La verdad: encuentro del hombre con la realidad (verum)

A. Sánchez-Palencia et al., Lecciones de Antropología

Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, 2010, 65-68

35. Hay una forma eminente de encuentro con la realidad protagonizado por la inteligencia: el conocimiento, cuyo objeto propio es la verdad. La verdad es la realidad conocida. La inteligencia busca el conocimiento de la realidad. Cuando lo logra, alcanza la verdad, que es el bien propio de la inteligencia: abrirse a lo real, al ser.

36. No se trata aquí de elaborar una teoría de la verdad, pero se hace necesario comprender muy bien dos distinciones sumamente importantes, porque sin ellas el asunto de la verdad se enreda fatalmente.

En primer lugar hay que distinguir dos dimensiones de la verdad: verdad ontológica y verdad lógica o científica. La verdad ontológica es sencillamente la realidad, lo que las cosas son. A ella se refiere la filosofía eterna cuando afirma que el ser es verdadero[1]. La verdad lógica es la conformidad entre la realidad y el pensamiento. En segundo lugar, hay que diferenciar dos tipos de conocimiento: teórico y práctico, que muestran dos caras de la verdad, teórica y práctica. Las verdades teóricas se convierten en bienes que uno elige y que son fin y criterio de la acción.

37. La relación del hombre con el mundo no se da de manera inmediata, como sucede en los animales, sino a cierta distancia. Por carecer de auténticos instintos, entre el hombre y el mundo entorno hay una instancia intermedia que determina la relación hombre-mundo y, por tanto, la vida del hombre. Se trata del conocimiento o representación intelectual de la realidad. Nuestro conocimiento de la realidad es, pues, decisivo en el éxito o fracaso de nuestra vida, no sólo biológica, sino espiritual. Si ignoro que una seta es venenosa y la ingiero, sufriré una intoxicación que puede ocasionarme la muerte. Y si ignoro que la esperanza es condición necesaria del amor, no moriré físicamente, mas mi vida espiritual corre el peligro de asfixiarse fatalmente.

La verdad, la realidad conocida, nos interesa, pues, mucho. La indiferencia respecto a la verdad deshumaniza, si se puede hablar así.

38. La categoría de proceso aparece de nuevo en el tema de la verdad. El hombre no nace sabiendo. La conquista de la verdad lleva tiempo y esfuerzo, tanto es así que su descubrimiento supera la existencia temporal y la capacidad intelectual de un individuo. Por eso la conquista de la verdad pertenece a la humanidad y se realiza histórica y colegiadamente.

39. Esto es así, fundamentalmente, por la limitación de la humana capacidad de conocer frente a la insondable riqueza de la realidad. Esta riqueza se presenta a la conciencia en primer lugar como complejidad. En efecto, la realidad es compleja, muy compleja. Por eso cualquier intento simplificador es, en el fondo, reduccionista. El hombre, por ejemplo, que intentamos conocer, es un ser muy complejo y todos tenemos experiencias íntimas de ello, así como del desasosiego que esa complejidad suscita en nosotros. Precisamente por esta ambigüedad de lo real y por el sentimiento de frustración y confusión que produce en nosotros, es fácil caer en la tentación del reduccionismo. El reduccionismo consiste en considerar únicamente aquellas categorías o aspectos de lo real fáciles de dominar con la luz de la inteligencia, despreciando las demás y, lo que es más grave, las posibilidades de vida que tienen lugar en ellas.

40. Frente a la tentación reduccionista que históricamente se ha verificado en doctrinas cientistas y materialistas urge hacer las paces con la ambigüedad de lo real, vindicando una razón ampliada en la que tenga cabida la riqueza de la realidad toda. Esta urgencia afecta tanto al plano académico e intelectual, como al personal; es decir, a cada uno de nosotros.

Pensamos, además, que lo que está en juego en esta empresa de ampliar la razón para hacer justicia es la realidad en todo su esplendor, no es solo ni principalmente una nueva cultura —y este y no otro es el gran reto intelectual de Occidente que viene gestándose desde el Romanticismo— sino, sobre todo, una vida nueva, auténtica y feliz. La autenticidad es a la vida del hombre lo que la verdad es a la inteligencia, pues, como hemos comprendido, la inteligencia de la realidad determina las relaciones que establezco con ella; en las que consiste mi vida.

41. Vivir es relacionarse con la realidad. Mi biografía la escribo a través de innumerables relaciones que establezco conmigo mismo, con los demás, con el mundo y con Dios. Se hace preciso conocer la realidad del hombre, del mundo y de Dios. Preciso no por ser personas cultas, eruditas, sino para llegar a ser personas felices. Conocer, para el hombre, no es un lujo, es una necesidad a la que, sin embargo, podemos renunciar. Es, pues, una condición necesaria. Necesaria… ¿para qué? Para una vida acabada y feliz. Esto no quiere decir que todos debamos estudiar —que debemos—, hay un tipo de conocimiento que se adquiere por la experiencia de vivir cuando es auténtica. Ello ocurre, por ejemplo, cuando nos comprometemos activamente en la ayuda a los más desfavorecidos en nuestra sociedad. Tal vez sin pretenderlo, comprendemos entonces por vía de experiencia que el hombre es un ser descentrado, que halla su plenitud cuando sale de sí mismo y se encamina hacia el otro (Gabriel Marcel).

42. Más arriba hemos hablado de la limitación del conocimiento humano que hace posible el engaño. El engaño es lo opuesto a la verdad lógica o científica y tiene dos modos de presencia en la inteligencia humana: el error y la ignorancia. El error es un juicio falso. La ignorancia es la falta total o parcial de ciencia. Conviene distinguir entre la ignorancia invencible y la ignorancia supina, que procede de la negligencia en aprender lo que puede y debe saberse. De alguna manera el sistema de ideas y creencias del hombre contemporáneo ha convertido la ignorancia supina en invencible. De ahí la imperiosa necesidad en nuestro tiempo de gritar muy fuerte: ¡la verdad existe y se puede conocer!

43. El engaño es una posibilidad con la que tenemos que contar. Una posibilidad en el doble sentido de la palabra: que puede suceder y, de hecho sucede; y una ocasión u oportunidad para la tolerancia y la apertura humilde a la Verdad y a otras vías de acceso a lo real que no satisfacen la exigencia de exactitud de la razón humana, como el amor o la poesía. La tolerancia no es una actitud en virtud de la cual adquieren certificado de verdad o autenticidad las opiniones o prácticas de los demás. Por el contrario, tolerar significa sufrir, llevar con paciencia el engaño y el mal por mor del respeto que merece a persona engañada o malvada, y no por mor del engaño o el mal en si mismos, que no merecen amor alguno. La tolerancia supone así una forma muy alta de encuentro interhumano, el encuentro con el otro en su dignidad personal que supera por elevación los pensamientos y los actos capaces de ocultar a la persona. Sin esta distinción es muy difícil practicar la tolerancia que tantas bocas llena y en tan pocos corazones anida.

44. Todos los hombres “apetecen naturalmente saber”[2] y, sin embargo, todos los hombres nos engañamos. Del engaño, en su doble vertiente de error e ignorancia, surge la experiencia humana, demasiado humana, del límite al natural apetito de saber que pertenece al hombre. Apetencia que va más allá del gozo intelectual que produce la realidad conocida, y alcanza la felicidad de una vida cabalmente vivida. El ansia de saber, cuando no se cercena, se convierte en una sed insaciable que contrasta fuertemente con la posibilidad del engaño y vuelve a plantear de nuevo el interrogante sobre el sentido de la existencia humana, esta vez en el ámbito del objeto propio de la inteligencia: la verdad.

[1] La verdad ontológica implica, de una parte, que el universo y la historia poseen una estructura interna. Es lo que los griegos expresaban con el término “cosmos”, opuesto a “caos”. De otra, que nuestra mente es capaz de descubrir esa estructura. El verbo descubrir es decisivo, pues conocer no es crear, sino develar, hallar lo que estaba ignorado o escondido (la estructura interna del universo). La facultad humana descubridora es la inteligencia, palabra que procede del latín, intelligentia, de intus y legere, es decir, “leer dentro”. Por eso, en el proceso de conocimiento lo más importante no es el sujeto que conoce, sino la realidad conocida, a la que hay que otorgarle todos los derechos que le corresponden. La actitud opuesta ha sido en la historia causa de terribles consecuencias.

[2] Aristóteles, Metafísica, 980 a 1.