1870

Bomba

Por Noel Allende Goitía, PhD 

Bomba 1870

En 1870 visita Puerto Rico el poeta, escritor, periodista y dramaturgo español José Gutiérrez del Alba (1822-1897). Como resultado de una travesía trasatlántica a las Américas escribe unas memorias de viaje que titula Impresiones de un viaje a América.

En el Tomo I de su diario describe sus impresiones de su parada en Puerto Rico. Entre sus memorias, Gutiérrez del Alba incluye su observación de un baile de negros dentro del recinto murado de la ciudad de San Juan. Esta descripción nos ofrece una mirada desde el punto de vista del observador europeo que ve el baile de estas personas como una actividad exótica dentro de la sociedad colonial de una de las dependencias ultramarinas de la corona española. A pesar del sesgo de clase y de privilegio de casta, las observaciones de Gutiérrez del Alba se pueden aprovechar para entender lo que significaba vivir como afrodescendiente en esta ciudad al inicio de esta década. Leamos con detenimiento su recuento:

"Al regresar a mi hotel, a las doce de la noche, acompañado de un amigo, llamó nuestra atención una música ruidosa y lejana. Era un baile de negros, que se celebraba al final de la calle en una casa baja alquilada al efecto. Nos acercamos atraídos por la curiosidad, y siendo conocidos de mi amigo, se nos invitó a que entrásemos y después a presidir la fiesta.

El espectáculo tenía para mí una novedad encantadora. En la casa habría unas doscientas personas de color, de ambos sexos, jóvenes en su mayor parte, muchos negros y pocos mulatos. El baile tenía todas las apariencias de un baile aristocrático en parodia. Los negros de frac, corbata y guante blanco; las negras en traje de sociedad, unas con enormes colas, otras con trajes caprichosos en la forma y de abigarrados colores; pero todas de guante blanco y en extremo descotadas. Aquellas figuras me hacían el efecto de las negativas fotográficas.

La atmósfera impregnada de diferentes perfumes, entre los cuales sobresalía el olor característico del sudor del negro, se hacía casi irrespirable. No obstante, tuvimos que aceptar un sitio de preferencia en el salón y presenciamos varias danzas del país y bailes de sociedad como rigodón, wals y lanceros, corregidos y aumentados con figuras nuevas inventadas por Santiago Andrade, director de la fiesta, cuyos gastos eran en su mayor parte costeados por él en celebridad de haberle caído en suerte 2.000 pesos a la lotería.

Santiago Andrade es un negro retinto, joven, vigoroso, de no escasa inteligencia y de modales finos en su clase. Ejerce el oficio de carpintero; es un buen muchacho, y las negrillas todas le ponían buena cara, en cuanto dependía de ellas. Los demás jóvenes de color eran también artesanos en su mayor parte. Andrade estuvo con nosotros agasajador y en extremo obsequioso, hasta el punto de invitarnos a que bailásemos con las negritas, cosa en ellos no muy frecuente. Después nos hicieron pasar al ambigú, donde se sirvió con profusión el madera, el champagne y la cerveza del norte, a que son muy aficionados, sin que faltasen refrescos de grosella y almendra y agua con panales. Sirvióse también una especie de empanadillas, que dijeron ser de carne, y un guisado especial con mucha salsa, formado de plátanos y carnes diferentes, constituyendo todo una masa, hecha sin duda en almirez o mortero, en que las sustancias batidas y mezcladas adquieren la consistencia de una masa dura, de la cual hacen bolas del tamaño y forma de un huevo de pava. Esto lo sirven en platos hondos con una cantidad de salsa considerable, y muy caliente, y le dan el nombre de mofongo. So pretexto de una leve indisposición pude librarme de comer y de beber como me había librado, poco antes, de bailar, no obstante que me ofrecían por pareja una muchacha que se puede decir que era la reina de la fiesta. Llamábase aquella muchacha Juanita, era hija de jíbaros, y sus padres vivían de su trabajo. Juanita tendría unos 17 años, era de estatura más que mediana, esbelto talle, elegantísimas formas y delicadas facciones. Su tez, aunque oscura, no era enteramente negra; tampoco tenía el color aceitunado de los mulatos; su color era más bien el de la raza primitiva del país; esto es, bronceado oscuro, pero de una tersura y una trasparencia admirables. Sus ojos rasgados y negros brillaban con el fuego africano, sus labios se entreabrían para dejar escapar una sonrisa deliciosa y en la morbidez de sus hombros, en las suaves y graciosas líneas que dibujaban su garganta y su espalda y pecho, mal velados por el ligero y blanco tul que le servía de adorno, recordaban ventajosamente para ella, las formas de la Venus de Milo vaciada en bronce, animada por un poder sobrenatural y más perfecta que aquella aun antes de haber sido mutilada.

Yo, que no he sido nunca grande amigo de Terpsícore, me excusé con mi indisposición, y dirigiéndole cuatro frases galantes, la dejaron satisfecha y a mí honrosamente disculpado.

Mientras hablaba con ella y escuchaba su voz dulce y argentina, observé que se le habían roto los guantes, y que esto la contrariaba. Entonces le ofrecí los míos, que, aunque no blancos, eran de un medio color bastante claro; y después de calcular con una mirada si era mi mano tan pequeña que pudieran servir para las suyas, los aceptó con efusión y corrió a mostrar a sus amigas los guantes españoles, que parecían hechos para ella.

Varias cosas llamaron profundamente mi atención en el baile: el orden admirable que reinó en él, sin alterarse un solo minuto; el respeto y consideración (que por lo exagerado tenía mucho de cómico) manifestado en las frecuentes cortesías y cumplimientos que por todas partes se cruzaban; la ligereza de que algunos hacían alarde en sus movimientos, y sobre todo la gravedad con que todos desempeñaban su papel de señores.

Tanto ellos como ellas llevaban en su prendido u adorno algunas joyas de valor. Hasta en eso se distinguía Juanita de sus compañeras. Su traje se componía de una sencilla falda corta de tela blanca y ligera con pabellones cogidos con flores; sobre aquella falda, que dejaba ver el principio de una pierna formada a torno, caía otra más corta, azul, con prendidos iguales a los de la primera, y unos bullones de tul blanco cerrando el descote. El adorno de su garganta, de sus brazos y de su cabeza, cuyo cabello rizado estaba muy lejos de ser la áspera lana del africano, consistía en guirnaldas de pequeñas flores de imitación, que realzaban más aquella tez deliciosamente bronceada.

A las cinco de la mañana nos retiramos del baile, con disgusto de aquellas buenas gentes, que no se habían cansado de obsequiarnos." (Gutiérrez del Alba, 1870)

Es evidente que Gutiérrez del Alba observa a las personas en esta actividad con una mirada de extranjero. Llama la atención la cantidad de personas que asistían a la actividad y las castas que estaban representadas: “En la casa habría unas doscientas personas de color, de ambos sexos, jóvenes en su mayor parte, muchos negros y pocos mulatos”. Gutiérrez del Alba es testigo de algo que, según su propio testimonio, no entiende: “El baile tenía todas las apariencias de un baile aristocrático en parodia. Los negros de frac, corbata y guante blanco; las negras en traje de sociedad, unas con enormes colas, otras con trajes caprichosos en la forma y de abigarrados colores; pero todas de guante blanco y en extremo descotadas”.  Para él lo que ocurre no es conocido y por eso tienen que recurrir a la comparación con la cultura musical que le es familiar: “presenciamos varias danzas del país y bailes de sociedad como rigodón, wals y lanceros, corregidos y aumentados con figuras nuevas inventadas”. ¿Cómo sabemos que Gutiérrez del Alba está presenciando una práctica danzaría de negros urbanos? Días más tarde, en la noche del 7 de marzo, visita la casa de una familia afropuertorriqueña, la casa de Julián Pagani, y, allí, baila con la hija de este, Joaquina, bailes de salón que incluyen la danza puertorriqueña. 

Aunque la descripción de Gutiérrez del Alba no incluye una detallada descripción de la coreografía y de los elementos musicales, sí nos ofrece un cuadro rico en detalles de aquellos elementos que constituían una fiesta y baile de negros en la ciudad de San Juan para los 1870. Para el mismo mes de marzo el escribano público Mauricio Guerra publicó en la Gaceta Oificial un auto sobre un incidente ocurrido en la casa de Concepción Dueño, en la Marina, donde escenificó un “baile de bomba” como parte de las celebraciones de la Víspera de Reyes (Gaceta del Gobierno de Puerto Rico, 3 de marzo de 1870, Nº27, p. 3).