Rosario Castellanos - Nocturno

Amigo, conversemos.

¿Desde hace cuántos años? Desde el día

en que a un tiempo rompimos la tiniebla

y con vagido entramos en el reino del aire;

desde que los mayores nos pusieron

la sal sobre la lengua

y nos soplaron al oído un nombre

(no de amor, de destino),

un nombre que repites todavía

y que repito yo y repetimos

hasta el fin, hasta el fin, sin entenderlo

hemos estado juntos.

Espalda con espalda. El uno viendo

nacer el sol y el otro

posando su mejilla en el regazo

materno de la noche.


Atados mano contra mano y vueltos

-forcejeando por irnos-

uno hacia el sur, hacia el fragante verde,

y el otro a la hosquedad de los desiertos;

desgarrados; sangrando yo con la herida tuya

y tú quizá doliéndote

de no tener siquiera una pequeña brizna

de dolor que no sea también mío,

hemos sido gemelos y enemigos.


Nos partimos el mundo. Para ti

ese fragmento oscuro del espejo

en que solo se ve la cara de la muerte;

los hierros, las espinas del sacrificio, el vaso

ritual y el cascabel violento de la danza.


Y para mí la túnica parda de la labor,

la escudilla de barro torneado con las manos

en que no cabe más que un sorbo de agua

y el sueño sin ensueños de la sierva.


Pero fuimos desleales al pacto. Tú acechabas

-lobo hambriento- el plantel y los rediles

y aullabas profecías intolerables

y hacías resucitar maldiciones y textos

rescatados de no sé qué catástrofe.


O incendiabas, de pronto, mi faena

con un emorme resplandor sagrado.


Y yo la hormiga. Yo

consquilleando en tu brazo, hasta abatirlo,

cada vez que querías alzarlo hasta los cielos.


Y yo, Marta, pasando la punta de los dedos

sobre el altar, para encontrar la huella

del polvo mal limpiado.


Y yo, la tos que rompe

la redondez entera de la bóveda

en el instante puro de la consagración.


Y yo en la fiesta. Párpados esquivos,

trenza apretada, labios sin sonrisa.

De espaldas a la música, con esa cicatriz

que el ceño del deber me ha marcado en la frente;

pronta a extinguir las lámparas, ansiosa

de despedir al huésped

porque en la soledad yo te escupía a la cara

el nombre de la culpa.


Ah, qué duelos a muerte.

Hasta el amanecer luchábamos y el día

nos encontraba aún confundidos en nudo

ciego de odio y de lágrimas.


Como el convaleciente, tambaleándonos,

nos poníamos de pie, lívidos y desnudos.

Y ni así, al contemplar nuestras llagas, subió

jamás a nuestra boca

una palabra de piedad, un gesto

en que se nos volviera perdón el sufrimiento.


Pero hoy me tiemblan tus rodillas; late

tu pulso enloquecido entre mis sienes

y siento que el orgullo se nos va deshaciendo

como un sudor que escurre adentro de la médula.

Porque la noche es larga. Nada anuncia su término

y acaso

para nosotros dos ya no hay mañana.


Demos a la fatiga una tregua y hablemos.


Ayúdame a decir esa sílaba única

-tú, yo, ¡pero no dos, nunca más dos!-

cuya mitad posees.