Rosario Castellanos - Testamento de Hécuba

A Ofelia Guilmain, homenaje


Torre, no hiedra, fui. El viento nada pudo

rondando en torno mío con sus cuernos de toro:

alzaba polvaredas desde el norte y el sur

y aun desde otros puntos que olvidé o que ignoraba.

Pero yo resistía, profunda de cimientos,

ancha de muros, sólida

y caliente de entrañas, defendiendo a los míos.


El dolor era un deudo de aquella familia.

No el predilecto ni el mayor. Un deudo

comedido en la faena, humilde comensal,

oscuro relator de cuentos junto al fuego.

Cazaba, en ocasiones, lejos, y por servir

su instinto de varón

que tiene el pulso firme y los ojos certeros.

Volvía con la presa y la entregaba al hábil

destazador y al diestro

afán de la mujeres.


Al recogerme yo decía: qué hermosa

labor están tejiendo con las horas mis manos.

Desde la juventud tuve frente a mis ojos

un hermoso dechado

y no ambicioné más que copiar su figura.

En su día fui casta

y después fiel al único, al esposo.


Nunca la aurora me encontró dormida

ni me alcanzó la noche

antes que se apagara mi rumor de colmena.

La casa de mi dueño se llenó de obras

y su campo llegó hasta el horizonte.


Y para que su nombre no acabara

al acabar su cuerpo

tuvo hijos en mí valientes, laboriosos,

tuvo hijas de virtud,

desposadas con yernos aceptables

(excepto una, virgen, que se guardó a sí misma

tal vez como la ofrenda para un dios).


Los que me conocieron me llamaron dichosa

y no me contenté con recibir

la feliz alabanza de mis iguales

sino que me incliné hasta los pequeños

para sembrar en ellos gratitud.


Cuando vino el relámpago buscando

aquel árbol de las conversaciones

clamó por la injusticia el fulminado.


Yo no dije palaras, porque es condición mía

no entender otra cosa sino el deber y he sido

obediente al desastre:

viuda irreprensible, reina que pasó a esclava

sin que su dignidad de reina padeciera

y madre, ay, y madre

huérfana de su prole.


Arrastré la vejez como una túnica

demasiado pesada.

Quedé ciega de años y de llanto

y en mi ceguera vi

la visión que sostuvo en su lugar mi ánimo.


Vino la invalidez, el frío, el frío,

y tuve que entregarme a la piedad

de los que viven. Antes

me entregué así al amor, al infortunio.


Alguien asiste mi agonía. Me hace

beber a sorbos una docilidad difícil

y yo voy aceptando

que se cumplan en mí los últimos misterios.