Anna Ajmátova

Boris Pasternak

Él, que se comparó a sí mismo con el ojo de un caballo

mira de reojo, mira, ve y reconoce,

y he aquí que fundido el diamante

resplandece en los charcos, ya la nieve desvanece.


Traspatios en la quietud de la bruma lila,

andenes, maderos, hojas, nubes.

El silbo del tren, la cáscara que cruje de la sandía,

en el guante perfumado la mano tímida.


Resuena, retumba, rechina el estallido de la resaca

y de pronto se apacigua: esto significa que él

por las agujas de pino se abre paso con cautela,

para no turbar la duermevela del espacio.


Y esto significa que él cuenta los granos

en las espigas desiertas, esto significa que él

de algún funeral otra vez ha llegado

a la maldita y negra lápida del Darial.


Y arde nuevamente la languidez moscovita,

a lo lejos repica el cascabel de la muerte…

¿Quién se ha perdido a dos pasos de la casa,

donde la nieve llega a la cintura y todo termina?


Para él, que comparó el homo con Laoconte,

y celebró los cardos de cementerio,

para él, que llenó el mundo con el sonido nuevo

de estrofas que en el nuevo espacio reverberan.


Una suerte de eterna infancia fue su recompensa,

de largueza y clara visión,

y la tierra entera fue su herencia,

y él entre todos la partió.