Cesare Pavese - Una estación

Esta mujer una vez estuvo hecha de carne

fresca y sólida: cuando llevaba un chico,

se mantenía escondida y entristecía sola.

No quería mostrarse deformada por la calle.

Las otras veces (era joven y sin quererlo

hizo muchos chicos) pasaba por la calle

con un paso seguro y sabía disfrutar los momentos.

Los vestidos se hacen viento las tardes de marzo

y se aprietan y tiemblan alrededor de las mujeres que pasan.

Su cuerpo de mujer se movía seguro en el viento

que se desvanecía y lo dejaba firme. No tuvo nunca otro bien

que ese cuerpo, que ahora está gastado, después de tantos hijos.


En las tardes de viento se expande un aroma de savias,

el aroma que tenía el cuerpo, de joven,

entre los vestidos superfluos. Un sabor de tierra mojada,

que en cada marzo regresa. También donde no hay avenidas

en la ciudad, y no llega en el sol el respiro del viento,

su cuerpo vivía, exhalando los jugos

en fermentación, entre muros de piedra. Con el tiempo, también ella,

que ha nutrido otros cuerpos, se ha estropeado y doblado.

No es lindo mirarla, ha perdido toda la fuerza;

pero, entre tantos que tuvo, una hija vuelve a pasar

por las calles, a la tarde, y a ostentar en el viento,

bajo los árboles, sólido y fresco, su cuerpo que vive.


Y hay un hijo que vaga, y sabe estar solo

y se sabe divertir solo. Pero se mira en las vidrieras,

complacido por el modo en que lleva del brazo

a su compañera. Le gusta, en un juego de músculos,

arrimársela, mientras ella lucha, y besarla en el cuello.

Sobre todo le gusta, después de que ha engendrado

sobre aquel cuerpo, dejarlo entristecer y volver a sí mismo.

Una apretada lo hace solamente sonreír, y un hijo

lo haría indignarse. Lo sabe la muchacha, que espera,

y se prepara a esconder el vientre deformado

y goza con él, complaciente, y le admira la fuerza

de ese cuerpo que sirve para hacer tantas otras cosas.

Cesare Pavese en Trabajar cansa (Lavorare stanca) [1936]