El mosquito

 

Todo comenzó un día que entré en el lavabo. Estaba lavándome la cara para ir al trabajo cuando lo ví. Era un mosquito del tamaño de una mosca. Un bicho repelente que parecía mirarme con sus menudos ojos deseando clavarme su puntiagudo aguijón y chuparme la sangre hasta que no me quedase una gota en todo el cuerpo.

 

Rápidamente me saqué la zapatilla y lo aplasté contra la pared.

 

Sin pensarlo más me fui al trabajo, pero al ir a los servicios en la hora del descanso, vi otra vez al mosquito reflejado en el espejo, con los mismos ojos desafiantes y el mismo ponzoñoso aguijón que cuando lo maté. Rápidamente me di la vuelta y el mosquito no estaba.

 

En todo el día no lo vi más. Pero esa noche no pude dormir: el fantasma del mosquito no paraba de jugar conmigo; correteaba por mi espalda y por mi cuello tratando de matarme, de vengarse de mí.

 

Por la mañana, la mancha de su asquerosa sangre todavía permanecía en la pared del lavabo (¿no la había quitado ayer?).  La limpié bien y me fui al trabajo. Pero no veía más que mosquitos: iba sentado en el coche cuando lo veía por el retrovisor, pero al darme la vuelta ya no estaba; en los semáforos veía su silueta dibujada en el disco rojo; lo veía en medio de la carretera y me obligaba a frenar, provocando un colapso en la circulación.

 

Cuando llegué al trabajo no podía ni escribir en la máquina; todo lo que escribía era: soy un asesino, soy un asesino. Cuando cogí el bolígrafo para escribir, lo que salía no era tinta, sino sangre.

 

Corrí fuera de mi oficina. Fui a un psicólogo. Me estaba volviendo loco. Cuando entré a su despacho, estaba de espaldas. Al darse la vuelta, lo reconocí:  era un mosquito enorme que me miraba con sus diminutos ojos y me apuntaba con su enorme aguijón. Quise huir de allí, pero la puerta estaba cerrada. Corrí hacia la ventana y me precipité al vacío.

 

Ahora estoy en un hospital. Ya no me preocupa el mosquito, ya que el mosquito es la enfermera, es el doctor, es mi compañero de habitación. Pensarán que esto me inquietó. La respuesta es: sí. Al principio, me horroricé. Luchaba con todas mis fuerzas por apartar al mosquito de mi mente. Pero, cuando me pude por fin levantar de la cama del hospital y me miré en el espejo, descubrí que el mosquito era yo también.

 

 

 

(Aquí, 30/12/1989 ; Cuadernos de humor, 3/1991)