Rosario Castellanos - Lamentación de Dido

Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de

la corva garra de gavilán;

nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al

rayo de las tempestades;

mujer que asienta por primera vez la planta del pie en

tierras desoladas

y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que

amamanta con leche de sabiduría y de consejo;

mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de

la sagrada peregrinación

sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—

hasta la pira alzada del suicidio.

Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos

como el mío se han pronunciado desde la antigüedad

con palabras hermosas y nobilísimas.

Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las

tradiciones.

Y cada primavera, cuando el árbol retoña,

es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu

el que estremece y el que hace cantar su follaje.


Y para renacer, año con año,

escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que

resplandezca con un resplandor único,

éste, que me da cierto parentesco con las playas:

Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el

hachazo de un adiós tremendo.

Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada

con la flaqueza de su ánimo.

Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,

temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo

el légamo.

Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me

sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la

balanza de la justicia entre mis manos

y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para

algunas —las más graves—.

Esto era en el día. Durante la noche no la copa del

festín, no la alegría de la serenata, no el sueño

deleitoso.

Sino los ojos acechando en la oscuridad, la

inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos

para cobrar la presa que huye entre las páginas.

Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,

llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro

del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.


De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las

ungió desde el amanecer con la destreza,

heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora

del fruto que ilustra la estación y su clima,

despabiladora de lámparas.

Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,

conocedores del camino, reconocedores de la querencia.

Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.

Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan

que habían amasado mis deudos.

Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el

grano de sal de un acontecimiento dichoso.


Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el

tiempo de las lamentaciones,

para cuando los cuervos aletean encima de los tejados

y mancillan la transparencia del cielo con su graznido

fúnebre

para cuando la desgracia entra por la puerta principal

de las mansiones

y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.


De este modo transcurrió mi mocedad: en el

cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en

la celebración de los ritos cotidianos; en la

asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.


Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una

almohada de confianza.

Así la llanura, dilatándose, puede creer en la

benevolencia de su sino,

porque ignora que la extensión no es más que la pista

donde corre, como un atleta vencedor,

enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la

llama del incendio.

Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el

exterminio

¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.


Esto que el mar rechaza, dije, es mío.


Y ante él me adorné de la misericordia como del

brazalete de más precio.

Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién

esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a

desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala

del convite?

Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca

con el de los inmoladores de sí mismos.


El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un

hombre llamado Eneas.

Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;

acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,

con astucias de bestia perseguida;

invocador de númenes favorables; hermoso narrador

de infortunios y hombre de paso; hombre

con el corazón puesto en el futuro.


—La mujer es la que permanece; rama de sauce que

llora en las orillas de los ríos—.


Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa

jurada ante otros dioses.


Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento

de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.


No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me

cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo

fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo

de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi

acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y

vi también reducirse a número los astros. Y oí que

el mundo tocaba su flauta de pastor.


Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la

máscara nocturna del amante.

Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el

veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,

trastornando su juicio, los conduce a cometer actos

desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron

en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a

arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.

Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y

maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso

manto de hipocresía para cubrirlas.

Pero nada permanece oculto a la venganza. La

tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la


reprobación fue el eco de nuestras decisiones.


Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de

la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.

Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.

Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que

el desastre.


Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la

embriaguez.

Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de

la víctima,

Eneas partió.


Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama

de sauce que llora en las orillas de los ríos!


En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,

sobre las arenas humeantes de la playa.


Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de

palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,

incólume como un acantilado, bajo el brutal

abalanzamiento de las olas.


He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi

casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando

por los caminos sin más vestidura para cubrirme

que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro

cíngulo que el de la desesperación para apretar mis

sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me

persigue con su aguijón de tábano.


Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis

deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la

desgracia es espectáculo que algunos no deben

contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no

hay muerte.

Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que

dolor?— me ha hecho eterna.

Rosario Castellanos en Poemas (1953-1955) [1957]