Rosario Castellanos - Última crónica

Cuando cumplí la edad, las condiciones,

alcancé el privilegio.

Fui invitada a asistir al rito inmemorial,

a ese culto secreto en el que se renueva

la sangre ya caduca,

en que se vivifican las deidades,

en que el árbol se cubre de retoños.


Entré en el templo de los sacrificios

y vi a los ayudantes del sacerdote máximo

raspar antiguas costras desteñidas

que mancillaban la pared y el suelo;

pulir la piedra del altar, volverla

el espejo perfecto que duplica los actos

y les confiere así doble valor.


Los presenciantes, mudos

(¿de miedo

o ya de reverencia?),

aguardaban temblando, con la mirada fija

en la llamada puerta del escarnio.


De allí saldría la víctima.


¿Quién será?, pregunté. Y un iniciado

me respondió: la nombran

de muchos modos y es siempre la misma.


¡Oh, no!, clamé. ¡Piedad! Porque sentí

removida la tumba de mis muertos,

la ceniza del héroe dispersada,

turbada la vigilia

del hombre que contempla las estrellas,

interrumpido el sueño del que sueña

el porvenir; desperdigadas, rotas

las palabras que un día se congregaron

alrededor de un orden hermoso y verdadero.


¿Qué ultraje van a hacerle a esa criatura inerme?


Es lo único que cambia, me indicaron.

No se repetirá ninguno que haya sido

consumado otra vez.


El himen desgarrado fue la hazaña

del rudo semental y de ella hemos nacido

tú, yo, nosotros, los que atestiguamos

y los que permanecen en la orilla.


Después llegaron los mutiladores,

los chalanes que fueron a venderla

al mercader de esclavas.


Fue saqueada mil veces; fue aherrojada

en calabozos húmedos

que algún tumulto derribó y caudillos

bárbaramente tiernos y feroces.


¿Quién sobrevive? Nadie más que ella,

la indestructible. A cada cierto plazo

desciende hasta nosotros y se ostenta,

siempre bajo una máscara distinta,

para probar su legitimidad

y exigir homenajes y tributos.


Así no haya temor.

Las ceremonias ya no serán cruentas.


Expectante, la vi salir: desnuda,

más, más, más, desollada.

Y sin ojos, sin tacto,

pero como quien sabe su camino,

se dirigió guiada por nadie, sostenida

por nadie, hasta el lugar

único y preparado.


El sacerdote máximo le tomó la cabeza

-no para cercenarla

sino para verter en ella ungüentos,

mixturas de las hierbas más salvajes-.


Algo dijo en su oído, que no escuché. Un conjuro,

algo que se repite y se repite

hasta hacerse obediencia.


Después, amigos míos, os suplico,

no dudéis de mi lengua,

no dudéis de la mano con que escribo

y no pongáis en tela de juicio lo que juro.


Vi la metamorfosis. Nuestra dueña,

desollada y por ello lamentable,

se recubrió de escamas de reptil

y se ciño al tobillo un cascabel frenético

(el de la danza no, el del exterminio)

y se volvió hacia todos, poseída

por un furor que tuvo a su alcance el instrumento

para ser eficaz, para destruir

lo tan penosamente atesorado.


Con los demás corrí despavorida

y vine a refugiarme al rincón más oscuro.


Hasta aquí los sirvientes y los intermediarios,

los traidores también de entre los míos,

me prendieron y a rastras me llevaron

hasta donde ella estaba

y me ordenaron: cuenta lo que has visto.


Iba a llamarla Ménade,

iba a atarla de epítetos,

iba a finalizar mi relato diciendo

la frase de aquel criado de Job, el mensajero

narrador del desastre.


Pero no pude. Alguno

por encima del hombro me vigila

con ojos suspicaces;

me prohíbe que use figuras extranjeras

porque las menosprecia o las ignora

y recela una burla, una celada.


Ha descargado el látigo para hacerme saber

que no tengo atributos de juez y que mi oficio

es sólo de amanuense.


Y me dicta mentiras: vocablos desgastados

por el rumiar constante de la plebe.


Y continúo aquí, abyecta, la tarea

de repetir grandeza, libertad, justicia, paz, amor, sabiduría

y... y... no entiendo ya

este demente y torpe balbuceo.