La petición de Rosmery


Rosmery ya había perdido la cuenta de las veces que se lo había pedido a su marido.

Aquellas palabras sonaban demasiado insulsas para una mujer nacida en los barrios bajos de La Paz, pero como ella no quería sentirse insulsa, ni tampoco bolivariana, insistía en

repetírselas.

Al principio, Rosmery pensaba que su esposo era como una lámpara mágica, negra y corpulenta, que ella podía frotar y frotar pensando que de su interior saldría su deseo cumplido, pero lo único que él le concedía eran algunas contundentes caricias en la cara con una ternura agria, casi podrida. Pese a eso, ella nunca se rendía. Empleó mil discretos métodos con los que convencerlo de manera que no se enardeciera demasiado. Cocinó sopas de letras en las que cuidadosamente construía su petición en el cuenco de su marido sin que éste se diera cuenta.

Como vio que eso seguía sin funcionar, optó por sobrecargar

los caldos con demasiadas palabras. Cuantas más pusiera, más le costaría a su esposo tragárselas y antes se las escupiría en la cara.

Un día, el hombre estaba tan hambriento que se zampó varias cucharada con avaricia. De pronto, se puso a gruñir como un cerdo, eructando roñosos balbuceos con su grasienta

boca, y comenzó a vomitar palabras aleatorias por todo el mantel de la mesa. A Rosmery algunas le resultaban familiares, otras no tanto, hasta que por fin salieron las que ella había estado esperando con tanto anhelo:

"te doy permiso para trabajar".


Autor: Enrique Girona García