Los episodios que aquí se narran son históricos y constituyen quizás la página, que más nos revela la estatura de Gaspar hombre y santo. El papel que desempeñó en la erradicación del bandidaje en el Estado Pontificio, entre 1815 y 1822, fue de primera línea; nos lo muestra no solamente como santo intachable y hombre de corazón grande, sino también como un agudo pensador, sociólogo y atento diplomático, porque, sin el ingenio y la sola caridad, nunca podría generar una serie de acontecimientos históricos tan importantes. El enorme éxito no se debió a combinaciones aleatorias de compromisos políticos, acciones improvisadas o de fuerza, sino sólo a la clara visión que tenía de esa triste situación, donde los gobernantes de un estado como el de la Iglesia habían fracasado, aunque teniendo inagotables recursos humanos, y sobre todo morales. Ni las armas, ni la ley del talión, o una feroz represión, sino la intuición, el coraje, la paciente insistencia, la persuasión y el Crucifijo fueron el secreto de Gaspar. La imaginación de los escritores e historiadores se ha desvariado sobre este tema tan siniestro y atractivo, pero ahora está demostrado que el bandidaje tuvo su origen en el servicio militar impuesto por Napoleón, desconocido hasta ese entonces a los súbditos del Papa. Este servicio alborotó las poblaciones del campo y de las montañas, acostumbrados a una vida sencilla y patriarcal, aunque torpe, pero reacios a abandonar sus posesiones. Jóvenes de espíritu, con el respaldo de las familias y el pueblo, salieron a las montañas y lograron no ser encontrados por los gendarmes franceses, para no tener que ir a luchar las guerras de Napoleón.
Partidos con la noble intención de resistir a la opresión del hombre extranjero, vueltos brutos por la vida en los bosques, acostumbrados a la ociosidad y el vicio, muchos de ellos se dejaron llevar por la venganza en contra de los informadores y a todo tipo de robo, incluso después del regreso de Pío VII en Roma. Su lema, tristemente célebre,
era: "Tu dinero o tu vida".
Para multiplicar sus filas y aumentar la ferocidad acudieron auténticos delincuentes y criminales, escapados de la horca y la prisión.
En resumen, los bandidos se agruparon en el territorio a lo largo de la frontera sur entre el Estado Pontificio y el Reino de Nápoles, en la provincia de Marittima y Campagna, para poner trampas a los pasajeros de las dos grandes arterias: la vía Appia y la vía Casilina, que unían Roma y Nápoles. La frontera resultaba muy útil para ellos, no sólo porque favorecía el contrabando, sino también un refugio cuando eran perseguidos por uno de las dos fuerzas policiales.
Ellos tenían su propio estilo distintivo de vestir: chaquetas y pantalones de cuero de diablo, bien ajustados, calzaduras de la época llamadas “cioce”, sombrero en forma de cono, enguirnaldados con cintas extravagantes. El ornamento (!) más vistoso estaba constituido obviamente de pistolas, cuchillos, dagas en la cintura y fusiles trombones a la correa. A los más feroces les encantaba traer con orgullo un collar de orejas cortadas a sus víctimas, para que el adversario pudiese hacer el recuento inmediato de los delitos. Por la ferocidad fueron llamados comúnmente “los caníbales de Italia”. Si por desgracia alguien se encontrase con ellos, única cosa que tenía tiempo para hacer, era persignarse y recomendar su alma a Dios. Las mujeres andaban vestidas al estilo “ciociaro”, y para no ser menos que los hombres, en lugar de horquillas, en el cabello, ponían punzones para hacer su propia justicia.
Alessandro Massaroni, apodado “el Triturador”; Michele Magari, apodado “el Mediapinta”. Antonio Gasbarrone de Sonnino, el más longevo, apodado “el Fuerte”, después llamado “el Rey de las Montañas”. De ellos historiadores y pintores nos han transmitido hechos y semblantes.
Los nombres de estos hombres fascinaban a cierta juventud desempleada, dispuestos a todo para hacer gestos desenfrenados, y alimentar la esperanza de ser capaces de proporcionar rápidamente fabulosos tesoros. Casi poco importa haber tenido tiempo de disfrutar de lo robado, porque la mayoría acababa baleada por integrantes de otra pandilla o de la policía; ya a veces les pasaba algo peor, porque seguían viviendo en mano de la justicia, que los trataba con métodos de baja carnicería. Una desesperación valía otra y con la inconsciencia típica de la juventud, decidían que valía la pena ser dueños de sus vidas, fuera de las leyes divinas y humanas.
Dos jóvenes de Vallecorsa, en Ciociaria, tomados de esta obsesión morbosa, lograron llegar a la presencia de un líder. “¿Qué hay que hacer – le preguntaron – para entrar en tu pandilla?” “¡Matar al menos un hombre!” fue la respuesta. En el camino de regreso se encontraron con un anciano inofensivo, un cierto Onorato De Bonis, conocido por su estado de ánimo alegre, y le preguntaron: "¿Qué hora es?".
- “Las hora de ayer, en este momento” - respondió.
- “No, es la hora de morir” - gritó uno de los aspirantes al bandidaje y lo dejaron en el suelo lleno de puñaladas. Rápidamente volvieron arriba en las montañas para mostrar los puñales aún goteando sangre. ¡Fueron elogiados y enrolados como novatos valientes y de grandes promesa!
No es posible volver a contar aquí, incluso algunas de las más famosas atrocidades de estas bestias sedientas de sangre, sin embargo es necesario reportar algún episodio, con el fin de comprender mejor con que se encontraba Gaspar, y poner en mayor relieve su generosa acción.
En Frosinone dieciséis personas fueron arrastradas por los bandidos en la plaza y sacrificados delante de la gente horrorizada. Al enterarse de este hecho, Gaspar fue a predicar una misión para consolar al pueblo. De aquella predicación se ha transmitido un episodio que conmovió mucho el Santo por su inocente simplicidad.
Un niño, después de haber aprendido de su madre que Gaspar confesaba a los pecadores más calificados, y en particular a los bandidos y masones, logró acercarse al Misionero entre las masas y, tirándolo por su sotana, en el tira y afloja , le pidió que escuchara su confesión. Gaspar, que era tan aficionado a los niños, lo tomó en brazos y le preguntó: "¿Qué has hecho tan grave que quieres confesar?" "Padre, yo soy un bandito y un masón...". El santo sonrió, lo abrazó y lo bendijo, diciendo: “Ve ahora, pórtate bien y sin duda irás al paraíso”.
En Terracina, con la complicidad del portero del Seminario, el bandido Massaroni se presentó con sus matones y, apuntando con su daga en el pecho del Rector, secuestró a todos los seminaristas y los arrastraron hasta la montaña. El único gendarme de turno, un verdadero héroe, ordenó que se pararan, pero a cambio tuvo una gran descarga de balas; un sacerdote que se acercó a bendecir el cadáver era asesinado a su vez. En la confusión dos seminaristas huyeron y llevaron la mala noticia al obispo, que era Monseñor Carlo Manassi, un amigo de don Gaspar. Acudieron los gendarmes y el pueblo, pero ya los ladrones habían llegado a la montaña.
Durante ocho días, los prisioneros fueron torturados, porque se retrasó en llegar el rescate; alguno fue enviado, no sin muestras de su ferocidad, para solicitar el dinero; otros lograron escapar y esconderse en las montañas, pero dos de los jóvenes fueron asesinados.
Durante años el pueblo acertaba que, en el silencio de la noche, en el lugar de martirio sentía oían cantos armoniosos de jovencitos, como melodías de ángeles que vuelan en el cielo azul.
En 1821 un grupo de bandidos secuestraron a todos los monjes de Camaldoli en Tuscolo, cerca de Frascati, dejando sólo un anciano de cien años, al cual dictaron las condiciones del rescate. Aquellos religiosos al final fueron afortunados. Un cómplice para salvar su vida, traicionó a sus compañeros y guió a los gendarmes al escondite. La banda fue capturada y los religiosos, aunque horriblemente torturados, pudieron regresar a la ermita.
La audacia de los bandidos ya no conocía límites y los caminos hacia el sur eran inseguros. Sin carro, Ningún carruaje aunque con poco valor, ¡la salvaba el pellejo! era asaltado con muertos y heridos.
Incluso las poblaciones, habiendo perdido toda confianza en las fuerzas policiales - al igual que en nuestros días – pensaron hacer justicias de propia iniciativa. Las familias estaban bien provistas de armas, los padres entregaban como en un rito sagrado los puñales a los hijos y les hacían jurar venganza de los cuerpos de sus familiares asesinados. Obviamente, de esta manera, se abrió una serie de masacres y crímenes, cuyos círculos viciosos no se rompían nunca.
Las autoridades intensificaron el castigo y la represión; las cabezas cortadas de los bandidos eran puestas sobre estacas y expuestas en plazas y a lo largo de calles más frecuentadas; pero los bandidos sacaban casi siempre la mejor parte. Sus venganzas eran rápidas y terribles, bastaba solo una sospecha para ser descuartizado y colgado entre arboles, a fin de que los transeúntes aprendiesen la lección.
El pueblo romano estaba aterrorizado, ¡y Pío VII exhausto!
Los refugios más famosos de los bandidos eran Vallecorsa y Sonnino. Este último pueblo detuvo el primado y fue nombrado “Bandidopolis”. Ambos, por características de su construcción, se prestaban como fortalezas inexpugnables, tanto en la defensa como en las emboscadas. Pueblos severos, pedregosos, de callejuelas estrechas y empedradas con enormes piedras, escalones altos y escaleras empinadas, casi en barranco entre las casitas, cerradas con enormes puertas y múltiples trabas y cerrojos. Pero esa gente, por otro lado valiente y orgullosa, era patrullada por gendarmes y manadas de malhechores, despertados en plena noche de alaridos y desgarradores gritos, entre los cuales a menudo se reconocía la voz de un ser querido.
En todas partes los gendarmes comenzaron a invocar puño y hierro, pero había de resultar inútil. Finalmente se pensó en un recurso extremo: "¡Destruir los dos pueblos!". Se pensó útil empezar por Sonnino. Y el 22 de julio de 1819 en muchos rincones de la Ciudad Eterna fueron puestos el decreto del Papa, con el cual se ordenaba que, dentro de un mes, Sonnino iba a ser arrasada hasta los cimientos.
Fue una decisión terrible. Destruidas las casas, ¿dónde iría la población? Existía el riesgo de que incluso las personas buenas, tomadas por la desesperación, se dedicaran al bandidaje. Se decidió iniciar la aplicación del Edicto desde las casas de los delincuentes en fuga. Pero dado que la lección no fue entendida, se dio la orden de proceder a la solución final.
Se levantó la voz de la Preciosísima Sangre, derramada por amor: voz cálida, valiente, decidida y suplicante en defensa de las personas: ¡Dios no quiere la muerte del pecador, sino su conversión! La tesis encontró después forma en una maravillosa carta al Papa Pio VII de Gaspar, enviada por Monseñor Belisario Cristaldi, su amigo y gran admirador. He aquí algunos pasajes de la hermosa peroración:
"¡Beatísimo Padre!
La justicia y la misericordia siempre han animado todas las operaciones de Su Santidad. La demolición de Sonnino también venía de un espíritu de justicia y esta demolición se llevó sobre las casas de los criminales. Sin embargo, consumida esta primera demolición, parecía que debiera entrar la clemencia y que esta clemencia se uniera con la justicia, la cual puede descargarse por encima de los culpables y de los que tales no son. De hecho, anteriormente, se utilizó siempre que, cuando fue el gran número de delincuentes, que se decimara la mayoría, y rescatar a los demás, aunque reos; acerca del caso presente se vendría a deshacer por completo. La demolición de Sonnino ahora sería tardía, o más bien ineficaz… Sería un inconveniente a la mansedumbre excelsa del Vicario de Dios y de la paz, si fuese inexorable la destrucción de un pueblo de tres mil personas… La dispersión de todos los habitantes, sería fatal para la agricultura… El territorio de Sonnino es fértil… Poco a poco el terreno fértil se convertiría en un desierto. Sería peligroso para la pública tranquilidad poner una población en desesperación tan grande… Si aunque en mínima parte se uniese a los delincuentes, resultaría contraproducente. Por otra parte, la demolición es injusta, porque no puede caer sobre inocentes, si no se paga el precio de lo que se demuele. Sin embargo, si se paga el precio la suma sería tan alta que pasaría a agravarse sobre los asalariados de modo insostenible.
Por último, la clemencia de Su Santidad vuelve la mirada piadosa hacia una entera población, ¡a la cual no les quedan más que los ojos para llorar!”
Pío VII, alma sensible, que tenía gran estima por Cristaldi, leyendo la carta se sintió profundamente conmovido. Cada medio violento fue rápidamente vetado y – por interés de Gaspar – una suma de dinero fue otorgada para la reconstrucción de las casas destruidas.
Sonnino fue salvado y en el regocijo se declaró a Gaspar como el salvador de pueblo y tal se le aclama hasta el día de hoy, celebrándolo con fiesta, gran solemnidad, alegría y devoción.
El método de la mansedumbre fue mucho más productivo que el de la fuerza, en la solución del problema del bandidaje. De este se hablaba desde el regreso de Pío VII, pero todo quedaba "en proyecto", incluso en muchos proyectos, a veces extravagantes. Se necesitaba un proyecto global y homogéneo, basado en las Casas de Misión. Gaspar hablaba y escribía a menudo al Cristaldi, hasta que este hizo suyo el proyecto y lo presentó al Pontífice, alentando la transferencia, sin restricciones, a la acción sola de Gaspar "Es decir el célebre Canónigo del Búfalo, como pequeño de estatura, y a la vez tan grande de alma y virtud. Hombre incansable para la acción: ¡prodigioso en la efectividad! Hombre renombrado al signo, que se llama Apóstol de Marche, Martillo de los Masones, el Fundador de los más útiles Institutos, dirigidos a la cultura religiosa y moral". ¡Así escribía Cristaldi de don Gaspar! Pío VI1 aprobó el plan sin reservas y el Cristaldi comenzó a tratar con Gaspar la dificilísima hazaña.
Seguimos el apóstol hasta el fondo en su programa que contrastaba la ferocidad con la palabra evangélica cartujamente insistente, persuasiva, caritativa, educativa, con la eliminación de las injusticias sociales y privadas.
Ya había viajado por los varios pueblos de Marittima y Campagna para recomponer odiosidades irreconciliables, catequizando con paciencia a campesinos rudos y obstinados, poblaciones litigiosas y arrogantes, ricos orgullosos y ambiciosos. Los bandidos habían oído hablar mucho de él, algunos lo conocían.
En octubre de 1821, recorre las montañas de la región, donde los bandidos se esconden como en fortalezas inexpugnables; pasa por los pueblos frecuentados, acompañados por el fiel compañero Bartolomeo Panzini, que no hace más que andar asustado, pero que estás más que nunca decidido a morir, si es necesario, con su héroe. Las autoridades lo han instado a aceptar una escolta armadas, pero siempre la ha negado enérgicamente. Este viaje de diagnóstico tiene el propósito de encontrar, al menos en seis pueblos, una local apto para erigir Casas de Misión, porque está firmísimo en sostener el principio de que hay que volver a empezar desde Dios y por lo tanto, muchas y muchas Misiones capilares en cada pueblo.
Reconducidos los pueblos a Dios, habrían observado sus mandamientos y sin duda Dios habría finalmente tocado el corazón de los bandidos. Fue considerado de todos modos un exaltado, hasta loco; cierto es que los llamados “expertos” no conocen los recursos de los santos. A quienes argumentaban que sólo la escuela habría sido suficiente para reconciliar a las poblaciones oprimidas, él replicaba: "Sí, la educación es esencial, pero nunca se ha oído decir que, sin el temor de Dios, se puedan cambiar los hábitos poco saludables de la sociedad. Cuantas personas cultas actúan a su pinta burlándose de la ley".
Finalmente logró encontrar a tres antiguos monasterios abandonados fuera de la ciudad de Terracina, Sermoneta y Sonnino, ya divisados por su padre y maestro Albertini. Le parecían tres casonas regias y la posición parecía ideal para la libertad de apostolado. En vano se resistió a la orden del Delegado Apostólico de Frosinone quién pretendió la aplicación de una orden del gobierno en virtud del cual, los Misioneros tuvieron que vivir en el pueblo. "Mi única arma siempre será el Crucificado. Su Sangre finalmente remecerá los corazones endurecidos". Pero la prudencia del gobierno no era injustificada. Los casos del seminario de Terracina y la comunidad cartuja de Frascati, de los que hablamos, tenía que enseñar algo.
Don Gaspar subió sólo en la sierra, mientras que centenares de ojos lo escudriñaban listos para criticarlo. Valientemente se metía en los recovecos para explorar las cuevas, las encontraba, hablaba con un lenguaje de amor y mansedumbre. ¡Nadie les había jamás hablado así! Vencidos por tanto heroísmo, fascinados como por un ser arcano, no de este mundo, caían a sus pies, botaban lejos sus armas, que antes le habían apuntado al pecho, besaban sus manos con respeto. Gaspar había e encontrado su punto débil y le escribió al Papa, intercediendo por sus causas.
Un día se encontró con unos gendarmes que llevaban en loma de burro, tirado como un saco, el cadáver de un bandido muerto y continuaban a apuñalándolo como estuviera aun vivo. Horrorizado suplicó al Papa que, también por un sentido cívico, además que piedad cristiana, se empezase a dar a los bandidos un entierro digno, en lugar de llevar sus cabezas como trofeos por todos lados, clavados en estacas en las plazas, instigando a la población y los traviesos a picarlos con punzones, haciendo estragos con sádica brutalidad.
Tarde, en la noche las casas de Misión estaban abiertas a los bandidos, que confiados iban por poco tiempo. Gaspar llegó a juntar hasta varios grupos en la Casa de Canne en Sonnino y por varias tardes les dio un curso de Ejercicios espirituales. Los transeúntes entonces oían robustas voces cantando cantos sagrados e, ignaros pensaban: ¡Cuántos padres Misioneros están esta noche en el convento! De esta forma la confianza de los bandidos hacia Gaspar era completa, por lo que podría pasar en cualquier lugar tranquilo, y bajo protección de ellos, nadie se atrevería a hacerle daño. Ahora, habrían también dado la vida para él.
Divisándolo brincaban de los matorrales para irle a besar la mano. De a poco la misma confianza fueron teniéndola con los demás misioneros, los cuales, guiados y animados por él, iban por aquellos pueblos y se subían las montañas, cantando las Laudes de las Misiones, reuniendo la población en la iglesia o en plazas públicas, y con sus palabras “los enternecían hasta las lágrimas”.
Entre los fieles, por aquí y por allá, bien camuflados, no faltaban los bandidos, siempre más ávidos de las palabras del Santo.
Un hecho que tiene algo extraordinario se nos narra por el misionero don Rossi: "Fue en enero de 1822 y el Canon del Búfalo había recién terminado el panegírico de San Antonio Abad, patrón de la iglesia de los Misioneros en Vallecorsa, cuando, con decisión repentina, quiso partir instantáneamente a Sonnino… En aquellos tiempos, a excepción de algunos pocos tramos, el camino podía ser recorrido solamente a pie. Caminando entre rocas y barrancos, en el barro y la nieve, empapado hasta los huesos, cantaba las Laudes a la Preciosa Sangre. Algunos vallecorsanos, que fueron a acompañarlo hasta Sonnino, de regreso contaron: "¡Sólo el Canónigo podría hacer una tonterías tan grande! Fuimos solo porque era él, para cualquier otra persona no nos habríamos movido ni siquiera por todo el oro del mundo, ¡porque él estaba dispuesto a morir por el camino!". Contaron también que, llegados cerca de las 22:00, pronto hizo tocar las campanas y, sin tener un minuto de descanso, ni algo para tomar un refresco, empapado y tiritando de frío, dio un largo sermón en la plaza de la iglesia, donde la gente se había precipitado, curiosa e incluso asustada de aquel llamado fuera de horario".
¿Por qué tanta prisa y un sermón a esa hora?
Sonnino era la guarida principal de los bandidos, la ciudadela donde no pasaba una mañana sin que se encontraran muertos o moribundos en las casas y por las calles.
Se supo después que el Santo esa noche había evitado una masacre, del cual quién sabe cómo, pero sin duda por vías misteriosas, se había enterado.