Elogio de las virtudes de la mocedad

"Como cada hombre, cada edad tiene sus virtudes peculiares. Hay una moral, en mi entender perversa, que llama virtud a la exigencia de que seamos todo lo contrario de lo que somos. Comprenderéis que, siendo esto imposible, el afán de virtud que hay en todo pecho noble sirve tan sólo para que vivamos avergonzados de nosotros mismos, sintiéndonos incapaces de cumplir las normas imperadas. Nada más desmoralizador que acostumbrar al hombre a sorprenderse siempre vencido ante sí mismo, porque acabará aceptando su triste sino y renunciando a nuevos ensayos caerá en la abyección.

No; las virtudes son, por el contrario, formas de plenitud de la vida, y cada cual vive del que es y según es. La virtud del arpa está en sonar bien, no en que enmudezca. Las virtudes del hombre, en que cada cual llegue a ser con plenitud lo que ya era en germinación. La moral no puede alejarse de la vida espontánea porque es su misión perfeccionarla.

Pues bien, en cada edad la vida una forma peculiar que necesita de sus virtudes afines. ¿Y en qué consiste la juventud? Como la explosión es la forma que toma la fuerza cuando es excesiva, como el borboteo es el semblante que el agua toma cuando fluye demasiado deprisa por un cauce estrecho, así es la juventud el conjunto de ademanes que hace la vida cuando rebosa, cuando sobra. El joven vive fuera de sí atraído a toda hora por cuanto le rodea –en tanto que para el anciano, vivir es estar vuelto de espaldas al mundo, reconcentrado en sí, rumiando los viejos recuerdos sabrosos e íntimos, como el pájaro fénix que antes de morir picotea en su propio pecho-. La juventud es el lujo vital y sus virtudes las virtudes de la vida en reboso.

Como antes indicaba no es posible otro imperativo moral que éste: Hombre, llega a ser el que eres, ten la voluntad de tu propia existencia. Y así, yo diría a la juventud: Llega a ser lo que eres.

Ríe –por ahí tienes que comenzar. Los escolásticos, buscando algún rasgo exterior que fuera exclusivo del hombre y ajeno al animal, sólo hallaron éste: la risibilitas la capacidad de reír. Luego vendrán los años que acumularán sobre nosotros amarguras y desazones, acritudes y fracasos; poco a poco el corazón se irá obliterando, se irá cerrando para no dejar entre sino lo que es conveniente y es útil para el negocio o para la ambición. Como esto es fatal, procurad que os llegue la madurez cuando tengáis bien llenos de risa los sótanos del alma. Porque ella nos prepara a entrar en trato con las cosas: el preocupado, el hosco no deja que llegue nada dentro de su campo visual –huye de hombres y cosas de antemano, hostil a todo no acierta a mirar nada-. Una alma que ríe, que ríe hasta el fondo de sí misma es una alma sana y limpia: cuando algo dentro de vosotros se resiste a entrar en la danza de la risa desconfiad de ello; es seguramente algo torvo, algo enfermizo –tal vez una envidia, una acrimonía, una turbia emoción-. La delicadeza de los griegos advirtió ya esta transparencia del alma risueña y por eso cuando imaginó a sus dioses les dio como atributo el reír inextinguible. Sobre nosotros están las nubes

donde Júpiter hace rodar los truenos, pero sobre las nubes puso Homero el Olimpo donde sólo ruedan las carcajadas. Del mismo modo que abre nuestros labios, abre la risa las puertas de nuestra conciencia y la dispone a verterse sobre el mundo.

Pero no basta la risa: en la escala de las virtudes jóvenes ocupa el grado inferior. Sentir el lujo de la propia vida es regalarla, es vivir las otras cosas. La risa nos orienta hacia fuera, nos prepara a recibir lo exterior pero es resbaladiza. Va de objeto en objeto rumoreando como un torrente primaveral. Necesitamos que nuestro corazón se detenga fijo en cada cosa, la absorba, la aprenda. Esto hace la amistad. Sólo en la juventud hay ocio y hay humor para que nazcan las verdaderas amistades. Los hombre maduros son entre sí, tal vez, consocios, colaboradores; en ocasiones, cómplices. Pero la pura conexión de la amistad no suele hacer nacer sino en la juventud. La amistad se engendra en largas conversaciones que no versan sobre nada utilitario, sobre industria o sobre ciencia; los amigos hablan de sí mismos y van mostrándose trozos de su espíritu y va aprendiendo el uno que el otro es también un yo, por tanto, con los mismos derechos que uno a sí mismo se otorga. La amistad enseña el respeto a las demás cosas porque en ella hacemos el admirable descubrimiento de que sobre la tierra no sólo hay uno, el yo, sino que hay otro, el tú. Y una vez aprendido esto del otro hombre, poco nos cuesta tratar las cosas como inválidos y mudos amigos. Y esto inicia la comprensión de lo que nos rodea.

Sin embargo, en la amistad son los amigos como dos ruedas dentadas que fielmente giran la una sobre la otra pero siempre la una fuera de la otra. Por mucho que de nosotros dejemos en el alma amiga, siempre nos reservamos parte. La amistad es un lujo que no se olvida de economizar.

La juventud necesita la pedagogía del amor. Mirad: el viejo y socarrón Sócrates solía, en las tardes de estío, llevar algún discípulo por las márgenes amenas del Cefiso. Y allí, en la soledad y como al oído –cuenta Platón-, le revelaba un secreto: Yo digo, murmuraba Sócrates, que sólo sé que no sé nada, pero esto no es verdad. ¡Hay un asunto en el que confieso ser especialista!, ta erotika, las cosas del amor. Y en tanto que esto decía, agrega Platón, sobre sus cabezas, puestas en los plátanos, las áticas cigarras caniculares rascaban en su rabel. Pero todo lo que Sócrates confesaba saber del amor se lo había enseñando una rara mujer que halló en un campo de batalla, buscando el cuerpo de su marido muerto. Sócrates la llamaba misteriosamente "la extranjera de Mantinea". Inútil intentar ahora exponeros esa clásica filosofía del amor. Me interesa sólo el recuerdo, porque yo también creo que sólo la mujer enseña el amor.

El encanto del amor proviene de su capacidad poética: puebla de iridiscencias el mundo entorno, lo adoba, lo recama. Cree siempre el enamorado que la mujer que ama es la más bella, la más perfecta.

¿Se equivoca el enamorado? Los observadores triviales tienden a creer que sí, que esto es un error. No es cierto que en los casos normales suponga el amante en la amada perfecciones de que ésta carece: tal vez sea ciego para sus defectos, pero las virtudes que en ella ve suelen hallarse en ella. ¿Por qué hemos de creer que tiene razón el indiferente?

Pues la fuerza, la raíz misma del amor, consiste precisamente en concentrar nuestra máxima atención sobre un objeto que, entonces, envuelto en esa plena luz de nuestro espíritu, nos revela sus más delicados detalles. Claro es que el indiferente no ve en la mujer que no ama las perfecciones que el amante encuentra. Le falta para ello lo principal: la luz que el amor presta.

No es una advertencia vaga y gratuita: recordad si no, vosotros que sois menos jóvenes, qué ojos habéis aprendido mejor, más aún, cuándo habéis aprendido lo que hay de maravilloso en una pupila. Fue sin duda una vez en que, inclinados sobre la frente de vuestra amad, visteis cruzar por el fondo de sus ojos esas bandadas de puntos de oro fugaces como pájaros, y en que, como el poeta, dudasteis si serían sus pensamientos. Pues bien, todos hemos necesitado una extranjera de Mantinea que nos enseñe a amar. El instante de Zenith es aquel al pasar por el cual los amantes se juran amor eterno.

Aquí tenéis lo que el amor nos enseña; Goethe lo dice: la transmigración –el absoluto abandono de nosotros mismos y nuestro tránsito a otro ser- sin resto alguno, sin reserva ninguna. Esto sólo podemos, en rigor, sentirlo por la mujer.

Parece que nada puede superar la virtud del amor, y así es, en efecto. En calidad, el amor es lo sumo. Ahora es preciso que lo ampliemos: el amor a la mujer es exclusivo, riñe con otros amores.

Pues bien, el amor a todas las cosas es el entusiasmo; por esto en él culminan las virtudes de la mocedad. Cultivad en vosotros este hábito de transmigrar, de trasladar vuestro ánimo a cuanto os rodea. Intentad amar todas las cosas como suele amarse sólo la mujer; así os uniréis con ellas, os entregarán su secreto, y cuando vuestra juventud concluya os hallaréis ricos de botín cósmico, sabios y amplios. Feliz quien pueda decir como el venerable Empédocles: "Yo he sido un muchacho, una doncella, una águila, un pez mudo en la mar".

Sed entusiastas, verted a manos llenas y en toda pureza vuestra vida. Pedid siempre sobre el ayer un mañana, sobre las viejas ideas exigid ideas nuevas. Mirad que sólo los jóvenes se encienden, y sólo así, a la hora del crepúsculo, podréis recogeros llevando vuestra alma impregnada de universo.

Estas son las cuatro virtudes: ya véis cómo la risa abre el corazón de la mocedad, la amistad lo fija, el amor lo llena y el entusiasmo lo multiplica."

Ortega y Gasset de título Elogio de las virtudes de la mocedad (publicado en 1982 en la Revista de Occidente, nº 15 y 16 y que recoge un discurso pronunciado en 1925 con ocasión de la fiesta de la primavera celebrada en la Residencia de Estudiantes