Dios quiere que todos los hombres se salven y que colaboren en la salvación del mundo. Pocos, sin embargo, confiando totalmente en la gracia de Dios, logran hacer de su vida un verdadero camino de salvación para sí mismos y para los demás: son los santos. Ellos nos parecen extraordinarios; en realidad, se comportaron como nosotros también deberíamos y podríamos hacerlo. Si no nos resulta, no es porque es imposible, sino porque no tenemos las ganas de probar.
Los Santos son, en el plan de la Providencia, instrumentos para recordar a los distraídos, a los perezosos, que la única cosa necesaria en la vida es trabajar para el bien: tarea difícil, pero posible para todos, con la gracia que Dios no hace faltar a nadie.
El Señor siempre ha enriquecido a su Iglesia de figuras radiantes de mártires y confesores de la fe, los cuales, configurados con Cristo, han atraído, por elejemplo y la palabra, las almas a la salvación.
A través de los siglos, y de acuerdo a las necesidades de la Iglesia, a veces surgen figuras particulares, gigantes, cuya actividad corresponde perfectamente a las multíplices necesidades y urgencias de una determinada época. Iluminados y guiados por el Espíritu, dotados de intuición y virtudes excepcionales, indomables y valientes, luchan contra el mal y devuelven el mundo a la fe, a la justicia, a la caridad. Gracias a su labor la Iglesia se fortalece, precisamente cuando parece estar a punto de derrumbarse.
Basta recordar aquí las figuras de Benito de Nurcia, Francisco de Asís, Santo Domingo, San Ignacio de Loyola, Vicente de Paoli, Camilo De Lellis, Juan Bosco. En el grupo de estos gigantes de la santidad entra, con derecho pleno, en nombre del santo romano Gaspar del Búfalo.
El tiempo de San Gaspar (1786-1837) vio el fervor de las primeras luchas por la independencia y la constitución del Reino de Italia. A lado de las nobles figuras patriotas, también daban vuelta personajes interesados a abatir la Iglesia Católica o el mismo Cristianismo, camuflado de patriotismo el visceral odio anti-religioso. Napoleón, que había proclamado al mundo los ideales de la libertad, la igualdad y el compromiso de construir el Reino de Italia, se reveló de hecho, un déspota asesino, sólo interesado en el poder. Encarceló al Papa, a los cardenales, a los obispos y sacerdotes que no estaban dispuestos a aceptar su voluntad. Saqueó las iglesias y promulgó un nuevo catecismo.
Este es el contexto en el que relució la actividad de nuestro pequeño gran hombre.
Después de haber negado el juramento de fidelidad al tirano, pagó con el exilio y cárceles su coraje. De regreso a Roma después de un largo encarcelamiento, se dedicó completamente a sanar las heridas morales y los desastres sociales, secuelas de la dictadura napoleónica. Así exclama Gaspar: “En otros tiempos la Iglesia ha sido agredida o contra de un dogma, o contra otro, en nuestros tiempos, sin embargo, la guerra es a la Religión en su totalidad, es al Señor Crucificado. ¡Ahora es necesario que los pueblos sepan cual fue el precio por el cual fueron compradas las almas! ¡La Sangre de Cristo es el arma de los tiempos!”
San Gaspar izó la bandera de la Sangre de Cristo, y en su signo, comenzó un apostolado incansable y heroico, que nos deja sin palabras.
Después de luchas sin precedentes, movidas por las mismas personas que deberían seguirle, promovió una nueva Congregación Religiosa, que fue llamadaCongregación de los Misioneros de la Preciosísima Sangre. Fue el protagonista de un proyecto valiente y audaz de reforma de la Iglesia y del Estado y, con una tropa de santos sacerdotes, que abrazaron su ideal, recurrió por todo el Estado Pontificio, Abruzzo y gran parte del Reino de Nápoles, donde mandaban los más feroces bandidos de aquel entonces, y en todas partes se extendía la inmoralidad, la violencia, la opresión, la injusticia, la ignorancia, la miseria.
Su voz tronó inexorablemente contra el mal, dulce y rica en misericordia hacia los pecadores. Se subía las montañas más altas en la búsqueda la guarida de los bandidos; domando la ferocidad de ellos, los conmovía hasta lágrimas y los convertía. Arrastraba a las multitudes: siendo insuficientes las iglesias, para predicartenía que salir en las plazas completas gentes. Dondequiera que fuere extinguía el odio, la paz volvía; se devolvía el mal provocado, restableciendo la justicia y la verdadera hermandad. Poblaciones enteras embrutecidas por el vicio, cambiaban estilo de vida. Durante sus sermones fueron quemadas en las plazas montones de armas, grabados perversos, emblemas sectarios. Gaspar fue aclamado doquier como Santo, Trompeta de la Sangre Divina, Martillo de los Herejes. Niatentados, ni injurias o calumnias, ni atrayentes, ni espejismos de purpurado, sirvieron para detenerlo: "Soy un misionero" – afirmaba decididamente – "Y deseomorir sobre el escenario, como un misionero". Se le comparó con San Bernardino de Siena y llamado "el nuevo San Vicente Ferrer".
Como un hombre por naturaleza delicado y socavado en la salud física por el sufrimiento padecido en las cárceles, pudo enfrentar fatigas, privaciones y asídificultades inmensas para las condiciones de aquel tiempo, es algo increíble para nosotros, sin admitir la evidente ayuda divina.
Cuando parecía irremediablemente debilitado por el dolor, ¡por arte de magia surgían nuevas energías! delante de él los asesinos arrojaban el puñal, se convertían o huían atemorizados; las balas caían al suelo frío sin que se resultara herido; su bendición hacía inofensivos los venenos puestos en los alimentos y bebidas convidados.
Sin embargo, la mayor victoria es aquella sobre sí mismo; la práctica de todas las virtudes cristianas en grado heroico; la incidencia en la transformación la sociedad de su tiempo. En pocos años, unos 22 de su intenso apostolado, dejó una marca indeleble, que todavía hace sentir su influencia benéfica en la sociedad.
¿El secreto?
Así lo expresa el famoso cardenal Carlo Salotti: “Él pasó a través de tribulaciones y espinas. No rechazó esas espinas, mas las beso y se las puso en la frente, manteniendo sus ojos fijos en el Calvario. ¿Acaso no surgió de esa cumbre sangrienta el rescate de la humanidad? Las llagas del Cristo muriente hablaron a su alma sacerdotal y las gotas de aquella sangre purísima le estimulaban mayormente el celo apostólico. Y, cuando los nuevos fariseos se sentían ofendidos, porque la Sangre del Salvador permanecía constantemente en sus labios y formaba el primer objeto y propósito de sus sermones, se sumergía cada vez más en la Sangre, que era su alimento, su fuerza espiritual, su inspiración, el secreto maravilloso de su gran corazón”.