Rosario Castellanos - Destino

Alguien me hincó sobre este suelo duro.

Alguien dijo: Bebamos de su sangre

y hagamos un festín sobre sus huesos.

Y yo me doblegué como un arbusto

cuando lo acosa y lo tritura el viento,

sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme

gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia

que todos escondemos

en el rincón más lóbrego del pecho.


Olvidé mi memoria,

dejé jirones rotos, esparcidos

en el último sitio donde una breve estancia

se creyera dichosa:

allí donde comíamos en torno de una mesa

el pan de la alegría y los frutos del gozo.

(Era una sola sangre en varios cuerpos

como un vino vertido en muchas copas.)

Pero a veces el cuerpo se nos quiebra

y el vino se derrama.

Pero a veces la copa reposa para siempre

junto a la gran raíz de un árbol de silencio.

Y hay una sangre sola

moviendo un corazón desorbitado

como aturdido pájaro

que torpe se golpea en muros pertinaces,

que no conoce el cielo,

que no sabe siquiera que hay un ámbito

donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.)


Una mujer camina por un camino estéril

rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.

Una mujer se queda tirada como piedra

enmedio de un desierto

o se apaga o se enfría como un remoto fuego.

Una mujer se ahoga lentamente

en un pantano de saliva amarga.

Quien la mira no puede acercarle ni una esponja

con vinagre, ni un frasco de veneno,

ni un apretado y doloroso puño.

Una mujer se llama soledad.

Se llamará locura.