder fraternidad y ayuda a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad” (decreto del 19 de noviembre). Después, a la fraternidad y a la ayuda sucede la ambición, desatada, naturalmente, por las dificultades económicas interiores. El decreto del 15 de diciembre (propuesto por Cambon) instituye la administración revolucionaria en los países conquistados: “los bienes de los privilegiados serán secuestrados y servirán de prenda para los asignados; serán abolidos los diezmos y derechos feudales; el pueblo elegirá nuevas a administraciones...”.

El Gobierno inglés, dirigido por Pitt, decreta tres días de luto nacional al conocer la muerte de Luis XVI (21 de enero de 1793). Comienza a dar pruebas de preocupación por las conquistas francesas, que pueden traducirse en una hegemonía económica perjudicial para Inglaterra. Entre marzo y septiembre de 1793, el Gobierno inglés firma una serie de tratados por los que Inglaterra se une a España, al Papa, a Nápoles, a Toscana y a Venecia para luchar contra los revolucionarios ejércitos franceses.

Unida a las continuas dificultades interiores, la coalición de los Estados europeos contribuye, en primer lugar, a poner de nuevo en peligro la Revolución y en segundo lugar a apartar de ella a la mayoría girondina, que la conduce en la Convención Nacional del modo menos revolucionario posible. El definitivo desprestigio de la Gironda comienza a partir de mareo de 1793, al tiempo que vuelve a ponerse de manifiesto la urgente necesidad de auténticas medidas revolucionarias para conjurar a los enemigos de “fuera” y de “dentro”.

El 2 de junio de 1793 tendrá lugar la insurrección jacobina y el triunfo de la Montaña en la Convención. Pero lo que al comienzo del periodo convencional -y gracias, sobre todo, a las seis semanas de esfuerzo y de terror de la Comuna de París- era una situación parcialmente resuelta, es ahora una situación desastrosa, dentro y fuera del país. La Montaña basará su política en aquel breve período de seis semanas conducido por la Asamblea a impulsos de la Comuna y de las masas populares.

A través del Comité de Salvación Pública, creará una nueva economía, un nuevo ejército, una nueva Constitución, más auténticamente democrática.

2 JUNIO 1793-27 JULIO 1974

CONVENCION DE LA MONTAÑA

JUNIO DE 1793

2 de junio: triunfo de la insurrección jacobina. La Convención decreta la acusación a 29 diputados girondinos.

PRIMERAS MEDIDAS DE LA MONTAÑA.

Venta de los bienes de los emigrados (ley del 3 de junio) entre los campesinos pobres. Se les concede un plazo de diez años para pagar y las tierras se dividen en pequeñas parcelas. Repartición de bienes comunales (ley del 10 de junio). Abolición sin indemnización de rentas y derechos feudales, incluso los fundamentados en títulos primitivos (ley del 17 de julio). El 24 de junio tiene lugar la votación de la Constitución del año I. Es adoptada por 1.800.000 votos a favor, contra 17.000.

PROGRESOS CONTRA-REWOLUCIONARIOS.

Revuelta federalista en los departamentos dominados por los girondinos, premeditada antes del 2 de junio. A finales del mes, seis departamentos se han deClarad0 en rebeldía. Progresa, la insurrección de La Vendée. Aumenta el peligro de invasión; en todas las fronteras los ejércitos de la República se baten en retirada.

JULIO DE 1793

10 de julio: renovación del Comité de Salvación Pública. El 27 de julio, Robespierre entra a formar parte de él.

13 de julio : asesinato de Marat.

26 de julio: ley sobre acaparamientos en respuesta a la crisis de subsistencias y a los disturbios producidos por la escasez; Se decreta la pena de muerte contra los acaparadores y los comerciantes que no declaren los artículos de primera necesidad que tienen almacenados.

AGOSTO DE 1793

PRIMERAS MEDIDAS DEL COMITÉ DE SALVACIÓN PÚBLICA.

Contra la escasez. Votación de un decreto por el que se organiza en cada distrito un granero de abundancia (9 de agosto). Contra los moderados, que tratan de que se ponga en vigor la Constitución ratificada por el pueblo. Se aplaza su aplicación hasta que termine la guerra. Contra los Estados coaligados. Votación de un decreto por el que se Organiza, la leva en masa (23 de agosto).

SEPTEMBRE: DE 1793

Nuevas agitaciones populares a consecuencia de la reaparición de la escasez, producida por la sequía de finales de agosto, que ha detenido los molinos. Hebert y los hebertistas sostienen las reivindicaciones de los sans-culottes.

Los realistas, aliados con los girondinos en algunos de los departamentos sublevados, entregan Tolón a los ingleses.

13 de Septiembre: renovación del Comité de Seguridad Nacional, que pasa a depender del Comité de Saivación Pública, transformado en el centro del Gobierno.

17 de septiembre: votación de la ley de sospechosos, que faculta al Gobierno para perseguir a todos los enemigos de la nación. Son sospechosos “los partidarios de la tiranía o del federalismo y los enemigos de la libertad, aquellos a quienes se ha negado un certificado de civismo, los funcionarios suspendidos o destituidos, los parientes de los emigrados, los emigrados que han regresado”. Los comités de vigilancia quedan encargados de confeccionar las listas de sospechosos.

29 de septiembre: ley del máximo general, por la que se tasan los artículos y los salarios.

SEPTIEMBRE 1793 - DICIEMBRE 1793

Decreto del 10 de octubre de 1793, inspirado en un informe de Saint-Just: “El Gobierno de Francia. Seguirá siendo revolucionario hasta la paz. Sólo se fundará la República cuando la voluntad del soberano comprima a la minoría, monárquica y reine sobre ella por derecho de conquista... Hay que gobernar por la fuerza a aquellos que no se dejan gobernar por la justicia...”.

El Comité de Salvación Pública asume el control de la vida económica de la nación. La Comuna Supervisa en París el reparto de artículos: la mayoría de las ciudades siguen su ejemplo. El 22 de octubre se crea la Comisión de Subsistencias, que tiene por objeto restablecer la circulación de mercancías e impedir que se paralice la producción.

Reorganización, a propuesta del Comité de Salvación Pública, del tribunal revolucionario constituido en el mes de marzo. Primeros procesos políticos: 14-16 de octubre, el de la reina; 24-30 de octubre, el de los girondinos. 177 condenas a muerte. El tribunal revolucionario es sustituido en los departamentos sublevados por comisiones militares. Lyon cae el 2 de Octubre, Tolon el 15 de diciembre. La insurrección de la Vendée es sofocada definitivamente el 23 de diciembre.

Movimientos antirreligiosos. Descristianización. Institución del calendario republicano (5 de octubre de 1793), redactado por Romme. Robespierre y el Comité de Salvación se oponen a la descristianización. La Convención decreta la libertad de cultos (8 de diciembre).

El Comité de Salvación Pública conduce y coordina la guerra. Robespierre y Saint-Just desempeñan un importante papel en su dirección. Monge (autor del Arte de fabricar cañones), recibe del Comité el encargo de organizar en París una gran manufactura de fusiles y cañones. El pueblo entero se asocia a la fabricación de armas. Los representantes del Comité infunden a los ejércitos un nuevo espíritu: desaparecen todos los vestigios del antiguo régimen entre las tropas.

A finales de 1793 los ejércitos invasores retroceden en todas las fronteras.

DICIEMBRE 1793 - PRIMAVERA 1794

Nuevas divisiones en el seno de la Convención: las primeras victorias de los ejércitos revolucionarios quebrantan la unidad de los montañeses. El Comité de Salvación tiene que hacer frente a la división entre los indulgentes (dantonistas), moderados y los hebertistas. Los primeros son partidarios de que se alivien las medidas de excepción con que el Gobierno revolucionario conduce al país.

Al tiempo que el Gobierno va triunfando de las dificultades interiores y exteriores, comienzan a dibujarse las oposiciones que ocasionarán la ruina de la Montaña. Hebertistas y moderados persisten en sus posturas respectivas, a pesar de los intentos de conciliación por parte del Comité de Salvación, Finalmente, el Comité decide desembarazarse de ellos para proceder sin obstáculos a la reorganización del Gobierno revolucionario.

El 13 y el 14 de marzo son detenidos los jefes hebertistas: Hebert, Momoro, Ronsin, Vincent y Chaumette. Días después son condenados a muerte por entorpecer el abastecimiento de París y por intentar sublevarse contra la Convención.

Los jefes dantonistas, el propio Danton, algunos diputados prevaricadores y varios agentes del extranjero son ejecutados el 5 de abril en medio de la indiferencia general y casi como compensación a la ejecución de los ultras,

PRIMAVERA 1794 - VERANO 1794

Contrastando con la indiferencia popular ante la ejecución de los jefes moderados, la de los hebertistas tiene como consecuencia el alejamiento de gran parte del pueblo de la causa revolucionaria. Los sans-culottes dejan de cooperar con las autoridades. Saint-Just escribe: “La Revolución se ha helado.”

Los Comités de la Convención, libres de oposiciones, se disponen a la tarea de dirigir la guerra contra los coaligados y continuar las medidas sociales y económicas para levantar el país. De los veintiún Comités de la Asamblea, sólo dos ejercen auténticamente el poder político: el de Salvación Pública (encargado de la dirección de la guerra y de las fábricas de armamento, de la diplomacia, y de la economía) y el de Seguridad General (encargado del cumplimiento de la justicia revolucionaria). No pasará mucho tiempo antes de que estos dos comités reflejen, con sus divisiones, las divisiones ideológicas que aparecen en el horizonte futuro del país al irse consolidando las victorias sobre los coaligados. Al comenzar el verano de 1794, la victoria sobre los Estados europeos coaligados es completa en todos los frentes: la República francesa obliga a sus enemigos a pedir la paz. El Comité de Salvación tiene otro problema que resolver ahora: evitar que el país se incline al militarismo. Francia puede dedicarse por entero a la obra de reconstrucción nacional, ha llegado el momento de dulcificar las medidas de urgencia exigidas por la guerra. Las fuerzas en juego en el interior del país reanudan sus intentos por hacerse con el poder, infiltrándose hasta los órganos en cuyas manos reside ese poder. Comienzan las divisiones entre el Comité de Salvación y el de Seguridad.

El Comité de Salvación trata de regularizar el terror; el de Seguridad, cuya autoridad depende de él, de mantenerlo para así conservarse en el poder. El país está cansado; la burguesía quiere que sea suprimido el control de la economía, tiene miedo de que se suprima el derecho de propiedad; los nuevos moderados maniobran para hacerse con el poder. Las divisiones entre los comités se reflejan también entre los miembros del de Salvación, Robespierre lo abandona y se niega a la reconciliación. Los nuevos indulgentes, dueños ya de la oficina de la Convención, decretan el arresto de Robespierre (26 de julio) al día siguiente del discurso con que éste trata de desenmascararles en la Convención. Couthon y Saint-Just siguen a Robespierre a prisión. La Comuna se levanta y libera a los prisioneros, pero la Convención los declara fuera de la ley: reúne un cuerpo armado al que se unen las secciones moderadas. En la madrugada del 28 de julio, este cuerpo armado toma la municipalidad. Los insurrectos son guillotinados en la mañana del mismo día. El día 29 son también ejecutados sumariamente ochenta, miembros de la Comuna.

COMIENZA. EL REINADO DE LA BURGUESIA MODERADA

Maximilien Robespierre. Discursos e informes en la Convención (traducció, introducció i quadre cronològic d’A. García Tirado). Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1968. 246 pàgs. Pàgs. 227-243.

La Revolució Industrial

Fins i tot quan la Revolució Industrial es va escampar pel món i va pujar pel Ganges, el Nil i el langtsé, la majoria de la gent va continuar creient en els Veda, la Bíblia, l’Alcorà i les Analectes més que en el motor de vapor. Com avui, poc al segle XIX hi havia escassesa de capellans, místics rus que asseguressin que només ells tenien la solució a les afliccions de la humanitat, inclosos els nous problemes Creats per la Revolució Industrial. Per exemple, entre el 1820 i el 1880, Egipte (amb el suport de la Gran Bretanya) va conquerir el Sudan i va intentar modernitzar el país i incorporar-lo al nou sistema comercial internacional. Això va desestabilitzar la societat sudanesa tradicional, va crear un gran ressentiment i va fomentar les revoltes. El 1881 un cap religiós local, Muhammad Ahmad ibn Abdallah, va declarar que ell era el Mahdi (el Messies), enviat per imposar la llei de Déu a la Terra. Els seus seguidors van derrotar l'exèrcit angloegipci i van decapitar el seu comandant —el general Charles Gordon-, en un gest que va impactar la Gran Bretanya victoriana. Aleshores van establir al Sudan una teocràcia islàmica governada per la llei de la Xaria, que va durar fins al 1898.

Mentrestant, a l’Índia, Dayananda Saraswati va encapçalar un moviment de revifada hindú, el principi bàsic del qual era que les escriptures vèdiques no s’equivoquen mai. El 1875 va fundar l’Arya Samaj (Societat Noble), dedicada a escampar el coneixement vèdic, tot i que cal dir que Dayananda Sovint interpretava els Veda d’una manera sorprenentment liberal, fins al punt de donar suport, per exemple, a la igualtat de drets de les dones molt abans que la idea fos popular a Occident.

El papa Pius IX, contemporani de Dayananda, tenia uns punts de vista molt més conservadors sobre les dones, però compartia l’admiració de Dayananda per l’autoritat sobrenatural. Pius IX va emprendre una sèrie de reformes del dogma catòlic i va establir el principi innovador de la infal·libilitat papal, segons la qual el Papa no es pot equivocar mai en matèria de fe (aquesta idea tan aparentment medieval va esdevenir un dogma catòlic vinculant el 1870, onze anys després que Charles Darwin publiqués L'origen de les espècies).

Trenta anys abans que el Papa descobrís que és incapaç de cometre errors, un estudiós xinès fracassat anomenat Hong Xiuquan va tenir una successió de visions religioses, En aquestes visions, Déu va revelar que Hong era el germà petit de Jesucrist. Aleshores Déu va investir Hong amb una missió divina; li va dir que expulsés els «dimonis» manxús que havien governat la Xina des del segle XVII i que establís a la terra el Gran Regne Pacífic del Paradís (Taiping Tianguó). El missatge de Hong va encendre la imaginació de milions de xinesos desesperats, que estaven trasbalsats per les derrotes de la Xina a les guerres de l’opi i per l’arribada de la indústria moderna i l’imperialisme europeu. Però Hong no els va guiar a un regne de pau. En comptes d’això, els va guiar contra la dinastia manxú Qing en la rebel·lió dels Taiping, la guerra més mortal del segle XIX. Del 1850 al 1864, almenys vint milions de persones van perdre la vida, moltes més que a les guerres napoleòniques o la guerra civil americana.

Centenars de milions de persones es van aferrar als dogmes religiosos de Hong, Dayananda, Pius i el Mahdi malgrat les fàbriques industrials, els ferrocarrils i els vaixells de vapor que anaven omplint el món. En canvi, la majoria no pensem en el segle XIX com l’era de la fe. Quan pensem en visionaris del segle XIX, és molt més probable que ens recordem de Marx, Engels i Lenin que del Mahdi, Pius IX o Hong Xiuquan. I és normal. Encara que el 1850 el socialisme només fos un moviment marginal, aviat va agafar empenta i va canviar el món de maneres molt més profundes que els messies autoproclamats de la Xina i el Sudan. Si gaudim de serveis nacionals de salut, fons de pensions i escolarització gratuïta, ho hem d’agrair a Marx i a Lenin (i a Otto von Bismarck) molt més que a Hong Xiuquan o el Mahdi.

Per què Marx i Lenin van reeixir i Hong i el Mahdi van fracassar? No perquè l’humanisme socialista fos filosòficament més sofisticat que la teologia islàmica i cristiana, sinó perquè Marx i Lenin van dedicar més atenció a entendre la realitat tecnològica i econòmica de la seva època que a estudiar textos antics i somnis profètics. Els motors de vapor, els ferrocarrils, els telègrafs i l'electricitat van crear problemes mai vistos alhora que oportunitats sense precedents. Les experiències, necessitats i esperances de les noves classes de proletariat urbà eren senzillament massa diferents de les dels agricultors bíblics. Per respondre a aquestes necessitats i esperances, Marx i Lenin van estudiar con funciona el motor de vapor, com es treballa en una mina de carbó, com conformen l’economia els ferrocarrils i com influeix l’electricitat en la política.

En una ocasió es va demanar a Lenin que definís el comunisme en una sola frase. «El Comunisme és poder per als consells de treballadors», va dir, «més electrificació de tot el país». No hi pot haver comunisme sense electricitat, sense ferrocarrils, sense ràdio. No es podia establir un règim comunista a la Rússia del segle XVI, perquè el comunisme necessita concentració d’informació i recursos en un nucli de distribució. «De cadascú segons la seva capacitat, a cadascú segons les seves necessitats» només funciona quan els productes es poden recollir i distribuir fàcilment abastant grans distàncies, i quan les activitats es poden monitoritzar i coordinar en països sencers.

Marx i els seus seguidors entenien les noves realitats tecnològiques i les noves experiències humanes, i per això van tenir respostes rellevants als nous problemes de la societat industrial, a més d’idees originals sobre com beneficiar-se d'oportunitats sense precedents. Els socialistes van crear una nova religió audaç per a un nou món audaç. Pro metien salvació mitjançant la tecnologia i l’economia, i així van establir la primera tecnoreligió de la història i van canviar els fonaments del discurs ideològic. Abans de Marx, la gent es definia i es dividia d'acord amb les seves idees de Déu, no pels mètodes de producció. A partir de Marx, les qüestions de tecnologia i estructura econòmica van esdevenir molt més importants i conflictives que els debats sobre l'ànima i el més enllà. A la segona part del segle XX, la humanitat gairebé es va anul·lar en una discussió sobre mètodes productius. Fins i tot els crítics més durs de Marx i Lenin van adoptar la seva actitud bàsica envers la història | la societat i van començar a pensar sobre tecnologia i producció molt més atentament que sobre Déu i el paradís.

A mitjan segle XIX, poca gent va ser tan perceptiva com Marx i, per tant, només uns quants països van viure una ràpida industrialització. Aquests països van conquerir el món. La majoria de Societats no van entendre el que passava i per això van perdre el tren del progrés. L'Índia de Dayananda i el Sudan del Mahdi van continuar més capficats amb Déu que amb els motors de vapor i, per tant, van ser ocupats i explotats per la Gran Bretanya industrial. Fins fa pocs anys l’Índia no ha aconseguit fer un progrés significatiu per reduir la bretxa econòmica i geopolítica que la separa de la Gran Bretanya. El Sudan encara està molt enrere.

Al començament del segle XXI el tren del progrés torna a sortir de l’estació, i segurament serà l’últim tren que suri de l’estació anomenada Homo sapiens. Els qui perdin aquest tren no tindran una segona oportunitat. Per tenir-hi un seient, necessites entendre la tecnologia del segle XXI i, en particular, els poders de la biotecnologia i els algoritmes informàtics. Aquests poders són molt més potents que el vapor i el telègraf, i no es faran servir només per a la producció d’aliments, tèxtils, vehicles i armament.

Yuval Noah Harari. Homo Deus. Una breu història del demà (Homo Deus. A Brief History of Tomorrow, trad. E. Roig Giménez) Edicions 62, Barcelona, 1ª ed. 2016. ISBN: 978-84-297-7527-3. 578 pàgs. Pàgs. 357-361.

Al cabo de un rato, llegaron a la fábrica textil. Era un edificio alargado de ladrillo, de tres plantas, con grandes tanas rectangulares y amplias puertas situadas a cada pocos me. Incluso antes de abrir la portezuela del coche, Ralph percibió el ido de las máquinas en el interior. Sin embargo, no había imaginado ni remotamente lo que iba a templar. Algo que jamás olvidaría. La industria algodonera de Inglaterra debía su extraordinaria pujanza a dos máquinas y a dos minerales. Al igual que la fabricación paño de lana, el algodón requiere dos procesos: hilar la fibra y tela. La primera máquina que se inventó fue la de hilar. Desde mucho antes de que los Shockley abrieran su batán de enfurtir, en el proceso de hilado solo se habían producido dos grandes innovaciones. La primera consistía en una rueca elemental sobre la que se devanaba el hilo; la segunda innovación, ocurrida el siglo anterior, era «jenny», una versión perfeccionada de la rueca, provista de múltiples husos. Pero esta versión mejorada de la antigua rueca comenzaba a desaparecer, pues, como es lógico, el principio fundamental de «jenny» se había ampliado y corregido. Accionada por un sistema mecánico, la primitiva rueca, convertida en una máquina monstruosa, movía más de un centenar de husos. El sonido familiar de la hilandera en su casita había desaparecido para siempre de las zonas rurales de Inglaterra, dejando tras de sí solo un apelativo aplicado curiosamente a las mujeres solteras (Spinster, en inglés “hilandera”, significa también “solterona”, N. del T.) Esta era la primera parte de historia.

La razón del triunfo de Mánchester residía en el invento de la “Jenny”. Al principio, el hilo, al no ser manipulado con el esmero de la vieja rueca, no era muy resistente. Resultaba bastante eficaz para la trama, pero no para la urdimbre, el conjunto vertical de hilos que soporta la tensión del telar. Entonces apareció la máquina de hilar semimecánica de Arkwright, una versión mejorada de la hiladora anterior que, mediante unos cilindros que giraban a disintas velocidades, era capaz de estirar y torcer un hilo que salía algo basto, pero lo suficientemente fuerte y resistente para la trama y la urdimbre. Para producir un algodón que rivalizara con

el mejor tejido importado de la India, se requería otra innova una máquina capaz de producir una fibra al mismo tiempo fin resistente. Esta apareció en la década de los ochenta del siglo una combinación de la «jenny» y la máquina de hilar de A wright. Su inventor fue Samuel Crompton. Y, comoquiera qu trataba de una combinación de interesantes inventos, se denominó la Mula.

Era muy superior a todo cuanto se había inventado antes.

—La Mula y el telar mecánico lo cambiarán todo —le aseguró Forest a Ralph.

Esto era lo que Shockley iba a contemplar El segundo invento que había proporcionado el triunfo al mundo era el telar mecánico. Durante siglos, el proceso de tejer se había llevado a cabo a mano. Cuando Shockley y Moody, dos siglos y medio antes, decidieron organizar sus telares en una fábrica algo primitiva esta consistía tan solo en una serie de hombres que, sentados por rejas ante un telar, se iban pasando la lanzadera para tejer la trama a través de la urdimbre. Pero Edmund Cartwright había inventado el telar mecánico accionado por vapor.

—De modo —comentó lord Forest— que prácticamente ya no necesitamos tejedores para fabricar tejido de algodón.

- ¿Y los dos minerales que estaban a punto de transformar el mundo? El hierro y el carbón, que juntos producían máquina accionadas por vapor

Eso fue lo que contempló Ralph Shockley al visitar la textil de Forest.

Sin embargo, no fueron las gigantescas máquinas, las interminables hileras de hilo que giraban y chasqueaban al igual que soldados durante un desfile militar; no fue el monótono sonido del comunal máquina de vapor que, desde otra zona, movía los el ni el hecho de que, al contemplar por primera vez el funcionamiento de una de esas imponentes fábricas del norte, Ralph prendiera de inmediato lo que ello significaba que las vieja tumbres de Wessex practicadas por sus antepasados habían desaparecido para siempre; no fue siquiera el siniestro rumor mecánico y la deshumanización del lugar lo que le provocó náuseas que le conmovió fue que la mitad de las máquinas eran accionada niños andrajosos,

Forest le miró. —Los niños son más baratos -comentó con calma- Le tratamos mejor que en otras fábricas. No permito que los azoten.

Y, por una vez, Ralph Shockley tuvo la sensatez de guardar silencio. Al contemplar el gigantesco y pulsante monstruo comprendió, por primera vez, que él, por sí solo, no podía hacer nada, que era impotente.

«Tan impotente como esos niños», recordaría más tarde con tristeza.

El doctor Thaddeus Barnikel no se hacía ilusiones.

—Transcurrirán muchos meses antes de que Porteus le permita regresar —dijo a Agnes—. Y será Porteus quien lo decida todo,

El canónigo no hacía sino reflejar el talante de la ciudad en aquel entonces, a un tiempo belicoso y conservador. Mucho antes de su triunfo definitivo, el consejo había concedido a Nelson la lave de la ciudad. En un insólito gesto de generosidad, la ciudad se había ofrecido incluso a equipar a seiscientos voluntarios para la uerra. Algunos de los voluntarios de Wiltshire habían sido adiestrados en los claustros de la catedral. Los habían puesto perdidos, y uno de los soldados había dibujado en los muros los retratos de sus compañeros. Pero nadie protestaba por lo que se hiciera para ganar la guerra. Algunos habitantes del recinto de la catedral lucían inluso la escarapela blanca de la causa realista de los Borbones. Para deleite del canónigo, incluso habían preparado una serie de peticiones locales contra la emancipación de los católicos. Todas las causas patrocinadas por Porteus triunfaban.

Si Porteus les dice uqe Ralph es un traidor es mejor que este no aparezca por aquí —concluyó el doctor

En Sarum solo se pensaba en la guerra. Porteus, frío y fanático, podía mostrarse inflexible.

Durante los meses que siguieron a la partida de Ralph, Barnikel vio a Agnes a menudo. Esta se había mudado a su casita en New Street; pero casi todas las tardes, cuando el canónigo Porteus salía, la oven visitaba a Frances en su casa, adonde Barnikel acudía, dos veces a la semana. Entonces acompañaba a Agnes hasta su morada, despidiéndose de ella ante la puerta. A los niños les colmaba de regalos. A veces, Agnes y él daban un paseo, solos o en compañía de Frances, pero siempre en un lugar público, generalmente en el recinto de la catedral.

En varias ocasiones, Barnikel le preguntó a Frances si Porteus

-Me temo que no, doctor -respondió ella secamente,

Era imposible adivinar qué opinaba France al respecto. La primera insinuación se produjo a principios de 1805, cuando un día,l evitando mirarle a los ojos, Frances comentó:

-Mi esposo es como el señor Pitt, doctor, Le anima una gran pasión, pero por su país.

—Su hermano también es un hombre apasionado Pero ella meneó la cabeza negativamente. -Ralph es un hombre de entusiasmos repentino, enseguida se le pasan. Eso no es pasión. No conoce lo que significa la pasión..

Barnikel se preguntó qué otra cosa le había enseñado a Frances su extraña vida con Porteus tras las puertas cerradas de preguntó si con esas palabras la señora insinuaba que como los sentimientos de él.

Asimismo la pasión de Thaddeus Barnikel por Agnes, al que un fuego de carbón, apenas daba muestras externas, pero con el calor constante y feroz de un horno.

«Lo cierto —se confesó Barnikel— es que esa mujer constituye toda mi vida.»

Ralph escribía con frecuencia, por lo general a Agnes, y en un de ocasiones a Mason.

- Relató a Mason su visita a la fábrica de algodón y recibió una deprimente carta en respuesta.

Las terribles máquinas que describes apenas han hecho su aparición en Wiltshire y, gracias a Dios, existen escasas probabilidades que las veamos en Salisbury.

Nuestra industria pañera sigue muy débil. El mes pasado tuvo ron que cerrar las puertas otros dos pobres tejedores. Es triste as tir al declive de la industria pañera de Sarum.

Ralph escribía a Agnes cartas llenas de ternura, asegurándole que no tardaría en regresar

Aparte de sus funciones de tutor, Ralph hacía muchas otras cosas. El horror que había presenciado en la fábrica de algodón le hizo regresar a la ciudad en múltiples ocasiones. Los días que libraba se dirigía a ella a caballo. No tardó en averiguar que lo que le había dicho lord Forest era cierto: existían fábricas infinitamente más siniestras que la suya.

Sin embargo, lo peor de todo eran las minas, de las que extraían el precioso carbón que servía de combustible para las grandes máquinas. “Son el mismo infierno”, escribió Ralph a Agnes. A mason lesdijo:

He visto minas, de trescientos metros de profundidad, iluminadas por velas, que consideran seguras hasta que los gases apagan la llama de las velas. Es decir, seguras hasta que se produce una explosión bajo tierra. El otro día vi cómo sacaban unos cadáveres con tanta indiferencia como si se tratara de ratas devoradas por los perros en sus madrigueras.

Los vivos son peores que los muertos. En algunas minas siguen empleando a niños para abrir y cerrar las puertas de ventilación subterráneas; y he visto a niñas portando unos arneses como si fueran mulas, acarreando cestos de carbón arriba y abajo por las escaleras durante diez horas al día.

Ayer, en uno de estos siniestros lugares, vi una figura que confundí con un perrillo negro que salía del pozo de una mina. Al acercarme comprobé que aquella criatura cubierta de porquería, aunque se arrastraba a cuatro patas y podía haber sido un animal, no era un perro sino un niño, obligado por sus padres a trabajar en la mina. El niño, aunque parezca increíble, tenía cuatro años.

En Sarum conocemos la pobreza, pero, gracias a Dios, no conocemos estas miserias.

Esta situación persistió en Inglaterra durante un tiempo. Pero a su esposa, por delicadeza, Ralph se abstuvo de describirle tales horrores. Se refería al tema en términos generales.

En este lugar hay cosas que se me antojan un auténtico crimen contra la libertad y la dignidad humana. Una situación infinitamente peor que la esclavitud. Hasta Porteus me daría la razón, pero supongo que es inútil tratar de comunicarme en estos momentos con él.

Edward Rutherfurd. Sarum. (Sarum, trad. C. Batlles). Ed. Roca, 1ª ed. Barcelona, 2015. ISBN: 978-984-16306-48-0. 1246 pàgs. Pàgs. 1117-1121)

Documents Condicions de vida del proletariat, revolució industrial

III. EL NIÑO PROLETARIO

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.

Mе congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.

En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario. Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de i Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.

Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuarla enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de los chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a la alquimia que aún no puede entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

(…)

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna. joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

Osvaldo Lamborghini. Novelas y cuentos. Ed.Del Serbal, Barcelona, 1988, 1ª ed. ISBN: 84-7628-046-7. 320 pàgs. Pàgs. 63-64 i 69.

En tot cas, se li ha criticat una certa fascinació per la figura de Robespierre.

Fascinació? Sí i no. Crec que en elfons ell és el responsable del fracàs del moviment revolucionari. I n’és responsable perquè, al Comitè de Salvació Pública, ell era la figura central. No era un dictador, però: en diverses ocasions va quedar en minoria al Comitè de Salvació Pública. Per exemple, no es va acceptar el seu projecte de Declaració dels Drets de l’Home, el 1793. No penso que fos un tirà, i el seu caràcter sanguinari, indiscutible, diguem que s’acompanya en ell d'un gran, gran dolor. El 1791, a l'assemblea constituent, fa un gran discurs contra la pena de mort. Va enviar gent a la guillotina, inclòs el seu condeixeble Camille Desmoulins, de qui va ser testimoni de noces, però va ser per a ell un gran dolor. Per contra, a la tardor-hivern de 179394, va posar a ratlla, no tot sol, però ell va contribuir decisivament a posar a ratlla el popular, perquè el moviment popular era incontrolable i ell estava condicionat per aquella guerra que no havia volgut, ell estava contra la guerra, però ja que hi eren, calia guanyar-la. I per guanyar-la no s’ha de fer bestieses. El moviment popular, com es diu en francès, «va tallar la branca sobre la qual estava assegut», és a dir, va provocar la seva pròpia caiguda. El moviment popular era el motor de la revolució. I Termidor és una conclusió lògica d’això. Per tant, jo no l’idealitzo, però penso que com a persona humana era formidable, que no era un tirà, ni un sanguinari, però que per contra no va saber veure que no s’havia d’aixafar el moviment popular. La mort de Marat va ser molt greu, també. Marat era un personatge enorme, sempre calumniat; quan deia que calia tallar cent mil caps, és com si jo digués «fa deu anys que et dic això», era una manera de parlar. Marat era formidable, i si no hagués estat assassinat, probablement hauria tingut un paper entre Robespierre i el moviment popular. Per tant, penso que sí, que en tot cas, Robespierre ha estat injustament tractat de tirà i de sanguinari.

Vostè ha escrit: «Avui els qui critiquen sense mirar de destruir són els mateixos dels quals es burlava Robespierre, són aquells que volen la revolució sense revolucionaris». Aquesta podria ser la conclusió?

I tant! ! !

Éric Kazan. L’editor insurrecte. Entrevista Josep M. Muñoz.

JULIOL/AGOST 2015 Revista L’AVENÇ núm. 414. Pàg. 25.

Robespierre

Belloc,Hilaire. Robespierre. (Robespierre, trad. Ed. Juventud). Ed. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1996, ISBN: 84-395-4943-1. 320 pàgs.

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Joseph Hilaire Pierre René Belloc (imatge, viquipèdia)

En estatura, Robespierre no sobresalía; estaba un poco por debajo de la media, pero este distintivo, que no implica por sí una impresión de insignificancia, se acompañaba de una levedad de constitución que le hacía pasar inadvertido a menos que se destacase de la multitud por su aparición en la tribuna. Su aspecto físico era delicado; sus pies y sus manos eran pequeños y bien formados; el pecho, ni ancho ni hundido. No gozaba de aquella vitalidad de acción que proporcionan unos pulmones vigorosos. Su voz, su gesto y su humor estaban exentos de la súbita energía que el ardor y el entusiasmo confieren a los hombres. Su rostro, aunque diáfano, acusaba esa palidez que solemos atribuir a un estado morboso, que no dejó de manifestarse en Robespierre a lo largo de su juventud y de su vida pública, aunque no con la persistencia que implica una mala salud. El recuerdo de esta palidez ha suscitado (cuando él ha dejado ya de estar presente y no es posible, por tanto, corregir errores) una impresión de desabrimiento y enojo, que ha viciado la mayoría de las descripciones. Como se verá en el estudio que sigue, Robespierre poseía una disposición de ánimo que lo distinguió del común de la gente; su sonrisa, aunque fría, era frecuente, y su paciencia, firme.

(Procedència de la imatge: enllaç)

Tenía de común con el conjunto de aquella clase profesional francesa, de la que él procedía, una pronunciada tendencia al orden, a la regularidad en el comportamiento, y una manifiesta capacidad para el trabajo mental prolongado; pero esta laboriosa actividad solía aniquilarse de tal modo, a fuerza de deducciones delirantes y obstinadas, que llegaba a perder esa efectividad que lograron en otros innumerables casos los espíritus más prácticos de la Revolución; tampoco consiguió su laboriosidad hacerle reaccionar hacia las menudas actividades corrientes que tanto inspiraron a Carnot y que al fin empezaron a apasionar a Saint-Just. Este apetito por la norma y por la metódica providencia le movió a manifestar una singular actitud, que hay que mencionar a continuación: su presencia se caracterizaba por la distinción con que vestía, rasgo significativo en el que han insistido justamente los historiadores de la Revolución. Llevaba a cierto exceso la amable debilidad por el atuendo de su persona, que era un deber social en el antiguo régimen y que hoy conserva aún con exagerada reverencia la clase social a la que él pertenecía. Moderado en sus gastos durante toda su vida, halló los medios de agenciarse un nutrido guardarropa, a cuya conservación dedicó buena parte de su tiempo. De la variedad de colores que imponía la moda de la época, él escogía los más adecuados a su tipo y su presencia, y, en parte por evitar exageraciones, en parte por exigencias del buen gusto, prefería los colores sobrios que acostumbraban lucir las gentes de su rango: el pardo oscuro y el verde oliva solían ser los tonos de su casaca. Posteriormente se aventuró a usar colores más llamativos, que se pusieron de moda en 1793, especialmente el azul claro, que llegó a ser su favorito y que hicieron famoso las circunstancias de dos fechas relevantes. En la cuidada elegancia de sus medias de seda, en las hebillas que – aun después del cambio de la moda en 1792 – siguió usando en los zapatos, en la pañoleta blanca del cuello y en los leves puños escarolados hacía ostentación del gusto general de la clase social a que pertenecía, pero realzándolo con una atención más escrupulosa, una elección más acabada que la que podían mostrar sus congéneres. Es evidente que, dotado de tal gusto, observaría al detalle las exigencias de su época respecto al arreglo de los cabellos. Robespierre los llevaba siempre cuidadosamente cepillados, peinados hacia atrás y ahuecados en los aladares; se los empolvaba todos los días, con exacta regularidad, y se ha hecho observar que incluso en las vigilias y alarmas de los últimos años de la Revolución, cuando las batallas callejeras hacían que las gentes se olvidasen de dormir y de pasear, jamás se le vio aparecer sino cuidadosamente afeitado y peripuesto, y así hasta la dramática hora en que perdió la vida.

Tales hábitos iban necesariamente acompañados de una figura erguida, un paso rápido, aunque no resuelto, y cierta flexible vivacidad en el movimiento de la cabeza. Como cualquier persona de la comarca norteña donde había nacido, Robespierre era comedido de gestos y ademanes, y en toda su actitud manifestaba la preocupación de guardar un inalterable reposo.

(Pàgs. 11-12, Història de la Moda / Història del Pentinat)

1789

El 4 de mayo, en un escenario que una docena de cronistas han hecho memorable, los Estados Generales se reunieron en la iglesia de Notre-Dame para entonar el Veni Creator y desfilaron ordenadamente entre la silenciosa multitud para oír en San Luis la misa del Espíritu Santo. Vestido de negro riguroso que tal era la uniformidad que correspondía a los seiscientos miembros del estado llano, con su espada y su capa de seda, Robespierre, entregado a una pompa y un ceremonial que convenían a su inclinación, entraba en el mundo del debate y a la controversia, con el que llegaría a identificarse. Su espíritu, a lo teatral y apenas preocupado de lo dramático, tenía, embargo, de común con lo místico y emblemático el sentido simbolismo y la inclinación por las formas externas. El escenario de San Luis, el sermón liberal y hasta atrevido del obispo Nancy, la impresión del aplauso popular, confirmaban sin los sueños que él se forjó en Arras sobre el papel de los Estados Generales.

(Pàgs. 66-67, Història de la Moda)

Maillard, 1789

El lunes 5 de octubre descargó sobre París una tormenta impetuosa. (…)

Cuando aquella riada halló un estuario, cuando aquella incalculable energía expandióse en la convergencia de las avenidas, en el gran espacio abierto frente al palacio, Maillard organizador y voz directora, escogió a doce mujeres y en con ellas en el salón de la Asamblea. En el exterior de la casa parlamentaria se adensaba un ruido monótono, como el de mar en los días serenos; la lluvia batía en las ventanas; la multitud se movía y circulaba con inacabable arrastrar de suelas : con eco general de conversaciones. Hasta ahí no había más que en acostumbrado; y al entrar Maillard y sus doce madres, el silencio.

Stanislas Maillard(dibuix de Gabriel, musée Carnavalet, Paris), viquipèdia >>>> enllaç

Muy alto, largo de rostro, pálido, vestido totalmente de negro, sin el menor adorno blanco en el cuello ni en los puños, hado del lodo de los veinte fatigosos kilómetros, empapado del aguacero de la tormenta, este caudillo fijó su brillante mientras la tribuna, de donde se esperaban el pan y la libertad los hombres, y allí vio, menudo de cuerpo, dueño de sí, erguido, frío el gesto cuajado en un rostro pequeño, limpio y cuidado el traje, al hombre de la nueva esperanza, a Robespierre, que atendía la queja de los hambrientos, solicitaba información, confirmaba las sospechas de las masas sobre tas conspiraciones que se urdían contra la ciudad, y en aquél momento supremo hablaba por los hombres supremos de propia clase.

(Pàgs. 80-81, Història de la Moda)

Dumoriez / Robespierre

Dumouriez, ansioso de aceptar por completo un movimiento del que no había entendido nada, cayó en lo que de haber sido para él la más ridícula de las humillaciones y a apareció en la tribuna tocado con el gorro frigio. El golfo que abría entre las ideas de Robespierre, sencillas, consecuente rectas, y la mezcla de intrigas políticas que rodeaba a la ronda se hizo evidente en las circunstancias que siguieron: cuando Dumouriez hubo levantado la mano, como para jurar una nueva alianza con la nación en extrema necesidad de auxilio, y se produjo la salva de aplausos que él había calculado antemano al planear el gesto, Robespierre, preciso y austero, subió a la tribuna. Con el habitual manejo de las gafas, des blando morosamente su manuscrito, con el débil tono de costumbre y entre el silencio que solía producirse, empezó a sus agravios y reclamaciones.

Charles François Dumouriez

Charles François du Périer du Mouriez (viquipèdia, enllaç)

(…)

El conjunto fue un tejido de generalidades, de triviales consideraciones; la interlínea, el trasfondo del texto, que no aparecía en la superficie, era una sostenida sospecha de todos parlamentarios, de la Corte, de los nuevos ministros, de los salones, de Brissot, de los generales, de los fuldenses; una sospecha que se adensaba y multiplicaba sin orden ni congruente disposición en el espíritu del orador. Pero no fue el discurso en sí lo que caracterizó principalmente la actitud de Robespierre, sino un pequeño incidente que se produjo cuando éste llegó a la tribuna. Al poner el pie en el último escalón de aquella plataforma, alguien le puso el gorro rojo sobre el cabello, cuidadosamente empolvado. Robespierre hizo un gesto de desagrado; todo lo que aquello significaba le resultaba odioso: aquello desorden, delirio, manía bélica, pérdida – que temía principalmente – de su papel de dirigente y de los métodos y del credo que él adoraba más aún que al éxito. Robespierre arrojó gorro al suelo y allí lo dejó, y así inició su discurso con contenida pasión.

(Pàg. 144, Història de la Moda / Història del Pentinat)

Después, bajo el calor creciente de la mañana, se dirigió a la estatua de madera, pintada de llamativos colores, que presentaba el Ateísmo y le prendió fuego. Entre aplausos de la multitud, músicas, alabanzas a la nueva, simple y per religión que estaba otorgando al mundo, marchó procesionalmente, presidiendo a los miembros del Parlamento, hacia el Campo de Marte. Durante todo el tiempo que duró el festejo, la leve figura de Robespierre, enfundada en blanco calzón de nanquín y casaca azul y ceñida de una banda tricolor, es sumergida en un amplio manto y un penacho tricolor de plumas: fue la única vez que aquel hombre – que jamás convivió con los ejércitos en el frente de combate – se asemejó a los diputados en misión. Alguien que hubiese conocido nuestra mejor que David habría escondido entre esos símbolos una burlesca figura, de puntillas, con patas de fauno y orejas puntiagudas.

(Pàg. 256, Història de la Moda)

Una larga e inútil agonía señaló aquel tránsito hacia guillotina. Tan lentamente avanzaban las carretas y con tan frecuentes sacudimientos y detenciones entre la densa multitud, que en los cuatro kilómetros escasos de camino se invirtieron horas. En el Quai des Lunettes, donde su afable costumbre de hacer personalmente sus compras le había granjeado afecto de los comerciantes de las tiendas portátiles, los ópticos y sus operarios contemplaron su paso; y no expresaron ni sentimiento. En la rue Saint-Denis, en la rue de la Ferron pasados los mercados, las ventanas llenas de gente y la reaparición de un mundo bien vestido proclamaban a las claras reacción; pero especialmente en la rue SaintHonoré, aquella sociedad que, desde las victorias, estaba reconquistando a Francia, hacía una demostración de entusiasmo, que encontraba sonoro eco en el pueblo.

Se ha dicho que, en el límite oeste, los soldados que cubrían la línea no podían contener el flujo de la multitud; los portal de las casas estaban llenos; la gente agitaba ramos de flores entre aclamaciones incesantes. Para unos, lo que las carretas transportaban era el Terror; para otros, la sucia igualdad; para otros, la locura; para otros, la República; para otros, el temor al castigo. Pero, en realidad, era sólo a Robespierre.

Se zarandeaba, débil y exangüe, atormentado por las cuerdas que le ataban al carro; había perdido el sombrero; la casaca tono azul claro estaba manchada de sangre, de suciedad de las prisiones; la blanca calzona de nanquín también tenía manchas de sangre y de lodo; la cabeza se le caía sobre un hombro; parecía un hombre víctima de un síncope.

No es justo contemplarle de esta suerte. El hombre había pasado ya. No describiré su fin. Quizá Carrier gritaba detrás de la carreta, quizá se representó una escena de bacanal ante la desalojada casa de Duplay, quizás en la rue Royal una mujer le golpeó. En la gran plaza, adonde había vuelto la guillotina para este último sacrificio, los veintidós fueron trasegados en expiación. Cuando le arrancaron la venda dio un gran grito de dolor. La cuchilla cayó, y el cabello de la víctima lanzó de sí el polvo de su tocado.

(Pàgs. 302-303, Història de la Moda / Història del Pentinat)

Belloc, Hilaire. Robespierre. (Robespierre, trad. Ed. Juventud). Ed. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1996, ISBN: 84-395-4943-1. 320 pàgs.

Robespierre, escriure

Su conexión con aquel organismo provincial llenó un pequeño período de los años que precedieron a su pública fama. Sin embargo, es en este marco donde uno puede juzgar mejor el rasgo de un carácter, que en él se acusa paciente y laborioso justifica el esmero, la diligencia y los éxitos que el cultivo de las letras, modestamente, le aparejó. Como miembro de la academia de Arras ejerció, más bien que adquirió, el hábito persistente de escribir, que ya no abandonó a lo largo de todas sus actuaciones, que le hizo imposible en adelante llegar a la decisión rápida, a la apelación súbita, y que quizá contribuyó no poco a su caída. Para alimentar este hábito le era indispensable, si no algo tan pesado como la fama, al menos una mención pública continua; y ya no se sentía satisfecho más que cuando una expresión suya se moldeaba en un modelo literario. Aquí se acusa una contradicción de su carácter, que desconcierta a los biógrafos, ya que la prodigiosa influencia que ejerció sobre una generación de hombres descansaba en una ilusión o en una apreciación que estaba muy lejos de las consideraciones del estilo. Tanto como orador incluso, tanto como director y juez de las asambleas, pero fundamentalmente como principio encarnado, tuvo suficiente poder para mantener a distancia la adhesión y el apego de los hombres, , sin embargo, sin una vacilación, fue constante su deseo de que se le recordase siempre como un escritor pulido y fácil.

Está bien que no exagere la mediocridad de sus composiciones en ese período ni sus propias ambiciones literarias. Los trabajos, en su peculiar estilo, muestran la política especial que en adelante él fue incapaz de cambiar – o por hallarse bajo los efectos de una lastimosa tensión o porque lo solicitaban oportunidades más exigentes. Esa labor literaria le proporcionó ciertas lisonjeras satisfacciones. Ganó una equitativa mención compartió el primer premio con Lucretelle, cuando la academia de Metz decidió premiar el mejor ensayo que condenase aquel abuso de la ley penal por el cual las familias de los condenados eran, a su vez, condenadas a infamia legal.

(Pàg. 53)

Robespierre, la llei

Los primeros meses de oscuridad habían pasado, y con ellos día (el último quizá de sus humillaciones en la ciudad cortesana) en que su absurda fórmula para firmar la ley: “Esta sea sagrada e inviolable para todos”, excitó el ingenio de un gascón que, al gritar “¡Himnos, no!”, hizo que estallasen ajadas en todos los bancos de la Asamblea de Versalles.

(Pàg. 85)

Robespierre, sufragi universal

En estos debates, sin embargo, dejó pocas huellas su intervención. Su defensa de los judíos se ha olvidado; sus alegatos sobre los protestantes se sumieron y perdieron entre otros que expusieron hombres más hábiles que él; lo que queda es el persistente ataque que él dirigía contra toda forma de elección que no fuese el sufragio universal. En esto parecía un dirigente, un conductor, siempre presto al frente del ataque, y hasta mostraba una especie de apasionado empeño en su decisión de asumir el papel oposicionista. Era la entrega total de sí mismo, el principio germinativo de todo lo que vendría después. Si un criterio de riqueza o de elevada oposición limitaba el derecho cívico – siempre tan desmedrado , el hombre no era ya la base del Estado, y lo que allí quedaba no era otra cosa que la propiedad, o la tierra, o los documentos, o algún accidente del hombre. Desde la primera propuesta, a principios de octubre, Hasta el decreto final en los últimos días de enero, Robespierre juró y se debatió contra esta barrera: la teoría exótica, sustentada por la Asamblea, de que el privilegio de representación estuviese limitado a la capacidad de pagar impuestos. Es evidente que él fue destacándose cada vez más a lo largo de aqueas sesiones, y así lo demuestra la escena que tuvo lugar en la roche del voto final, la tormenta del 23 de enero.

(Pàg. 85)

Robespierre / Condorcet

De cincuenta muestras de labor periodística escojo otra expresa con admirable exactitud la queja contra Robespierre. No es una acusación justa; desdeña la sinceridad que dominaba y aun absorbía las tentaciones de vanidad o ambición de Robespierre; procede de la pluma de un hombre formado en la tradición de Lucrecio, que había inspirado a Diderot; un hombre a quien irritaba la religión, indignado de que el nombre Dios persistiese tan tenazmente en invocaciones. Pero aqué hombre era grande y había hundido su escoplo hasta el fondo. Era Condorcet.

Marqués de Condorcet (imatge viquipèdia, enllaç)

“...Y hay algunos que preguntan por qué tantas mujeres rodean siempre a Robespierre y están pendientes de : en casa, en las galerías del club jacobino y de la Convención. Ello se debe a que esta Revolución nuestra es una religión y Robespierre dirige una secta dentro de ella. Él es el sacerdote a la cabeza de sus fieles... Robespierre predica; Robespierre censura; es furioso, grave, melancólico, exaltado, toda frialdad; sus pensamientos fluyen correctamente, sus hábitos son correctos; hace descargar sus truenos sobre los y los grandes; vive casi de nada; no tiene necesidades. Su misión no es más que una: hablar; y habla incesantemente; crea discípulos… Poesee las condiciones no del creador de una religión, sino las del creador de una opinión; tiene fama de aseceta... Habla de Dios y de la Providencia; él se dice amigo de los humildes y de los débiles; va seguido por mujeres y pobres de espíritu, cuya adoración recibe gravemente... Es un sacerdote, jamás será otra cosa que un sacerdote.

Robespierre i el jo

1) El carácter de la escritura puede corresponder a cualquier período. Es claro, sin inclinación, pero pequeño e irregular. Robespierre jamás hacía letrás mayúsculas, ni aun después de un punto, salvo cuando escribía en primera persona: una travesura que algún cínico podría interpretar erróneamente. (nota a peu de página)

Belloc, Hilaire. Robespierre. (Robespierre, trad. Ed. Juventud). Ed. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1996, ISBN: 84-395-4943-1. 320 pàgs. (Pàg. 54)

Las cárceles de París: la Bastilla

Para la monarquía resultaba muy difícil recurrir al método que más tarde aconsejaría el mariscal Lyautey para impedir las revueltas: mostrar la fuerza para evitar el tener que utilizarla. En cambio, se de­dicaba a hacer una exhibición de suplicios, que tenían lugar en pú­blico, en la plaza de Gréve, en el mismo centro de París: ahorcamientos, ejecuciones en la rueda e incluso descuartizamientos, como en el caso de Damiens, que hirió a Luis XV con un cuchillo. Poseía tam­bién numerosas cárceles de siniestra reputación: penales, como los de Bicétre, La Force, Charenton o Saint-Lazare; cárceles para malhecho­res acusados de robo o de crímenes, como la Conciergerie, la Tour­nelie, el Grand y el Petit Chátelet; cárceles para deudas, como el Fortl`Evéque, y, finalmente, cárceles del Estado, tres en toda Francia, que eran el castillo de Pierre-Encise, cerca de Lyon, la fortaleza de Vin­cennes y la Bastilla, en la región de París.

La Bastilla, a finales del siglo XvIII, era algo más que una cárcel. Se había convertido en un símbolo, el símbolo de todo cuanto de ar­caico, periclitado y «feudal» tenía el Antiguo Régimen, y, sobre todo; el símbolo de la arbitrariedad.

La palabra bastille, equivalente de bastide, servía en la Edad Me­dia para designar una fortaleza. Efectivamente, la Bastilla fue cons­truida por Carlos V, a partir de 1370, para defender la entrada de París por la puerta de Saint-Antoine. Desempeñó este papel durante los siglos XV y XVI, e incluso durante la Fronda. Pero, a partir del prin­cipio del reinado de Luis XIV, su valor militar era muy relativo. El poeta. Claude Le Petit; que fue quemado en la plaza de Gréve el 1 de septiembre de 1662, por haber escrito versos licenciosos, preguntaba:

¿Para qué sirve la vieja muralla en el agua, Es acaso un acueducto, una tumba, Es acaso un vivero de ranas?

Y contestaba:

Es la Bastilla, por lo que parece, Es ella misma, por mi fe,

¡Rediez, ése es un buen motivo para que todos temblemos!

Para terminar, definía perfectamente la función del edificio:

De este castillo sin, guarnición Intenta hacer una prisión Si no sirve de fortaleza.

La Bastilla era un edificio rectangular formado por ocho torres circulares unidas por murallas de 100 pies de altura (30 metros aproxi­madamente). Cada una de estas ocho torres tenía su propio nombre: Coin, Chapelle, Puits, Bertaudiére, Baziniére, Trésor, Comté y Liber­té. Esta última debía su nombre al hecho de que en ella se encerraba a los prisioneros que tenían libertad para pasearse por los patios del castillo. No se podía entrar en la Bastilla más que por una sola puerta para carruajes y un portillo para peatones. Estas puertas se hallaban defendidas por dos puentes levadizos que permitían franquear el foso ancho y profundo que rodeaba al castillo. Este foso podía llenarse con agua del Sena, pero en 1789 estaba seco.

Dentro del cuadrilátero, de la fortaleza, había dos patios separa­dos por un edificio que unía entre sí las torres de la Chapelle y de la Liberté. El primer patio, a la entrada del castillo, se llamaba Gran Pa­tio o Patio del Reloj, a causa del reloj monumental que adornaba la fachada del edificio que unía las torres. Sostenían al reloj unos gru­pos escultóricos que representaban prisioneros encadenados. El se­gundo patio se llamaba patio del Pozo (Puits).

Para llegar a la Bastilla era preciso rodear las murallas oeste y sur, cruzando dos patios rodeados de construcciones anexas. El primero de estos patios recibía el característico nombre de «cour du Passage» o también «cour des Casemes». Se entraba en este patio por una puer­ta situada a la altura de la casa que ostenta hoy en día el número cin­co de la calle Saint-Antoine. Este patio, por el lado de la fortaleza, es taba rodeado por una serie de' tiendas alquiladas en provecho del go­bernador de la Bastilla, y, por el otro lado, por los cuarteles de los In­válidos encargados de la defensa del castillo. El patio del Paso per­manecía abierto durante todo el día. Al final de este patio, en la fa­chada sur del castillo, un nuevo portal de estilo dórico daba acceso a un segundo patio llamado «patio del Gobierno». Este portal estaba precedido por un foso de cinco o seis metros de ancho que había que franquear mediante dos puentes levadizos, uno para peatones y otro para carruajes. Esta fortificación, que comunicaba el patio del Paso con el patio del Gobierno, recibía el nombre de «avanzadilla». El pa­tio del • Gobierno- estaba rodeado por la residencia del gobernador, frente a las murallas de la Bastilla. Este era el patio que comunicaba con el interior de la fortaleza por una doble puerta precedida de puen­tes levadizos de la que ya hemos hablado. Al este de la fortaleza, un «bastión» convertido en huerta protegía el castillo por el lado del barrio de Saint-Antoine.

Durante mucho tiempo, la Bastilla fue utilizada únicamente como ciudadela militar y no como cárcel. Se alojaba en ella a los grandes personajes de paso por París. El gobierno de la Bastilla se ofrecía a los miembros de la nobleza á los que se qüeria honrar. Por ejemplo, Le­clerc du Tremblay, hermano del padre Joseph, «eminencia gris» de Richelieu, fue gobernador de la Bastilla.

Fue precisamente Richelieu quien hizo de la Bastilla una «cárcel del Estado», es decir, una cárcel donde se encerraba a los individuos que hubieran cometido algún crimen o delito no relacionado con el derecho común y detenidos en virtud de las cartas selladas, o dicho de otro modo, por orden arbitraria del rey..En tiempos de Richelieu, la Bastilla llegó a tener 53. prisioneros. Se trataba de gente sospechosa de atentar contra el primer ministro, tres monjes y dos curas calificados de <<extravagantes», seguramente un tanto heréticos, a no ser que estuvieran locos; tres falsificadores de moneda; un noble, cuya pena de muerte había sido conmutada por cadena perpetua; una vein­tena más de nobles acusados o convictos de diversos crímenes; algu­nos oficiales detenidos por faltas disciplinarias, y, finalmente, extran­jeros, prisioneros de guerra importantes, o espías.

Durante el reinado de Luis XIV, el gobierno se habituó a mandar a la Bastilla a los novelistas -o gacetilleros que habían escrito o publi­cado libelos hostiles a la política oficial; a los duelistas sorprendidos en flagrante delito; a partir de 1685, a protestantes e incluso a janse­nistas. También eran encarcelados en la Bastilla los individuos im­plicados en los grandes «escándalos» de la época, asuntos relaciona­dos con los «venenos», brujerías y falsificaciones de moneda. A par­tir de esta época, se dio la orden de mantener en secreto los nombres y categorías de los prisioneros. La Bastilla se vio rodeada por el mis­terio. Surgió la leyenda. La Bastilla pareciótanto más temible cuanto que se convertía en una cárcel misteriosa en la que se entraba sin saber por qué, y de la que se salía -a veces- sin saber cómo. El gobierno, de Luis XV utilizó la Bastilla del mismo modo que el de Luis XIV. Encarceló en ella también a los jansenistas, panfletistas, literatos, conspiradores (durante la Regencia, los miembros de la conspiración de Cellamare), pero también en algunas ocasiones se encarceló en ella a encausados por crímenes o delitos de derecho co­mún, cuyos procesos se instruían en el Chátelet.

Durante el reinado de Luis XIV el régimen de la Bastilla se parecía considerablemente al de las demás cárceles, con la diferencia, en todo caso, de que los prisioneros recibían mejor trato. El ministro Bretea prescribió que se indicara en la «carta sellada» la duración probable de la detención. De 1774 a 1789, durante el reinado de Luis. XVI, fueron encarcelados en la Bastilla 240 individuos, es decir, una media de dieciséis por año. La Bastilla tenía capacidad para albergar a 42 prisioneros en celdas individuales. De este modo, la cárcel nunca estuvo llena. El número de prisioneros detenidos separadamente era muy variable. He aquí algunas cifras: 10 prisioneros en septiem­bre de 1782, siete en abril de 1783, 27 en mayo de 1783, nueve en fe­brero de 1789 y siete el 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla.

En la Bastilla, como hemos dicho, el 14 de julio sólo había encar­celados siete detenidos. Entre ellos, cuatro falsificadores arrestados por órdenes de comparecencia dictadas por el Chátelet. Habrían po­dido ser encarcelados en otra prisión: Jean La Corrége, Jean Bécha­de, Bernard Laroche, llamado Beausablon, y Jean-Antoine Pujarle. Los cuatro estaban acusados de haber falsificado letras de cambio aceptadas por la banca Tourton-Ravel. Otros dos prisioneros estaban locos: De Witt o De Whyte, un irlandés natural de Dublín, se creía Julio César, San Luis o el propio Dios; había sido acusado de espio­naje. Tavernier estaba encarcelado desde 1759 en la Bastilla acusado de complicidad en el atentado de Damiens contra Luis XV. Por úl­timo, el conde de Solages había sido encarcelado mediante carta se­llada lograda a instancias de su familia, en 1765; era sospechoso de haber cometido homicidio.

La vida en la prisión de la Bastilla era más suave que en otras cárceles. Al principio, el prisionero que era encarcelado se hacía traer sus muebles, sus criados y sus comidas. Cuando era una persona pobre, recibía cierta cantidad destinada a garantizar su subsistencia. En el siglo xviti, el régimen de la Bastilla se aproximó al régimen general de las prisiones. Cesaron de entregar dinero a los prisioneros y éstos fue­ron alimentados de las cocinas de la prisión, pero la cantidad desti­nada a alimentación de cada uno variaba entre las seis y las 36 libras, según la categoría de cada prisionero. La alimentación se tenía por buena y abundante. Las habitaciones recibieron muebles pertenecientes al Estado, pero, no obstante, los prisioneros siempre pudieron completar el mobiliario con sus objetos personales. A finales del siglo XVIII„ algunas habitaciones estaban divididas en celdas, con barrotes en las ventanas y cerrojos en las puertas. Existían también mazmorras subterráneas muy húmedas, pero desde 1776 no se utilizaban. Las ha­bitaciones situadas en lo alto de las torres, bajo el remate abovedado, también eran particularmente incómodas, por ser muy frías en invierno y muy calurosas en verano; allí se instalaba a los prisioneros rebeldes.

Ya hemos dicho que en el origen de las leyendas de la Bastilla se encontraba el secreto que, desde finales del siglo xvii, rodeaba a los arrestos. Los prisioneros eran conducidos al castillo en carruajes, con todas las cortinas corridas y los soldados de guardia frente a los muros. Los celadores no debían mantener ninguna conversación con los prisioneros y los detenidos no podían escribir sus nombres ni en las paredes, ni en los platos ni en los márgenes de sus libros. Los médicos habían de designar a un prisionero enfermo por el número de su

piso y por el nombre de la torre ,en la que estaba encerrado.

Todo nuevo prisionero enearceladq en la Bastilla por carta sellada, es decir, por orden discrecional del rey, había de ser interrogado dentro de las veinticuatro horas, pero este principio era aplicado de muy diversa forma. A veces, si se trataba de un personaje importan

te, ya a su llegada era invitado por el gobernador a almorzar con él.Pero podía muy bien permanecer en el castillo dos o tres semanas antes de comparecer ante el comisario del Chátelet o a veces ante el jefe de policía en persona En cualquier caso, el jefe de policía daba su opinión sobre la detención. Habida cuenta esta opinión, el rey, mediante otra carta sellada, ordenaba la libertado el «no ha lugar». Durante el reinado de Luis XVI, 38 «no ha lugar» fueron dados para un total de 240 prisioneros de la Bastilla, es decir, algo menos de una sexta par­te. La carta sellada, aunque empleada muy raramente, seguía siendo muy arbitraria. Sin duda, Napoleón I, e incluso los regímenes más contemporáneos, en Francia, recurrieron, en ciertos casos, a los arrestos administrativos tan arbitrarios como las cartas selladas. Es lógico,pues, que la carta sellada simbolice, a fines del siglo xvII, la arbitra­riedad del régimen «feudal». Y en nada modifica la situación el he­cho de que todo prisionero encarcelado injustamente pudiese recibir una indemnización.

Al contrario de lo que manifiestan las leyendas, los prisioneros de la Bastilla estaban bastante bien tratados. No se les sometía a tortura, o question, más que en los casos previstos por la ley, o sea, ni más ni menos que en las restantes prisiones, y además la question desapare­ció tras los decretos de 1780 y 1788. Ya vimos cómo las mazmorras dejaron de ser utilizadas a partir de 1776; asimismo, desde esta época, los prisioneros dejaron de ser encadenados. En virtud de la orden dictada por Malesherbes en 1775, los prisioneros tienen derecho a leer y escribir. Sin embargo, las cartas que escriben o reciben deben ser leí­das por la administración. Los prisioneros también pueden trabajar, a condición de que no tengan a su disposición útiles que permitan una huida.

Los prisioneros que disfrutaban de la «libertad del patio», podían pasearse por él, jugar a bolas, charlar con los oficiales de la guarni­ción. Algunos prisioneros tenían incluso derecho. a salir a la ciudad, a condición de comprometerse a regresar por la noche.

En el momento en que llegaba la carta sellada de libertad, la Ad­ministración de la Bastilla entregaba al prisionero sus efectos perso­nales. Este debía firmar un descargo y prometer «no revelar nada» de lo que había visto en el castillo. A veces se exigía también al prisio­nero liberado otros compromisos que, si no se aceptaban, podían comportar un nuevo arresto.

La Bastilla no era ni la horrible cárcel medieval que se ha querido describir ni un paraíso de delicias. Era una prisión en la que las «lu­ces» habían mejorado la suerte del prisionero. Lo que contribuía a mantener e incluso a agravar su mala fama era la larga lista de per­sonas que habían sido detenidas allí sin motivo ó, aún peor, para im­pedir que se expresaran libremente.

En el siglo xvu, uno de los primeros prisioneros célebres fue el lla­mado «máscara de hierro», que en realidad llevaba puesta una careta de terciopelo para esconder su identidad. Se ha discutido mucho acer­ca de este personaje, sobre quien han circulado toda clase de leyen­dasy que permaneció encarcelado en la Bastilla de 1689 a 1703. Ac­tualmente parece demostrado que se trató de un ministro del duque de Mantilla, llamado Mattioli, que estaba al propio tiempo al servicio de Luis XIV, a quien habría traicionado.

En el siglo XVII fueron los literatos arbitrariamente encarcelados los que dieron a la Bastilla su siniestra reputación. Voltaire, que tenía entonces veintidós años, fue encarcelado desde el 17 de mayo de 1717 hasta el 14 de abril de 1718. Había sido detenido por escribir versos licenciosos en latín contra el regente.

y su hija, la duquesa de Berry. Volvió a ingresar en 1726, para permanecer doce días, a resultas de una disputa con el caballero de Rohan-Chabot y tras haber sido derri­bado por dos matones a sueldo de este personaje, del cual se había burlado. Voltaire, más tarde, contribuyó mucho a fomentar la desfa­vorable reputación de la Bastilla.

El abate Morellet, uno de los líderes del «partido» filosófico, fue conducido allí el 11 de junio de 1760 por haber publicado un viru­lento ataque contra Charles Palissot, escritor contrario a los filósofos, y contra otros miembros del «partido devoto», especialmente mada­me de Robecq, que moriría de tuberculosis algunos días después. La detención del abate Morellet había sido ordenada por Malesherbes que, pese a todo, a menudo se manifestó amigo de los filósofos. Du­rante su arresto de seis semanas en la Bastilla, Morellet escribió un Traité de la liberté de la presse.

Marmontel fue encarcelado, a resultas de la querella del duque de Aumont, por haber leído, en el salón de Mme. Geoffrin, una sátira contra este miembro de la alta nobleza. Marmontel permaneció once días en prisión y, al abandonarla, manifestó haber encontrado exce­lente la alimentación. No fue en la Bastilla, sino en el castillo de. Vin­cennes, donde se encerró a Diderot. ¿Pero hacía una clara distinción, el público, entre los dos castillos que recibían a los prisioneros del Es­tado víctimas de la libertad de sus opiniones? Diderot había sido de­tenido el 24 de julio de 1749 por sus Lettres sur les aveugles á l'usage de ceux qui voient. Permaneció durante tres meses en la fortaleza, donde pudo continuar corrigiendo las pruebas de la Encyclopédie y mantener correspondencia con sus amigos. En la fortaleza de Vincen­nes fue encarcelado asimismo, durante seis días, el marqués de Mi­rabean, «el amigo de los hombres», por su Théorie de l'impót. Su hijo, el conde de Mirabeau, le siguió desde 1777 a 1781; estaba acusado de haber raptado a una joven menor de edad, Sophie de Monnier. El en­carcelamiento de todos estos célebres escritores había condenado las cárceles del Estado en el ánimo de los filósofos. Pero el «gran públi­co» aprendió a odiar la Bastilla leyendo las obras de dos célebres prisioneros: Linguet y Latude.

Linguet, abogado y periodista, había sido borrado de la lista de abogados en 1774 por difamación, y luego encarcelado en la Bastilla durante dos años, de 1780 a 1782. Escribió allí sus Mémories sur la .astille, que publicó en seguida, tras su liberación. Tuvieron una gran resonancia. Linguet presentaba la Bastilla con los trazo lo más sombríos, pese al relativo confort material que allí reinaba, la abundancia de la alimentación y la variedad de los menús que se servían. Una frase hizo célebres las Mémoires de Linguet. El día de su lle­gada recibió la visita del peluquero:

-¿Con quién tengo el honor de hablar?

-Señor; soy el peluquero de la Bastilla.

-¡Eh, no vayáis a afeitarla! (Hé, que ne la rasez-vous!; rasera arrasar y afeitar.)

Linguet, seguramente, se había puesto a cubierto de nuevas persecuciones estableciéndose en Bélgica. Tomó partido a favor de los «patriotas» a partir de 1787 y regresó a Francia en 1791. Pero su franqueza le valió ser arrestado de nuevo en 1793, por orden del Comité de la Salud Pública; será condenado a muerte por el Tribunal Revolucionario y ejecutado en 1794. Este trágico fin demostraba que el gobierno de la primera República perseguía los delitos de opinión con mayor vigor y crueldad que Luis XVI. Pero en 1794 era preciso ven cer o morir para la República; en 1780, el Antiguo Régimen nopare­cía amenazado tan gravemente.

Los escritos de Latude contribuyeron más aún, quizá, que las Mé­moires de Linguet a difundir y perpetuar la leyenda de la Bastilla. Latude había nacido el 23 de marzo de 1721 en Montagnac, cerca de Pé­zenas, en lo que actualmente es el departamento de Hérault..Era hijo .natural de una criada llamada Danry, y con este nombre se enroló en el ejército como ayudante de cirujano. Participó en la Guerra de Su­cesión de Austria y, una vez terminada, en 1748 fue a París. Para ob­tener un puesto de trabajo mejor, inventó una complicada intriga que le acarreó ser acusado de una tentativa de envenenamiento contra madame de Pompadour. Danry fue detenido y encarcelado en la Bastilla el 1 de mayo de 1749 y trasladado más tarde a la fortaleza de Vin­cennes el 18 de julio del mismo año. El 15 de junio de 1 750 consi­guió evadirse, pero fue nuevamente capturado. Fue conducido de nuevo a la Bastilla, donde permaneció en una celda de castigo hasta finales de 1751. A partir de esa fecha fue trasladado a una habitación, donde tuvo por compañero a un tal D'Allégre, con quien preparó mi­nuciosamente una nueva fuga, que llevaron a cabo la noche del 25 al 26 de febrero de 1756, utilizando una escala de cuerda que habían confeccionado. Los dos evadidos llegaron a Bélgica, desde donde pa­saron a Holanda. Pero fueron perseguidos por unos exentos y deteni­dos con el consentimiento del gobierno de Iris Provincias Unidas el 1 de junio de 1756, para ser conducidos de nuevo a la Bastilla. Latu­de fue nuevamente encerrado en una celda de castigo durante cua­renta meses, es decir, hasta el 1 de septiembre de 1759, a pesar de sus múltiples reclamaciones.

En 1764, después de la muerte de la marquesa de Pompadour, La­tude fue trasladado al castillo de Vincennes. Fue entonces cuando adoptó el apellido con el que había de hacerse célebre. Se pretendía hijo de Henri Vissec de La Tude, oficial del ejército del rey, muerto en Sedán el 31 de enero de 1761. Latude pensaba que esta filiación daría más fuerza a las múltiples peticiones con las que abrumaba in­cesantemente al gobierno. Pero como éstas no parecían dar ningún re­sultado, Latude se evadió por tercera vez. Nuevamente aprehendido, escribió nuevos informes e incluso panfletos contra los ministros. Gracias a estos panfletos se le creyó loco y fue, por lo tanto, trasla­dado a Charenton el 27 de septiembre de 1775. Finalmente, fue pues­to en libertad el 5 de junio de 1777. Pero el 16 de julio del mismo año fue detenido de nuevo y encarcelado en Bicétre por robo. Sus treinta años de cárcel,, sus evasiones fallidas y su mala fortuna llega­ron finalmente a oídos de los filósofos e incluso de los miembros de la Academia, quienes intervinieron en su favor, consiguiendo que fuera definitivamente liberado el 24 de marzo de 1784. A partir de aquel momento fue un hombre célebre. Hombres «ilustrados» y filántropos le dieron dinero; Jefferson, embajador de los Estados Unidos en Fran­cia, le recibió. Desde el principio de la Revolución, apareció como un héroe, como la más ilustre víctima de la recién tomada Bastilla. Redactó una Adresse aux Francais, y su retrato se expuso en el Salón de 1779. En 1790 publicó sus Mémoires, que tuvieron un éxito fabuloso y de las que hubo que hacer veinte ediciones y traducirlas a di­versas lenguas. Un ejemplar de la obra fue enviado gratuitamente a la administración central de cada departamento. El origen de todas las leyendas que existen sobre la Bastilla hay que buscarlo en estas Mémoires.

Cuando fue liberado, se le concedió una pensión de 400 libras, que se aumentó a 2.400 por la Asamblea Legislativa. Latude publicó varios escritos durante la República. Y más tarde se vinculó alIm­perio. Murió el 1 de enero de 1805 a la edad de ochenta años.

Las Mémoires de Linguet y la mala suerte de Latude incitaron al pueblo de París a detestar la Bastilla, hacia 1789. Se deseaba fervientemente su destrucción. El propio gobierno se dejaba arrastrar por la corriente y se preguntaba si no sería más útil cerrarla por razones eco­nómicas. Efectivamente, la Bastilla costaba mucho dinero. El gober­nador percibía una remuneración de 60,000 libras anuales, cifra enor­me para aquel tiempo. Había que añadir, además, las remuneracio­nes de los carceleros, los médicos, cirujanos, boticarios, capellanes, la paga de la guarnición, la alimentación y vestido de los prisioneros y el mantenimiento de los edificios.

Todos estos gastos parecían realmente excesivos para mantener encarcelados a una docena de prisioneros y conservar una antigua for­taleza que ya no podía contribuir en modo alguno al mantenimiento del orden en una capital de 600.000 Habitantes. Hubiera sido mucho más sensato el utilizar los, créditos que se-destinaban a la Bastilla para aumentar las fuerzas de la policía de París. Necker, durante su estan­cia en el ministerio, soñó no sólo con cerrar la prisión, sino, incluso, con la demolición del edificio. Corbet, un arquitecto, tenía prepara­do, desde 1784, el plano de una plaza a construir en el emplazamien­to de la Bastilla. En el centro de dicha plaza debía elevarse un monu­mento, que proponía que fuera una estatua de Luis XVI, cuyo pedes­tal debía forjarse con las cadenas y cerrojos fundidos de la Bastilla. El 8 de julio de 1789, el arquitecto Davy de Chavigné presentó a la Academia Real de Arquitectura el proyecto de un monumento a eri­gir sobre las ruinas de la Bastilla, en honor a Luis XVI liberador. A propósito de ello, el célebre escultor Houdon escribió a Chavigné: «Deseo ardientemente que este proyecto se lleve a cabo. La idea de construir un monumento a la libertad en el mismo lugar en el que la esclavitud ha reinado hasta ahora, me parece cosa bien pensada y muy capaz de animar la inspiración». Un empresario llamado Palloy ofrecía sus servicios para la demolición de la Bastilla. La destrucción de la Bastilla flotaba a en el aire antes de ya que fuera asaltada.

Diez años antes de que la Bastilla fuera tomada, había; perdido ya su función de atemorizar y el gobierno se daba perfecta cuenta de ello.

No era más que un motivo de odio y de ira para los parisienses, ya que, como escribió Servan en su Apologie de la Bastille, una- Bastilla es «cualquier casa herméticamente cerrada y diligentemente vigilada, en la que cualquier persona sin distinción de sexo, rango ni edad, pue­de entrar sin saber por qué, permanecer en ella sin saber hasta cuán­do, esperando salir sin. saber cómo». Por ello, los parisienses ya no querían Bastilla, como no querían que continuara el régimen «feudal». La endeble policía parisiense, ¿era capaz de impedirles realizar sus proyectos? Quizá lo hubiera sido si las autoridades y el gobierno la-hubiesen apoyado. Pero, desde 1787 hata 1789, en muchas ocasiones, la policía fue reprendida por las autoridades por haber intentado cumplir con su deber. En 1789, con la sensación. de haber perdido la confianza del régimen, actuó con vacilaciones y blandamente. Así fue como la policía, que tenía fama de ser la mejor del mundo, permitió que la insurrección se hiciera dueña de la capital en poco tiempo.

(Pàgs. 114-124)

El jurament del Jeau de Pomme

Como de costumbre, el 20 de junio por la mañana, los diputados del estado llano se presentaron en la sala «nacional». Su sorpresa y su enojo fue grande al encontrarla cerrada. Era el preludio de la di­solución,, pensaron muchos. La mayoría era de la opinión de celebrar igualmente la sesión en otra sala.'El doctor Gnillotin indicó la sala del Juego de Pelota, situada no lejos` del castillo. Una vez allí, Mou­nier propuso a los diputados prestar el célebre juramento que debía detener las tentativas de oposición y resistencia reales:

«La Asamblea Nacional, considerando que está llamada a fijar la constitución del reino, llevar a cabo la regeneración del orden públi­co y mantener los auténticos principios de la monarquía, que nada puede impedir que continúe sus deliberaciones en cualquier lugar donde se vea obligado a establecerse, y, que finalmente, allí donde se encuentran sus miembros reunidos, allí está la Asamblea Nacional, determina que todos los miembros de esta asamblea prestarán, en este mismo instante, solemne juramento de no separarse jamás, y de reunirse cuando así lo exigieran las circunstancias, hasta que la consti­tución del Reino sea establecida y afirmada sobre fundamentos sóli­dos y que, siendo prestado dicho juramento, todos los miembros, y cada uno de ellos en particular, confirmarán con su firma esta reso­lución inquebrantable».

577 diputados, entre ellos 7 del clero, firmaron inmediatamente. Unicamente Dauch, diputado de Castelnaudary, se negó a firmar porque no quería comprometerse a ejecutar decisiones que no hubieran sido ratificadas por el rey. Los restantes diputados del estado llano, y cinco miembros más del clero, firmaron el 22.

Este mismo día, el estado llano celebró su sesión en la iglesia de Saint-Louis. La mayoría de los diputados del clero, e incluso algunos nobles, especialmente los del Delfinado. y de Guyenne, se unieron al estado llano.

(Pàg. 183)

Jacques Godechot. Los orígenes de la revolución francesa (La prise de La Bastille. 14 juillet 1789, trad. Maria L. i Rosa M. Feliu). Ed Sarpe, Madrid, 1985. ISBN: 84-7291-904-8. 332 pàgs.

Revolució Industrial

En el mismo mes en que la Iglesia anglicana llevaba a cabo el sondeo para averiguar el volumen de asistencia a sus servicios, Gran Bretaña realizó también el censo nacional que ponía en marcha cada diez años y que situó la población del país en la precisa cifra de 20.959.477 habitantes. Esto representa solo el 1,6 % del total mundial, pero puede afirmarse con toda segu­ridad que no existía otra fracción tan pequeña más rica y pro­ductiva. Este 1,6% de población con nacionalidad británica producía la mitad del carbón y el hierro del mundo, controlaba casi dos terceras partes de su comercio marítimo y una tercera parte del comercio en general. Prácticamente todo el algodón tejido en el mundo se fabricaba en hilanderías británicas con máquinas inventadas y construidas en Gran Bretaña. Los ban­cos de Londres tenían más dinero depositado que el que pudiera tener la suma de los demás centros financieros mundiales. Londres era el corazón de un imperio enorme y en crecimiento que en su momento álgido abarcaría casi treinta millones de kilómetros cuadrados y convertiría el «Dios salve a la reina» en el anatema nacional de una cuarta parte de la población mun­dial. Gran Bretaña lideraba el mundo en prácticamente cual­quier categoría mensurable. Era el país más rico, más innova­dor y más competente del mundo, donde incluso los jardineros alcanzaban la grandeza.

De pronto, por primera vez en la historia, en la vida de la mayoría de la gente había mucho de todo. Karl Marx, mientras vivía en Londres, destacó maravillado, y también con una pizca de impotente admiración, que en Gran Bretaña era posible comprar quinientos tipos diferentes de martillo. Había activi­dad por todos lados. Los londinenses modernos viven en una gran ciudad victoriana; los victorianos sobrevivían en ella, por decirlo de algún modo. El alcance de las interferencias -las zanjas, los túneles, las fangosas excavaciones, las aglomeracio­nes de carruajes y otros vehículos, el humo, el barullo, la con­fusión- generadas por el esfuerzo de proveer a la ciudad de trenes, puentes, cloacas, estaciones de servicio, centrales eléctri­cas, líneas de metro y todo lo demás, implicaba que el Londres victoriano no solo era la ciudad más grande de la tierra, sino también el lugar más ruidoso, fétido, embarrado, concurrido, asfixiante y lleno de agujeros que el mundo había visto en toda su existencia.

El censo de 1851 demostraba también que en aquel momen­to vivía en Gran Bretaña más gente en las ciudades que en el campo -la primera vez que esto sucedía en el mundo- y la consecuencia más visible de este fenómeno eran multitudes a una escala que nunca antes se había experimentado. La gente trabajaba en masa, se desplazaba en masa, se escolarizaba, en­carcelaba y hospitalizaba en masa. Cuando iba a divertirse, lo hacía en masa, y no había lugar al que acudiera con mayor entusiasmo y arrobamiento que al Palacio de Cristal.

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. Pp. 38-39.

Justo en la misma época en la que el Bello Brummell dominaba la escena de la elegancia de Londres y el país entero, otro tejido empezaba a transformar el mundo, y en especial el mundo de la fabricación. Me refiero al algodón. Su importancia en la histo­ria jamás será exagerada.

El algodón es en la actualidad un material tan común que con frecuencia olvidamos que en su día fue extremadamente preciado y más valioso que la seda. Pero en el siglo XVII, la Compañía de las Indias Orientales empezó a importar calicós de la India (de la ciudad de Calicut, de donde tomaron su nombre) y así fue como, de repente, el algodón se volvió asequible. El calicó era entonces un término colectivo que agrupaba cretonas, muselinas, percales y otros tejidos de vivos colores que causaron un deleite inimagi­nable entre los consumidores occidentales porque eran ligeros, lavables y sus colores no desteñían. A pesar de que en Egipto también se cultivaba algodón, la India dominaba su comercio, tal y como nos recuerda la cantidad inagotable de palabras inglesas que derivan del mismo: kaki, dungarees [«pantalones»], gingham [«guinga»], rnuslin [«muselina»], pyjamas [«pijama»], shawl [«chal»], seersucker [«crespón rallado»], etc.

El repentino auge del algodón indio satisfacía a los consumi­dores, pero no a los fabricantes. Incapaces de competir con aquel maravilloso tejido, los trabajadores europeos del sector textil clamaron por todos lados en busca de protección, y de prácticamente todos lados la recibieron. La importación de te­jidos acabados de algodón quedó prohibida en casi toda Euro­pa durante el siglo XVIII.

Pero se podía seguir importando algodón como materia pri­ma, lo que supuso un tremendo incentivo para la industria tex­til británica. El problema era que el algodón era muy duro de hilar y tejer, por lo que todo el mundo volcó su atención en solucionar estos dos problemas. La solución que encontraron es lo que se conoce como Revolución industrial.

Convertir fardos de esponjoso algodón en productos útiles como sábanas y pantalones vaqueros exige dos operaciones fun­damentales: hilar y tejer. Hilar consiste en convertir pedazos cortos de fibra de algodón en grandes bobinas de hilo, torciendo poco a poco la fibra para ir incorporándola, el mismo proceso de la fabricación del hilo y la cuerda. Tejer se realiza entrelazan­do dos conjuntos de hilos o fibras en el ángulo adecuado para formar un entramado. La máquina que lo realiza se conoce como telar. Lo que hace el telar, simplemente, es sujetar en ten­sión un conjunto de hilos para que un segundo conjunto de hilos pueda entramarse con el primero y crear de este modo una tela. El conjunto de hilos tensos se denomina urdimbre. El segundo conjunto de hilos, el que trabaja activamente, se conoce como trama. Y el tejido se obtiene entrelazando hilos verticales y ho­rizontales. La mayoría de los productos textiles del hogar -sá­banas, pañuelos y similares- siguen siendo tejidos de este tipo.

El hilado y la tejeduría eran industrias artesanales que da­ban trabajo a muchísima gente. Tradicionalmente, el hilado era un trabajo destinado a las mujeres, mientras que la tejeduría quedaba en manos de los hombres. Pero el hilado era un proce­so que exigía mucho más tiempo que la tejeduría, y esa dispari­dad se incrementó aún más después de que en 1733 John Kay, un joven de Lancashire, inventara la lanzadera volante, la pri­mera de las varias innovaciones punteras que necesitaba la in­dustria. La lanzadera volante de Kay doblaba la velocidad de producción de tejidos. Las hiladoras, incapaces ya de seguir el ritmo, empezaron a quedar rezagadas y a generar problemas en la línea de producción, con graves presiones económicas para todos los implicados.

Según el relato tradicional, tanto tejedores como hilanderas se enfurecieron hasta tal punto con Kay que acabaron atacando su casa y el inventor se vio obligado a huir a Francia, donde murió indigente. La historia se repite en muchos relatos, incluso ahora con «fervor dogmático», según palabras del historiador de la época de la Revolución industrial Peter Willis, aunque, de hecho, Willis insiste en que no hay nada de verdad en todo el asunto. Kay murió pobre, pero solo porque no gestionó de for­ma muy acertada su vida. Se propuso fabricar personalmente sus máquinas y alquilarlas a los propietarios de los telares, pero estableció un precio de alquiler tan elevado que nadie podía pa­garlo. Lo que sucedió entonces fue que le piratearon el invento, y Kay gastó infructuosamente todo su dinero tratando de conse­guir una compensación a través de los tribunales. Al final se trasladó a Francia, con la vana esperanza de cosechar más éxi­tos allí. Sobrevivió casi cincuenta años a su invento. Y nunca sufrió ningún tipo de ataque ni se vio obligado a huir del país.

Pasaría toda una generación antes de que alguien encontrara una solución al problema de las hilaturas, y llegó de un lugar inesperado. En 1764, un tejedor analfabeto de Lancashire, lla­mado James Hargreaves, inventó ún artilugio ingeniosamente sencillo, que se conoció como la «hiladora Jenny», que realiza­ba el trabajo de diez hilanderas gracias a la incorporación de múltiples bobinas. Poco se conoce de Hargreaves, aparte de que nació y se crió en Lancashire, se casó joven y tuvo doce hijos. Desconocemos por completo su aspecto físico. Fue la más pobre y la más desafortunada de las figuras principales de los inicios de la Revolución industrial. A diferencia de Kay, Hargreaves sí que tuvo problemas. Un grupo de hombres de su misma locali­dad irrumpió en su casa y prendió fuego a sus herramientas y a una veintena de Jennies a medio terminar -una pérdida cruel y desesperada para un hombre de escasos recursos como él-, por lo que durante un periodo prudencial decidió abandonar la fabricación de Jennies y dedicarse a la teneduría de libros. Por cierto, el nombre de Jenny no es en honor a su hija, como con frecuencia se ha apuntado; jenny era una palabra que solía uti­lizarse en el norte de Inglaterra para referirse a los motores.

La máquina de Hargreaves no parece gran cosa en las ilus­traciones -consistía básicamente en diez bobinas dentro de un armazón, con una rueda que las hacía girar-, pero transformó el panorama industrial de Gran Bretaña. Menos feliz es el he­cho de que acelerara la introducción del trabajo infantil, pues los niños, más ágiles y menudos que los adultos, se manejaban mucho mejor para reparar los hilos rotos y los distintos proble­mas que pudieran surgir entre las casi inaccesibles extremida­des de la Jenny.

Antes de la aparición de este invento, los trabajadores ingle­ses hilaban en sus casas más de 225 toneladas de algodón al año. Hacia 1785, y gracias a la máquina de Hargreaves y a las versiones más sofisticadas que le siguieron, esa cifra había as­cendido a 7.250 toneladas. Hargreaves, sin embargo, no com­partió la prosperidad que sus artilugios generaban, debido en gran parte a las maquinaciones de Richard Arkwright, la me­nos atractiva, menos inventiva y, sin embargo, más exitosa de todas las figuras de los inicios de la Revolución industrial.

Al igual que Kay y Hargreaves, Arkwright era un hombre de Lancashire -¿en qué habría quedado la Revolución industrial sin los hombres de Lancashire?-, nacido en Preston en 1732, lo que lo hace once años más joven que Hargreaves y casi trein­ta años más joven que Kay. (Hay que recordar, además, que la Revolución industrial no fue un suceso repentino y explosivo, sino un despliegue gradual de mejoras a lo largo de varias gene­raciones y en muchos terrenos distintos.) Antes de convertirse en un hombre de la industria, Arkwright fue tabernero, fabri­cante de pelucas y cirujano-barbero, especializado en extraer piezas dentales y efectuar sangrías a los enfermos. Por lo que parece, se interesó en la producción de tejidos a partir de su amistad con otro John Kay -este era relojero y no tenía paren­tesco alguno con el John Kay de la lanzadera volante-, y con su ayuda empezó a reunir la maquinaria y los componentes necesarios para llevar a cabo la totalidad de la producción me­cánica de los tejidos bajo un mismo techo. Arkwright era hom­bre de pocos escrúpulos. Le robó a Hargreaves los rudimentos de la Jenny sin dudarlo ni un momento y sin remordimientos (menos aún con algún tipo de compensación), se escabulló de todo tipo de tratos comerciales y abandonó a amigos y so­cios cuando le resultó seguro o ventajoso hacerlo.

Tenía un verdadero don para realizar mejoras mecánicas, pero su auténtico genio radicaba en saber convertir posibilida­des en realidades. Era un organizador -un buscavidas, en rea­lidad-, y de los mejores. Gracias a una adecuada combinación de trabajo duro, suerte, oportunismo y gélida crueldad, se cons­truyó, durante un periodo de tiempo breve pero extremada­mente lucrativo, un monopolio virtual sobre el negocio del al­godón en Inglaterra.

El personal desplazado por la maquinaria de Artwright no solo sufrió el inconveniente de quedarse sin trabajo, sino que además quedó reducido al nivel más bajo de la desesperación. Es evidente que Arkwright vio venir lo que sucedería, pues construyó su primera fábrica como una auténtica fortaleza en un recóndito paraje de Derbyshire -que era un condado remo­to de por sí- y la reforzó con cañones, guardando incluso en su interior una reserva de quinientas lanzas. Acorraló el merca­do con la producción mecánica de tejidos y, como consecuen­cia de ello, se hizo inmensamente rico, aunque sin ganarse el aprecio de nadie ni conseguir vivir feliz. En el momento de su fallecimiento, en 1792, tenía cinco mil empleados y su fortuna se estimaba en medio millón de libras, una suma fabulosa para cualquiera, pero en especial para un hombre que había pasado gran parte de su vida dedicándose a fabricar pelucas y a traba­jar como barbero-cirujano.

De hecho, la Revolución industrial no era aún del todo indus­trial. El hombre que lo hizo posible fue la figura más inespera­damente fundamental de su época, y de prácticamente cualquier otra época: el reverendo ,Edmund Cartwright (1743-1823). Cartwright era hijo de una familia pudiente e importante a nivel local de Nottingharnshire y aspiraba a convertirse en poeta, pero acabó haciéndose pastor y destinado a una rectoría de Lei­cestershire. Una conversación casual con un fabricante de teji­dos lo llevó en 1785 a diseñar -partiendo por completo de cero- el telar mecánico. Los telares de Cartwright transforma­ron la economía mundial y enriquecieron de verdad a Gran Bre­taña. Cuando se celebró la Gran Exposición en 1851, funciona­ban ya en Inglaterra un cuarto de millón de telares mecánicos, una cifra que aumentó al ritmo de cien mil por década antes de llegar a un máximo de 805.000 en 1913, momento en el cual había casi tres millones en funcionamiento en todo el mundo.

De haberse visto Cartwright recompensado por el alcance de sus inventos, se habría convertido en el hombre más rico de su época -del mismo modo" que John D. Rockefeller o Bill Gates se han visto compensados por los suyos-, pero la reali­dad es que su invento no le proporcionó nada de nada directa­mente y, de hecho, acabó endeudado en su intento de proteger y hacer respetar sus patentes. En 1809, el Parlamento lo premió con un pago total de 10,000 libras, casi nada en comparación con las 500.000 de Arkwright, pero lo bastante como para per­mitirle vivir con comodidad hasta el fin de sus días. Entretanto, su apetito por la invención lo llevó a desarrollar con gran éxito máquinas para fabricar cuerdas y para peinar la lana, además de novedosas prensas tipográficas, máquinas de vapor, tejas para tejados y ladrillos. Su último invento, patentado poco an­tes de su fallecimiento en 1823, fue un carruaje accionado con manivela «para ir sin caballos» que, según declaraba con total confianza el formulario de la patente, permitiría a dos hom­bres, accionando de forma continua la manivela pero sin exce­sivo esfuerzo, cubrir una distancia de hasta cuarenta y cinco kilómetros en un día, e incluso en terrenos empinados.

Con el zumbido de fondo de los telares mecánicos, la industria del algodón se encontraba en la posición adecuada para poder despegar, pero las fábricas necesitaban mucho más algodón del que los recursos existentes eran capaces de suministrar. El lugar evidente donde cultivar algodón era el sur de Estados Unidos. El clima, excesivamente cálido y seco para muchos cultivos, era per­fecto para el algodón. Pero por desgracia, la única variedad que crecía bien en los suelos más sureños era una variedad complica­da conocida como algodón de fibra corta. Era un algodón que no podía cultivarse de forma rentable porque sus bagas estaban lle­nas de semillas de tacto pegajoso -con una proporción dé tres kilos de semillas por cada kilo de algodón final-, que tenían que arrancarse a mano de una en una. Separar las semillas de la fibra era una tarea tan laboriosa que ni siquiera con esclavos resultaba barata de realizar. El coste de alimentar y vestir a los esclavos era muy superior a la cantidad de algodón útil que incluso la mano de obra más diligente pudiera proporcionar.

El hombre que solucionó este problema se crió muy lejos de las plantaciones. Se llamaba Eli Whitney, era de Westborough, Massachusetts, y, si todos los ingredientes de la historia son ciertos (algo que, como estamos a punto de ver, es muy posible que no sea así), fue por la más afortunada de las casualida­des que acabó pasando a la inmortalidad.

La historia, según los relatos convencionales, es la siguiente: después de graduarse en Yale en 1793, Whitney aceptó un tra­bajo como tutor en casa de una familia que vivía en Carolina del Sur, pero a su llegada descubrió que el salario que iba a percibir era solo la mitad de lo que le habían prometido. Ofen­dido, rechazó el puesto, una acción que dejó su honor satisfe­cho y a él sin un céntimo y muy lejos de casa.

De camino hacia el sur había conocido a una joven y vivara­cha viuda llamada Catharine Greene, esposa del fallecido general Nathanael Greene, héroe de la revolución norteamericana. En agradecimiento a los servicios prestados y a su apoyo a George Washington durante los periodos más tenebrosos de la guerra, la nación le había regalado a Greene una plantación en Georgia. Por desgracia, Greene, originario de Nueva Inglaterra, no estaba acostumbrado a las elevadas temperaturas de Georgia y había sido víctima de un fatal golpe de calor durante el primer verano que pasó allí. Whimey decidió ir a visitar a la viuda de Greene.

En aquel momento, la señora Green cohabitaba con pasión y sin esconderse de nadie con otro hombre educado en Yale llamado Phineas Miller, el capataz de su plantación, pero aun así, recibieron con agrado a Whitney en su casa. Fue entonces cuando Whitney entró en contacto con el problema de las se­millas del algodón. Y creyó encontrar la solución solo con exa­minar con atención una baga. Se encerró en el taller de la plan­tación e inventó un sencillo tambor rotatorio que al girar desgarraba la fibra del algodón con la ayuda de clavos, librán­dola de las semillas. El nuevo artilugio era tan eficiente que su trabajo equivalía al de cincuenta esclavos. Whitney patentó su desmotadora, a la que denominó gin (una abreviatura de engine o «Motor»), y se dispuso a ser impresionantemente rico.

Y este es el relato convencional de la historia. Parece, sin embargo, que gran parte de la misma no tiene nada de verdad. En la actualidad se sugiere que Whitney ya conocía a Miller -su conexión con Yale parece de lo contrario muy poco ca­sual-, que a su vez estaba ya familiarizado con los problemas que conllevaba el cultivo del algodón en suelo americano y que viajó al sur, seguramente por petición de Miller, sabiendo que in­tentaría inventar aquel motor. Además, por lo que parece, el trabajo no se hizo en un par de horas en la misma plantación, sino que llevó semanas o meses y se realizó en un taller de West­borough. Sea cual sea la realidad del invento, la verdad es que el gin era una maravilla. Whitney y Miller constituyeron una so­ciedad con la clara intención de hacerse ricos, pero resultaron ser hombres de negocios desastrosos. Decidieron exigir a los usuarios de su máquina una tercera parte de la cosecha recogi­da, una proporción que tanto los propietarios de las plantacio­nes como los legisladores sureños consideraron francamente codiciosa. El hecho de que Whitney y Miller fueran yanquis tampoco alentaba los sentimientos a su favor. Pero se negaron con terquedad a modificar sus exigencias, convencidos de que los cultivadores sureños no se resistirían a un avance tecnológi­co tan revolucionario. Y tenían razón en cuanto a lo irresistible del invento, pero no cayeron en la cuenta de que su desmotado­ra podía piratearse con facilidad. Cualquier carpintero con cara y ojos podía imitarla en un par de horas. Y así fue como, en cuestión de poco tiempo, los propietarios de las plantaciones de todo el sur empezaron a cosechar el algodón con desmotadoras de fabricación casera. Whitney y Miller interpusieron sesenta demandas en Georgia y muchas más en otras partes, pero se tropezaron con la antipatía de los tribunales sureños. En 1800 -solo siete años después de la invención del gin-, Miller y Catharine Greene se encontraban en una situación tan desespe­rada que se vieron obligados a vender su plantación.

El sur empezó a enriquecerse. El algodón se convirtió ense­guida en el producto más negociado del mundo y dos terceras partes de todo ese algodón provenían de allí. Las exportaciones de algodón norteamericanas pasaron de apenas nada antes de la invención de la desmotadora, a la impresionante cantidad de un millón de toneladas en los inicios de la Guerra de Secesión. En su momento álgido, Gran Bretaña consumía el 84 % del total.

Antes del algodón, la esclavitud estaba en declive, pero la recogida del algodón, en contraposición con su proceso, de­mandaba una cantidad descomunal de mano de obra. Cuando Whitney desarrolló su invento, el esclavismo existía tan solo en seis estados de Estados Unidos; en el momento del estallido de la Guerra de Secesión, era legal en quince. Peor aún, estados norteños como Virginia y Maryland, donde el algodón apenas podía cultivarse, empezaron a exportar esclavos a sus vecinos del sur, separando con ello a familias enteras e intensificando el sufrimiento de decenas de miles de personas. Entre 1793 y el principio de la guerra civil, fueron enviados al sur más de ocho­cientos mil esclavos.

Por aquella misma época, las prósperas fábricas de algodón británicas necesitaban también muchos obreros -más de los que el mero crecimiento de la población era capaz de propor­cionar-, por lo que se volcaron cada vez más en la mano de obra infantil. Los niños eran maleables, baratos y en general más rápidos que los adultos en corretear entre la maquinaria y solucionar inconvenientes, roturas y otros fallos. Incluso los fabricantes más ilustrados utilizaban a los niños sin restricciones. No podían permitirse no hacerlo.

De manera que la desmotadora de Whitney no solo ayudó a que mucha gente de ambos lados del Atlántico se enriqueciera, sino que además revitalizó la esclavitud, convirtió el trabajo infantil en una necesidad y preparó el terreno para la Guerra de Secesión norteamericana. Tal vez nunca nadie con un invento tan sencillo y bienintencionado haya generado más prosperi­dad generalizada, mayor desencanto personal y más sufrimien­to involuntario que Eli Whitney con su gin. Demasiadas conse­cuencias para un simple tambor rotatorio.

Al final, unos pocos estados sureños accedieron a pagarle algo a Whitney. En total consiguió ganar 90.000 dólares con su inven­to, cantidad suficiente para cubrir gastos. Regresó entonces al norte y se instaló en New Haven, Connecticut, y allí dio con la idea que por fin le haría rico. En 1798 firmó un contrato para fabricar diez mil mosquetes para el Gobierno federal. Las armas tenían que fabricarse con un nuevo método, que acabó cono­ciéndose como el sistema Whitney o sistema americano. La idea consistía en construir máquinas que generaran un suministro in­agotable de piezas que poder ensamblar para crear productos acabados. De esta manera, no era necesario que los trabajadores tuvieran ningún tipo de maestría concreta. La maestría la pon­drían las máquinas. Era un concepto brillante. Daniel J. Boorstin lo ha calificado como la innovación que enriqueció América.

Las armas se necesitaban con urgencia porque Estados Uni­dos estaba constantemente al borde de entrar en guerra con Francia. El contrato se firmó por valor de 134.000 dólares -el contrato de mayor importe firmado por el Gobierno norteame­ricano hasta aquel momento- y le fue concedido a Whitney a pesar de que ni poseía las máquinas para construir las piezas, ni experiencia alguna en la fabricación de armas, pero en 1801, en un momento altamente apreciado por generaciones de libros de historia, Whitney consiguió demostrar al presidente John Adams y al presidente electo Thomas Jefferson cómo un mon­tón de piezas aparentemente sin relación alguna entre ellas, po­dían ensamblarse y convertirse en un arma completa. De he­cho, entre bastidores Whitney se enfrentaba a todo tipo de problemas para que su sistema funcionase. Las armas se entre­garon con más de ocho años de retraso, mucho después de que la crisis que había desencadenado su fabricación hubiera termi­nado. Más aún, un análisis de las armas supervivientes realiza­do en el siglo xx demostró que no se fabricaron siguiendo el sistema Whitney, sino que incorporaban piezas elaboradas ma­nualmente en la fábrica. La famosa demostración a los presi­dentes se realizó con piezas ficticias. Por lo que se ve, Whitney pasó gran parte de aquellos ocho años sin trabajar siquiera en el pedido de los mosquetes, sino utilizando el dinero del contra­to para promover sus esfuerzos de conseguir una indemniza­ción por su invención de la desmotadora de algodón.

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. Pp. 523-533.

EL TRIUNFO DE EUROPA

Carlo Cipolla [1970], uno de los grandes historiadores del siglo XX, decía que en la historia de la Humanidad había habido dos grandes revoluciones: la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial. La Revolución Neolítica, iniciada en Mesopotamia y en China a partir del año 8000 a.C. (por su­puesto, se trata de una fecha aproximada) podría también lla­marse Revolución Agrícola. Hacia esos años aparecieron los primeros asentamientos humanos permanentes, lo cual indica que esas sociedades primitivas abandonaron el nomadismo, caracterizado por una actividad económica centrada en la caza y la recolección de frutos salvajes, y adoptaron la vida seden­taria, caracterizada por la práctica de la agricultura y la gana­dería. Naturalmente, esta «revolución» debió de producirse de manera muy gradual, a lo largo de generaciones y proba­blemente de siglos: la transición del nomadismo al sedentaris­mo no ocurrió en Mesopotamia ni en China de la noche a la mañana; al contrario, la agricultura y la ganadería fueron muy gradualmente ocupando un número creciente de horas al día (o de días al año) de los primitivos nómadas y el proceso tuvo lugar a lo largo de muchos siglos e incluso podría decirse que no se ha completado totalmente hoy día; vale la pena obser­var que incluso en nuestras sociedades actuales, tan sedenta­rias y posmodernas, aún hay muchos que practican la caza y la recolección, esta última en especial de setas, hierbas y algu­nos otros frutos silvestres.

La Revolución Neolítica o Agraria fue extendiéndose lentamente, en China concéntricamente a partir de los valles de los ríos Amarillo y Yang-Tse. En Occidente irradió desde Oriente Medio en dirección Este-Oeste más bien que Norte­Sur; hacia el este se extendió por Persia y la India; en dirección a Poniente, hacia el Levante mediterráneo (Siria, Fenicia, Anatolia) y hacia el valle del Nilo. La difusión por la orilla norte del Mediterráneo fue relativamente sencilla, ya que las condiciones climáticas y edafológicas eran parecidas a las ori­ginales mesopotámicas, de modo que los cultivos y las técni­cas no habían de modificarse grandemente para adaptarse a los nuevos suelos y climas, en tanto que por la orilla sur del Mediterráneo (norte de África) la difusión de la agricultura se vio obstaculizada por el desierto. Aparte de Egipto (cuya tie­rra, como dice Heródoto [(2002), p. 191], es «un regalo del río» Nilo), por tanto, fueron las civilizaciones de la ribera norte del Mediterráneo, en particular la griega y la romana, las que tuvieron agriculturas florecientes y terminaron por domi­nar la economía y la política en la Antigüedad.

Desde la caída del Imperio Romano hasta la Revolución Industrial, la historia de la Humanidad conoció grandes cam­bios y desplazamientos en la estructura del poder político, pero algunos rasgos socioeconómicos permanecieron inmu­tables durante esos doce siglos que precedieron a la Revolu­ción Industrial. Por un lado, la agricultura se mantuvo como el sector más importante y productivo dentro de las socieda­des sedentarias del planeta, aunque en ciertas épocas y regio­nes la industria y el comercio adquirieron creciente relieve. Esto fue así especialmente en Europa y en la Edad Moderna (siglos XVI-XVII). Por otro, los pueblos europeos, que ya ha­bían ostentado el liderazgo tecnológico, económico y políti­co (quizá compartido con China) en la Antigüedad, tras sufrir un relativo eclipse en la Alta Edad Media fueron emergiendo lentamente como los más ricos -y consecuentemente los más poderosos- del mundo. En gran parte esta riqueza y poder se debieron al sorprendente dinamismo tecnológico que estos pueblos exhibieron desde la más remota Edad Media. Fruto de esta superioridad económica y técnica fue la expansión global de los países europeos a partir del siglo XV, con las ex­ploraciones, descubrimientos y asentamientos en África, América, Asia y Oceanía durante la Edad Moderna, dando lugar a lo que se ha llamado la Revolución Comercial de la Edad Moderna.

A mediados del siglo XVIII Europa constituía claramen­te la región hegemónica del mundo. Cierto es que el conti­nente no era entonces una entidad política de ningún tipo: se trataba, simplemente, de una expresión geográfica. Europa estaba dividida en un grupo numeroso de unidades políticas independientes y varias se disputaban la hegemonía mundial. Inglaterra, Holanda, Francia, España y Portugal, por orden de importancia, podían atribuirse el título de potencias hege­mónicas mundiales, dependiendo del criterio clasificatorio que se adoptara. El criterio más sencillo sería el del imperio colonial: todas estas naciones eran cabezas de extensos im­perios coloniales, lo cual era fruto en gran parte de la expan­sión y conquista que durante los siglos anteriores habían se­guido a los descubrimientos geográficos que se iniciaron en el siglo XV.

Por supuesto, el encabezar un imperio colonial es un sig­no inequívoco de hegemonía. Se plantean, sin embargo, las si­guientes cuestiones: ¿era ése el único indicio de dominio?, ¿no habría otros criterios según los cuales las potencias europeas se distinguieran de las de otras regiones del mundo? En efec­to: aunque menos claros, había otros signos de superioridad por parte de estas potencias o naciones. Por ejemplo, aunque la conquista colonial pudiera ser consecuencia directa del po­derío militar, ese mismo poder a su vez se derivaba de una cla­ra superioridad técnica y económica, que tenía mucho que ver con la evolución de las instituciones sociales.

Gabriel Tortella. Los orígenes del siglo XXI. de. Gadir, Madrid, 2005. ISBN: 84-934439-6-4. 562 pp. P.p. 1-3.

La revolució francesa: Stirner contra Hegel

EL PROPIETARI I EL FILÒSOF. Hegel elogia la propietat com qualsevol bon burgès que posa el seu pensament al servei de la realització liberal i capitalista de la Revolució Francesa. Amb el 1793, l’alenada comunista no va passar gaire lluny, però la burgesia, amb l'ajut de Robespierre, finalment va confiscar aquell moment de la història per a ella. Els sans-culottes, els capellans rojos, Jacques Roux i Pierre Dolivier, per exemple, Babeuf i els babovistes, vet aquí una colla de mals records. Els béns de l'Església confiscats van ser comprats pels aprofitats i els agiotistes de la Revolució Francesa, que Napoleó i van tranquil·litzar confirmant-los en els seus béns. La feudalitat aristocràtica dóna el relleu a la feudalitat burgesa. L’abolició dels privilegis desemboca en nous privilegis.

Certament, l’amenaça comunista del 1793 ja no fa témer gran cosa, però per evitar el retorn d’aquesta eventualitat la filosofia s’ha de posar al servei dels seus nous amos: els burgesos. Hegel aporta el Concepte a aquest projecte ideològic i els Principis de la filosofia del dret (un llibre que molesta fins i tot els hegelians pel seu cinisme radical, fins al punt que el consideren una obra de concessions visibles fetes al poder mentre el devia campar: en invisibles postures oposades...), un tractat adreçat al Propietari, al Pare de Família, al Marit, al Cristià, al Monàrquic... Que és com dir un tractat als antípodes dels valors stirnerians... (255)

Stirner diu penjaments contra l'estat en totes les seves formes. Es caga tant en el dels socialistes com en el dels liberals, tant en el dels comunistes com en el dels capitalistes, tant en el dels cristians com en el dels ateus, tant en el dels republicans com en el dels monàrquics, li agrada tan poc el de Lluís com el de Robespierre. Heus aquí per què la seva obra és una llarga crítica de la Revolució Francesa, dels drets humans, de la divisa de la República que representa una nova religió, per tant, una amenaça, amb noves «idees que també s’alimenten amb la substància del Superjò, amb la matèria del Jo. ¿Què és la revolució? Una amenaça per a l'únic...

(280)

Michel Onfray. Les radicalitats existencials. Ed. 1984, Barcelona, 2012, ISBN: 978-84-92440-78-8. 318 p.

Orígens de la Revolució Industrial

Ni siquiera definirla resulta fácil en absoluto, si bien los procesos que se hallan en su base son obvios a nuestro alrededor. Uno es la sustitución de la fuerza humana o animal por máquinas impulsadas por fuerzas de otras fuentes, cada vez más de origen mineral. Otro es la organización de la producción en unidades mucho más grandes. Un tercero es la creciente especialización de las manufacturas. Pero todos estos factores tienen implicaciones y ramificaciones que nos llevan rápidamente más allá de sí mismos. Pese a que la industrialización plasmó incontables decisiones conscientes de innu­merables empresarios y clientes, también parece una fuerza ciega que barre la vida social con una fuerza transformadora, uno de los «agentes sin senti­do» que un filosofo identificó en una ocasión como la mitad de la historia del cambio revolucionario. La industrialización implicó nuevos tipos de ciudades, la necesidad de nuevas escuelas y nuevas formas de enseñanza superior y, muy pronto, nuevas pautas de existencia diária y de vida en común.

Locomotora de vapor de 40 psi construida en 1804 por Richard Trevithick para ser utilizada por la empresa Welsh Penydarran Railroad. Se dice que fue la segunda construida en el mundo, dado que Mathew Murray de Leeds, había construido la primera máquina de vapor sobre rieles, en ese mismo año.

Más información: http://www.sdrm.org/history/timeline/

Las raíces que posibilitaron tal cambio se remontan hasta más allá de los inicios de la era moderna. El capital para la inversión se había ido acumulan­do lentamente a lo largo de muchos siglos de innovación agrícola y comercial. Los conocimientos también habían aumentado. Los canales iban a constituir la primera red de comunicación para el transporte al por mayor una vez la indus­trialización estuvo encarrilada, y a partir del siglo XVIII empezaron a construir­se en Europa como nunca antes (por supuesto, en China todo fue muy distin­to). No obstante, los hombres de Carlomagno ya sabían construirlos. Incluso las innovaciones técnicas más llamativas tenían sus raíces en un pasado remo­to. Los hombres de la «Revolución Industrial» (tal como un francés de inicios del siglo XIX denominó el gran trastorno de aquella época) tenían la base de incontables artesanos de tiempos preindustriales que, lentamente, habían ido acumulando su pericia y experiencia para el futuro. Los renanos del siglo XIV, por ejemplo, aprendieron a hacer hierro forjado. Hacia el 1600, la extensión gradual de los altos hornos había empezado a borrar los limites antes estable­cidos para el uso del hierro par su alto coste, y en el siglo XVIII llegaron los inventos que hicieron posible usar carbón en lugar de madera como combus­tible para algunos procesos. El hierro barato, incluso en lo que según los bare­mos posteriores se dan cantidades pequeñas, permitió experimentar con nuevas maneras de usarlo; a ello seguirán otros cambios. La nueva demanda significó que las zonas donde el mineral se encontraba fácilmente ganaron importancia. Cuando las nuevas técnicas de fusión permitieron el uso de mineral en lugar de combustible vegetal, la situación de las reservas de carbón y de hierro empezó a modelar la posterior geografía industrial de Europa y de América del Norte. En el hemisferio norte se hallan gran parte de las reservas de carbón conocidas del mundo, en un gran cinturón que va desde la cuenca del Don, pasando por Silesia, el Ruhr, la Lorena, el norte de Inglaterra y Gales, hasta Pensilvania y Virginia Occidental.

Un metal y un combustible mejores hicieron una aportación decisiva a la industrialización inicial con la invención de una nueva Fuente de energía, la màquina de vapor. De nuevo, sus raíces son muy profundas. El hecho de que la fuerza del vapor se podía utilizar para producir movimiento ya era conoci­do en la Alejandría helenística. Aunque (como algunos creen) hubiese existido la tecnología para desarrollar este conocimiento, la vida económica de aquella época no hacía que mereciese la pena esforzarse para hacerlo. El siglo XVIII trajo una serie de refinamientos a la tecnología tan importantes que pueden considerarse como cambios fundamentales, y eso pasó cuando hubo dinero para invertir en ellos. EI resultado fue una fuente de energía pronto reconocida como de importancia revolucionaria. Las nuevas máquinas de vapor no eran sólo el producto del carbón y el hierro, sino que también los consumían, directamente como combustible y como materiales usados en su propia construcción. Indirectamente estimularon la producción al hacer posible otros pro­cesos que comportaban una mayor demanda de ellos. El más obvio y especta­cular fue la construcción de ferrocarriles. Requería grandes cantidades de hierro primero, y más adelante de acero para los raíles y el material rodante. Pero también hizo posible el transporte de bienes a un coste muy inferior. Lo que los nuevos trenes trasladaban odia ser perfectamente carbón o mineral, permitiendo así que estos materiales se usasen a un bajo precio lejos de donde se encontraban y se extraían fácilmente. Se formaron nuevas áreas industriales cerca de las líneas de ferrocarril, y los trenes podían transportar las mercancías desde estas zonas hasta mercados distantes.

El ferrocarril no fue el único cambio que el vapor introdujo en el trans­porte y las comunicaciones. El primer buque de vapor salió al mar en 1809. Hacia 1870, pese a que aun había muchos barcos de vela y los astilleros todavía construían barcos de guerra con toda la envergadura de vela, ya eran habituales las líneas oceánicas regulares de «vapores». Su efecto económico fue espectacular. El coste real del transporte oceánico en 1900 era una séptimaa parte del que había sido cien años antes.

J.M. Roberts. Historia Universal. III. La era del imperialismo europeo. Ed. RBA, Barcelona, 2009- 320 pp. Págs. 156-157.

ROBESPIERRE

Contre la peina de mort

Le 30 mai 1791, Maximilien Robespierre prononce un discours enflammé devant l’Assemblée constituante: “Ecoutez la voix de la justice et de la raison; elle vous crie que les jugements humains ne sont jamais assez certains pour que la société puisse donner la mort a un à un homme condamné par des autres hommes sujets à l’erreur.” Il est un des premiers à militer pour l’abolition de la peina de mort. Trois ans plus tard, on le retrouve pourtant instigateur de le “Grande Terreur” qui gagne le pays de l’été 1793 à l’été 1794. Bilan: 17.000 personnes guillotinées, 25.000 exécutions, au total plus de 100.000 victimes... La biographie de Joël Schmidt nous fait découvrir un Robespierre fanatique de la République, mais plein de contradictions. Il admirait plus que tout les grans hommes de l’Empire romain, dont il ne cessera de s’inspirer.

J. Zimmerlich

ROBESPIERRE, de Joël Schmidt /éd. Gallimard / Folio), 8,40 €

Article revista Ça m’íntéresse. Histoire, núm. 8, set-oct. 2011. Pàg. 87.