En la caravana

Cuando era cándida, inocente y libre no creía en los desiertos, pero ahora sé que existen y están colmados de monotonía, de amargura, de frustración, de sufrimiento… Así medito mientras arrastro la fregona y las ilusiones por oficinas solitarias al caer la tarde, mientras barro esperanzas propias y ajenas o desempolvo deseos enterrados bajo capas de obligaciones y necesidades cotidianas.

Pero tampoco me quejo, no crean: hace tiempo que aprendí que para atravesar el desierto, o siquiera para vivir en él, es mejor unirse a una caravana y diluir en ella aspiraciones y anhelos de independencia. He sentido, a veces, la tentación de abandonarla, arrojarme al suelo desde la joroba del camello que me asignaron, volver al origen de todo, a mis proyectos de joven e ilusa licenciada en Filología Clásica y empezar de nuevo. Nadie me lo impediría, se limitarían a observarme con pena: miradas de conmiseración a una proscrita alucinada por ansias imposibles, enloquecida por la opresión muda de la vida, por el agobio constante de una existencia mercenaria… He sentido la tentación, pero no he sucumbido a ella: ¿acaso alimentan los sueños?

Anochece sobre las dunas solitarias, sobre la angustia de parecer viva pero no estarlo, sobre el silencio del vacío sin otra novedad que contemplar la sucesión de los días…

Suspiro y sigo limpiando; recojo notas de alegría imposible arrugadas y escondidas bajo los escritorios… Suspiro de nuevo, abro uno de los ventanales de la oficina y enciendo un cigarro (lo sé, lo sé, me dirán que fumar no es sano pero, ¿lo es mi presente de asalariada sin futuro?). Acodada en el alfeizar, miro al exterior- oasis efímero en el desierto eterno-, sonrío, me olvido de mi rendición por un puñado de monedas… En el edificio de enfrente, un cigarrillo hermano ilumina la noche.


Autora: María Nieves Angulo Salazar