REFORMULACIÓN

REFORMULAR es traducir dentro de una misma lengua. Reformular un enunciado consiste en decir lo mismo con otras palabras, intentando mantener -en la medida de lo posible- la misma estructura sintáctica.

Para reformular, podemos utiliza sinónimos, hiperónimos, hipónimos... intentando que el enunciado resultante tenga un significado lo más parecido posible al original y que la redacción resulte natural.

Es importante tener en cuenta el texto en el que se incluye el enunciado que vamos a reformular, ya que los sinónimos siempre son contextuales.

EJEMPLO (del texto "El vicio sin castigo", de Antonio Muñoz Molina

  • Tuve la suerte inmensa de que mis mayores accedieran a alimentar generosamente mi vicio precoz.
  • Conocí la gran fortuna de que mis padres aceptaran fomentar ampliamente mi afición infantil.

EJEMPLO (del texto "Plumas en el viento", de Javier Cercas)

  • Pero ni mucho menos hace falta ser Woody Allen para convertirse en víctima del poder aterrador que la mentira posee en la actualidad.
  • Sin embargo, no es necesario en absoluto ser un famoso director de cine para sufrir la terrible influencia que las calumnias tienen hoy en día.

TEXTOS PARA PRACTICAR LA REFORMULACIÓN

De avanzada edad

Mi querido hermano, que es algo mayor que yo, me telefoneó el otro día: “Estoy contentísimo, he ido a renovar el documento de identidad y ya me lo han dado sin fecha de caducidad. Esto de envejecer sólo tiene ventajas”, ironizó con su habitual sentido del humor. Y es que al parecer tras cumplir 70 años te dan un DNI con validez permanente. Se ve que la Administración piensa que a partir de ahí te queda poco, o por lo menos que lo que te queda es una filfa, un tiempo de descuento y de mero almacenaje. Que ya no vas a hacer nada memorable, nada bueno y ni tan siquiera nada malo, de modo que el Estado no necesita tenerte actualizado en sus registros porque previsiblemente no vas a delinquir. De sólo pensar en todo esto me están entrando irrefrenables ganas de asaltar un banco en cuanto que me convierta en septuagenaria.

Como siempre me ha obsesionado el paso del tiempo (uno empieza a envejecer desde la cuna), hace mucho que soy consciente de esa cualidad de despeñadero que tiene la vejez en nuestra sociedad. Por ejemplo, en las encuestas, o en los prospectos de los medicamentos, los tramos de edad suelen detenerse abruptamente en torno a la sexta década. Las zonas inferiores están meticulosamente subdivididas (entre 14 y 29 años, entre 30 y 45, entre…), hasta llegar al ventoso repecho final: más de 65. Y a partir de ahí, la nada. Terra incógnita. El Marte irrespirable de la ancianidad. Por no hablar de la vertiginosa tendencia de las biografías a saltarse olímpicamente los últimos años de sus biografiados. Y así, hay libros de 600 páginas que narran la existencia de un personaje que vivió, pongamos, 80 años; y resulta que los últimos 20 apenas ocupan 10 páginas de todo el volumen, pese a ser un cuarto de la vida del individuo. Creo que, para compensar, debería escribirse un libro de biografías que sólo tratara de la vejez de los personajes famosos. Seguro que descubriríamos cosas de interés.

Quiero decir que envejecer es muy humillante. Y no hablo ya de las humillaciones del cuerpo (la vista empobrecida, las articulaciones que chirrían), sino de los innecesarios menosprecios sociales. Ahora estamos viviendo una de esas olas colectivas de desdén por los viejos. Francamente, la delectación con la que los medios y los especialistas repiten la consabida frase de que el coronavirus es letal fundamentalmente para “gente de avanzada edad” y “con patologías previas” es algo que desanima bastante. Y no por la noticia en sí, que es un rasgo epidemiológico importante y muy necesario de tener en cuenta, sino por el alivio con que se menciona; por cómo rebota la frase de boca en boca, de tertuliano en tertuliano, de charla de bar en charla de bar: venga, no hay que preocuparse tanto con este bicho, total solo mata a los viejos y a los enfermos. Alegría, alegría.

O lo que es lo mismo: algo habrán hecho los que se mueren, en algo serán responsables por su defunción. Y es que vivimos en una sociedad tan progresivamente ajena a la muerte, tan alejada de los ciclos biológicos, tan medicalizada y prepotente, que a veces la gente sufre el pasajero delirio de creerse eterna. La muerte es vista como una anomalía, como un fracaso, como algo irregular. Muere quien no es capaz de seguir vivo. En fin, el caso es que, como es natural, la gente “de avanzada edad” y la que tiene “patologías previas” no comparten el general alivio que los tópicos sobre el coronavirus proporcionan. Saber que si tienes, por ejemplo, más de 70 años o si padeces un asma grave o bronquitis crónica estarás más en riesgo cuando enfermes, ya es en sí un fastidio. No lo empeoremos, por favor, con ese desfachatado ninguneo social; con esa especie de alegría bárbara “porque a mí no me toca”, la misma alegría que mostraba el personaje de Tolstói por no ser el cadáver en esa joya que es La muerte de Iván Ilich. Y diré algo más: esa edad invisible, esa tierra de nadie de la vejez es cada día más amplia, más dilatada. En España hay ahora mismo más de 16.000 centenarios. El abismo sin nombre tras el epígrafe “Mas de 60 años” empieza a abarcar ya un tercio de nuestra existencia. La avanzada edad es plena vida.

Rosa Montero El País Semanal 22 MAR 2020

1.- Como siempre me ha obsesionado el paso del tiempo (uno empieza a envejecer desde la cuna), hace mucho que soy consciente de esa cualidad de despeñadero que tiene la vejez en nuestra sociedad.

Dado que continuamente me ha preocupado la huida de cada minuto / el discurrir de la vida / el avance de las horas (todos comenzamos a marchitarnos / deteriorarnos desde el nacimiento), hace tiempo /años que me doy cuenta de esa naturaleza /condición de precipicio que caracteriza la ancianidad en nuestro mundo.

2.- Ahora estamos viviendo una de esas olas colectivas de desdén por los viejos.

Actualmente estamos conociendo otra de esas modas sociales / culturales de desprecio por los ancianos.

3.- Venga, no hay que preocuparse tanto con este bicho, total solo mata a los viejos y a los enfermos.

Hala, no debemos inquietarnos mucho con ese virus, realmente solo acaba con los ancianos y los que tenían patologías previas.


“EL ‘DECAMERÓN’

Al paso de la epidemia que, como un tsunami de pesadilla, está asolando el planeta desde su aparición en China, muchos son los que han recordado obras tanto cinematográficas como literarias que evocan o anticiparon lo que hoy está sucediendo en el mundo: La peste, de Albert Camus; Los novios, de Alessandro Manzoni; La peste escarlata, de Jack London; Diarios del año de la peste, de Daniel Defoe; El último hombre, de Mary Shelley, Némesis, de Philip Roth... Muy pocos, sin embargo, han recordado, al menos que yo haya leído, el Decamerón, de Bocaccio, cuya historia transcurre en medio de la epidemia de peste bubónica que diezmó a la población de Florencia en el año 1348. Posiblemente porque en el Decamerón no se abordan tanto los detalles de la enfermedad como la oportunidad que les brinda a sus protagonistas de llenar su tiempo de cuarentena, que pasan aislados en una casa de campo, de narraciones orales y de imaginación.

Recuerdo brevemente para aquellos que no lo hayan leído el argumento del Decamerón: diez florentinos —siete mujeres y tres hombres— deciden huir de su ciudad y refugiarse en una villa campestre mientras la peste siga azotando la capital de los Médici. Durante los días que dura su reclusión, los personajes entretendrán el tiempo contándose historias por turno hasta completar las 101 que componen la obra de Bocaccio, pues en la introducción a la cuarta jornada este añade un relato más a los 10 de cada uno de ellos. Contra lo que cabría pensar, la mayoría de las historias que los protagonistas se cuentan unos a otros son de carácter festivo y erótico, sin rastro de temor ni de inquietud por lo que está sucediendo entretanto en Florencia. Bocaccio escribió el Decamerón cuando el Renacimiento se atisbaba en el horizonte y la humanidad dejaba atrás la Edad Media con su paisaje de oscuridad, Inquisiciones y pestes físicas y morales. La idea del carpe diem prima entre los protagonistas en lugar del ubi sunt medieval.

Cuento esto porque es exactamente lo contrario de lo que observo a mi alrededor en estos días de imprevista cuarentena a la que el coronavirus, la enfermedad que recorre el mundo, nos está obligando a los habitantes de Europa, un continente habituado desde hace décadas a vivir en seguridad y paz. La costumbre, que creíamos ya un derecho, nos ha fragilizado de tal modo que todo lo que no sea vivir como hasta ahora nos parece inaceptable, y nos rebelamos contra la realidad. De ahí el temor que se ha establecido en todos y de ahí las reacciones infantiles, de no aceptar lo que está ocurriendo, de muchas personas que, en lugar de colaborar a no difundir el miedo, contribuyen a su propagación a través de las redes sociales y de todos los medios a su alcance.

El ejemplo del Decamerón debería servirnos para que estos difíciles días, que pasarán, no tengo ninguna duda, como han pasado todos a lo largo de la historia, no se llenen de sombra y de inquietud, al contrario. Si para algo sirve la literatura (y quien dice la literatura dice el cine y cualquiera de las formas de creación y entretenimiento de las que disponemos hoy gracias a las tecnologías) es para encontrar consuelo en medio de la adversidad y para llenar de esperanza el tiempo como en aquella villa florentina de Bocaccio en la que la fantasía salvó a sus protagonistas del miedo.

JULIO LLAMAZARES El País 14-03-2020