Rosario Castellanos - Acción de gracias

Antes de irme -igual en cortesía

al huésped que se marcha-

quisiera agradecer a quien se debe

tantas hermosas cosas que he tenido.


Muchas veces la tierra me ofreció su mejilla

de durazno maduro;

muchas veces el aire se revistió de música,

muchas veces las nubes, las nubes, sí, las nubes...


Pero yo no amé nada tanto como amé al fuego.

Allí encuentro la mano del hombre inmemorial

terco en su oposición a la intemperie;

allí la voluntad de la tribu, de darle

calor al peregrino

que se acerca a deshora buscando pan, compañía

y la conversación

en que tantas palabras se desposan.


Más que Nausícaa o que Raquel, halladas

en playas o en brocales,

yo fui como Penélope

mujer que se recata en gineceo.

Se deleitó mi olfato del aroma doméstico:

el de la ropa húmeda

cuando suelta el vapor bajo la plancha ardiente.

Ah, limpieza del vaho

que has absuelto la casa de la culpa

de ser casa para unos

nada más y no casa para todos.


Ay, aire bautizado por los nombres más próximos:

hijo Pablo, Gabriel hijo, Ricardos

-el padre, primogénito-,

¿y por qué no invocar también la planchadora

que se llama Constancia?


Los pucheros borbollan

sustanciosos de res sacrificada,

de hortaliza recogida, de corral abundante.

Y pasan a la mesa, interrumpiendo

la charla baladí o la palabra áspera.

Bajo su especie humilde comulgamos

y el señor distribuye las raciones

con equidad y juicio.


Mi madre repetía:

la paciencia es metal que resplandece.


Y yo recuerdo mientras pulo el cobre

del utensilio siempre requerido.

Y yo recuerdo mientras la franela

le devuelve su brillo original.

Y yo recuerdo mientras

empuño el paño grueso y resistente.


Mi madre repetía... Ha muerto ya. Sus manos

se cruzaron después de acabar la faena.

Dejó su casa en orden

como para la ausencia verdadera.


Yo no quiero apartarme de su ejemplo.

Ay, aunque -a veces- tienta el arrebato

de comer fruta verde,

de entregarse a la muerte prematura

gritando "no me importa" a los que quedan.


Pero resisto, sí, y amanecemos

hasta que el tiempo advenga.


Mas cada noche yazgo en el lecho que ha sido

de amor, de parto, de desvelo triste

o de reposo bien ganado, y rezo:

si esta noche es la noche postrera, si esta sábana

ha de ser mi mortaja,

dejadme que me envuelva bien en ella

como en esa caricia total que únicamente

otorga el mar al náufrago.


¡Está tan hecha a mí la tela! Me conoce

como yo la concozco.

Mi forma y su textura son amigas

y entre sí se completan.

¿Quién teme así? Yo iré adonde se va

confiada a la última benevolencia.