Esclavitud moderna

ESCLAVITUD MODERNA

La oficina del banco era el último local que le correspondía limpiar a Josefa esa jornada. En el trayecto, había entrado en un bar a tomar su café con pastillas. Después había huido a encerrarse en el cuarto de baño para llorar hasta que le dolió la cabeza. «Llorando no voy a arreglar nada», pensó.

Su marido estaba imposible; sus dos hijos, en paro. Su nieto, hasta entonces un niño precioso al que ella misma había criado, se había convertido en un adolescente introvertido y adicto a los videojuegos. Recordó el peligro de perder su vivienda, por haber avalado a un hijo, y lo apuntó en la lista de errores, cosas que no tenía que haber hecho. Se sintió molida por el lumbago y la migraña, por doblar turnos, y por el peso de toda una vida que en ese momento se le antojó insoportable.

La oficina bancaria era majestuosa y estaba bordeada por una acera ancha, rematada por unos bolardos esféricos de hormigón para que los coches no la invadieran. Traspasó casi sonámbula la puerta giratoria, que estuvo a punto de pillarle una mano.

Saludó a un oficinista, como la mujer invisible que era, y no recibió respuesta. Pasó al cuarto de limpieza, donde guardaba el utillaje, se puso la bata de cuadritos de color rosa y los zuecos. Llenó el cubo de agua y empujó el carro de limpieza hacia los aseos con las pocas fuerzas que le quedaban: solo era barrer, fregar, ordenar, limpiar el polvo de los muebles y los mil cristales y mármoles que tenía aquella especie de mausoleo.

Recordó que había una cuerda en el cuarto de limpieza, que se usaba como tendedero, empujó el carro con furia y corrió a cogerla. Salió con ella en la mano a la acera, se acercó a un bolardo y se encadenó a él por una pierna.

Los viandantes pasaban indiferentes hasta que empezó a gritar.

—¡Socorro! ¡No puedo más! ¡No puedo más!


Autora: Emilia García Castro