Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueño, la tabla que lo sostenía amenazabadesplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y significación de aquel gran monumento.

Por dentro era un laberinto tan maravilloso, que ni el mismode Creta se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números llamados páginas. Cada espacioestaba subdividido en tres corredores o crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerablesceldas, ocupadas por los ochocientos o novecientos mil seresque en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estosseres se llamaban palabras.

Benito Pérez Galdós, La conjuración de las palabras.1868